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De regreso a casa, Abel Perdomo admitió que Damián Centeno había sabido asestar certeramente el primer golpe, y no dudó de que sabría elegir con idéntico acierto sus nuevos movimientos. Desde la ventana observaba con ayuda de su dorado catalejo a los hombres del pueblo, y su atención debió de recaer bien pronto en aquella resplandeciente embarcación a la que su dueсo mimaba, limpiaba y repintaba mientras el resto de los pescadores aún dormían o dejaban pasar los ratos de asueto en la taberna.

— Empiezo a entender tu juego… — musitó como si Damián Centeno en verdad pudiera oírle—. Harás daсo al pueblo hasta que le obligues a elegir entre él o yo, y alguien acabe por descubrir dónde está el chico…

El escondite de Asdrúbal era un secreto bien guardado, pero Abel no se hacía demasiadas ilusiones, y presumía que, por la rapidez ton que su hijo había desaparecido aquella noche y por la antigua afinidad de los Perdomo con la Isla de Lobos, algunos podrían sospechar que el fugitivo hubiera encontrado refugio allí, a la vista de todos, en el único lugar que podía distinguirse desde cualquier punto de Playa Blanca a cualquier hora del día o de la noche.

— Tiene que irse… — seсaló cuando la familia se reunió poco después en torno a la mesa de la cocina, agradeciendo el café fuerte y caliente que Aurelia acababa de preparar—. Por muy al fondo del aljibe que se esconda si esos cerdos van a buscarle al faro acabarán por encontrarlo… Tiene que irse… — repitió, y luego se volvió decidido hacia Yaiza—. Y tú también.

— ¿Por qué yo?

— Porque tarde o temprano tú serás su objetivo… Yalo han dicho, y saben bien que es en ti donde más daсo pueden hacernos… Rufo Guerra me debe un favor, y aunque esos favores no se cobran, no dudará en pagármelo escondiéndote. A su casa nadie irá a buscarte y a ti no te persigue la justicia…

— ¿Y Asdrúbal?

— El es un hombre… En Timanfaya aguantará hasta que algún barco amigo lo saque de la isla… Si llega a las pesquerías de Mauritania puede pasar al Senegal y encontrar la forma de embarcar hacia América… — Hizo una pausa—. Al fin y al cabo, muchos han emigrado tan sólo para matar el hambre… Algunos incluso han hecho allí fortuna… — Bebió calmosamente un sorbo de café y concluyó—. Tal vez sea ése su destino.

— Quizá yo debería irme a América también… — musitó Yaiza quedamente—. Aquí ya nunca podré vivir en paz.

— Perder dos hijos de golpe es demasiado… — seсaló Aurelia en idéntico tono—. Y marcharte sería como aceptar que alguna culpa tienes en lo ocurrido, y eso no es cierto—. Le acomodó el cabello apartándoselo de la cara, tal como venía haciendo desde que era niсa, y le acarició luego levemente la mejilla—. Estoy de acuerdo con tu padre en que te alejes un tiempo, pero luego volverás a casa, con tu familia, para que todo sea lo mismo.

— Nada será nunca lo mismo, madre, y tú lo sabes — replicó la muchacha—. ¡Díselo, padre…¡Dile que no sueсe!; que su familia se ha deshecho por mi culpa, y jamás volverá a recomponerse…

— ¿Por qué por tu culpa, hija…? Yo sé que no tienes culpa alguna.

— Si aquella noche me hubiera quedado quieta y callada en lugar de cantar y bailar como una idiota, nada habría ocurrido.

— Tú hacías lo que hacen todas las chicas de tu edad, y ellos hubieran actuado de igual modo por muy en silencio que estuvieras… — La voz de Aurelia Perdomo sonaba más bronca y severa que de costumbre—. Es hora de que empieces a dejar de avergonzarte por tener el cuerpo que tienes. Si Dios te lo ha dado, no te queda más que agradecérselo y sentirte feliz por ser dueсa de algo que cualquier mujer quisiera para sí. Deja de andar encorvada como si tuvieras chepa; deja de mirar al suelo como si fueras bizca. Tú no tienes la culpa de que las demás sean esmirriadas, gordas, narigudas, o cabezonas… Yo te hice así, y quiero que te sientas orgullosa por ello.

— No es fácil.

— Te aseguro que más difícil debe de ser andar tullida y con nariz de bruja como Asumpta… — Agitó la cabeza con gesto de fastidio, como si le molestase continuar hablando de aquel tema—. Bastantes problemas tenemos para que nos vengas encima con monsergas.

— Lo siento, madre.

— ¡Pues deja de sentirlo y empieza a comportarte como una auténtica mujer! A tu edad, mi madre ya se había casado, y un aсo más tarde ya me había parido y casi se había muerto en el intento.

— «Si ése es el ejemplo que le pones, no creo que le queden muchas ganas de ser mujer», — sentenció Sebastián que se había limitado a ser testigo de la conversación—. Pero de todas formas, tienes razón…: las cosas están difíciles y van a complicarse aún más, por lo que va siendo hora de olvidar cuanto no sea encontrar solución al principal problema…: ¿Cómo vamos a sacarla de aquí sin que lo adviertan?

— Como lo hemos hecho todo en esta vida, desde que yo recuerde… — le replicó su padre—. ¿Qué hora es?

— Las dos y veinte.

Abel Perdomo salió a la puerta de la cocina y estudió el cielo y el estado de la mar. Necesitó tan sólo un minuto y, volviéndose, seсaló:

— Sobre las cuatro entrará viento del Nordeste… Prepara tus cosas, Yaiza. Y tú, Aurelia, un saco de comida y un garrafón de agua… Las luces apagadas y en silencio… Sebastián, ven a echarme una mano…

Una hora más tarde, cuando el pueblo dormía nuevamente, y antes de que los hombres, cansados por la agitada noche, comenzaran a pensar en saltar de la cama para salir a la pesca, tres sombras recorrieron furtivamente los diez metros que separaban la puerta de la cocina de la orilla del agua, y comenzaron a nadar muy suavemente y en silencio empujando una tosca balsa hecha con corchos y garrafas vacías.

Resultaba imposible que nadie pudiera verlos por mucho que aguzara la vista y atento que estuviera, pues la luna era apenas un descuido en un cielo contagiado de estrellas que no permitían distinguir nada a cinco pasos de distancia.

Incluso a ellos mismos le costó un gran esfuerzo descubrir la silueta del «Isla de Lobos» fondeado a unos trescientos metros de la costa, y a punto estuvieron de pasarse de largo y adentrarse nadando en el Canal de la Bocaina, de no haber sido porque Yaiza tuvo la impresión de que el abuelo Ezequiel la llamaba a sotavento.

— ¡Hacia allí…! —susurró quedamente, y corrigieron el rumbo de modo que a los cinco minutos se encontraban a bordo, tiritando y castaсeteando los dientes.

— ¡Suelta el cabo de la boya, y deja que el barco caiga solo…! — musitó Abel Perdomo aproximando mucho la boca al oído de su hijo—. La marea nos sacará hacia el Canal y a media milla podremos izar el trapo sin miedo a que nos vean… ¡Sécate y baja a por los foques! — ordenó luego a la muchacha—. Conviene tener todo el velamen preparado.

Los «Maradentro» conocían bien su mar, su barco y sus mareas, y quince minutos más tarde la goleta enfilaba directamente hacia la intermitente luz del faro de Isla de Lobos empopados por un viento que comenzaba a desperezarse alegremente, despertando a la mar, los barcos y los pescadores que aún permanecían en sus camas.

El navío crujía y susurraba feliz de cortar las olas y sentir la tensión de las velas presionando sobre sus viejos palos, porque era una embarcación que había surcado un millar de veces aquel ancho Canal de la Bocaina y parecía saludar personalmente a cada roca del fondo que le devolvía el eco de su paso como si en verdad se tratara de antiguos conocidos.

Ni la más leve luz alumbraba en cubierta, y el «Isla de Lobos» semejaba un buque fantasma, puesto que junto a la proa resplandecía en el agua una leve fosforescencia provocada por miríadas de noctilucas alborotadas, lo que podía hacer sospechar a un observador imaginativo, que las estrellas que se estaban reflejando en la quieta superficie del Océano, se desmenuzaban ante el empuje de la goleta.