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Acodada en la borda, observándolas, y con la vista puesta también en el destello del faro que constituía su objetivo, Yaiza Perdomo experimentó de improviso la cercanía de una presencia extraсa y muy amada, y supo que el abuelo Ezequiel navegaba con ellos, aunque esta vez no lo hiciera con la despreocupación y la alegría de otras noches.

Se volvió a mirar pero no pudo verlo, y no le sorprendió porque se había habituado desde niсa al hecho de que los difuntos jamás se le mostrasen cuando se hallaba plenamente consciente, sino más bien en aquellos momentos que precedían al sueсo y en los que tan difícil le resultaba fijar los límites de lo real y lo ficticio.

Y era al alba, a punto ya de abrir los ojos, cuando en tantas ocasiones venía el viento a anunciarle desde dónde y con qué fuerza pensaba soplar esa maсana, o corrían por su mente los atunes, los chicharros y los «bonitos» seсalándole cuándo y dónde podrían encontrarlos.

Pero ahora sabía que aunque no hablara ni se dejase ver, el abuelo Ezequiel les hacía compaсía e incluso rectificaba la caсa del timón si resultaba necesario, pues nadie conocía con tal lujo de detalles como él las corrientes y derivas del Canal de la Bocaina.

Ya viejo y cansado, lo recordaba apoyado en el muro del patio, sentado en su banco de piedra preferido, observando las velas que iban y venían por el ancho canal, y aun sin reconocer la barca a causa de la distancia, sabia quién la patroneaba por la forma con que tomaba el viento o concluía una ciaboga.

— ¡Ya no hay marinos como los de mi tiempo…! — repetía siempre—. Esa mierda de motores los echarán a perder a todos… Están tan enviciados con las máquinas, que ni con el «siroco» en popa serían capaces de meter una goleta como la mía en Arrecife.

Era bueno sentir la presencia del anciano a bordo aun cuando lo advirtiera inquieto y preocupado, y por primera vez desde que comenzara aquella horrenda pesadilla, Yaiza abrigó la esperanza de que tal vez existía una posibilidad de que la familia volviera a reunirse nuevamente.

Habían penetrado ya en las tranquilas aguas de la Caleta protegidos por la mole del viejo cráter dormido que constituía la única altura del islote, al noroeste, y Abel Perdomo, que conocía al dedillo aquellas aguas, puso rumbo, bordeando la costa, hacia la punta en la que se alzaba el faro.

— ¡Arría la Mayor…! — ordenó a su hijo que permanecía atento a la maniobra—. Seguiré con los foques.

Yaiza ayudó a su hermano a aferrar la vela de la botavara, y aprestaron luego el ancla que cayó al agua en cuanto alcanzaron el enclave elegido, justo frente a la alta torre cuyo haz de luz cruzaba sobre ellos barriendo el horizonte.

Arriaron también los foques, y la goleta se balanceó sobre un mar en calma, a unos doscientos metros de la orilla.

— ¡Ve a buscar a tu hermano!

Sebastián se despojó de la ropa y se lanzó al agua de inmediato, nadando con brazadas rápidas y fuertes hacia la oscura línea de una costa contra la que las olas batían mansamente.

Pudieron escuchar cómo llamaba a Asdrúbal apenas puso pie en tierra firme, cómo éste le respondía al poco rato, y cómo comentaban algo entre ellos antes de lanzarse de nuevo al agua.

Reaparecieron al poco, nadando juntos y sin prisas, y Asdrúbal lo primero que hizo fue abrazar a su hermana, a la que no había visto desde la noche en que ocurriera la desgracia, aunque Abel Perdomo no les dejó mucho tiempo para las efusiones, pues ordenó izar de inmediato todo el trapo que fuera capaz de sostener sin resentirse el viejo barco, y en cuanto el ancla se acomodó en su sitio, viró en redondo y puso proa al Este, consciente de que tenía el tiempo justo para pasar entre las dos islas mayores y adentrarse en el Océano antes de que comenzara a clarear el día.

La noche sabía ya que tenía una vez más perdida la batalla cuando interpusieron entre ellos y Playa Blanca la punta del Cabo de Pechiguera, navegaron así aún dos o tres millas, y viraron a babor dejando que el barco ganara velocidad.

A las tres horas, protegidos por una suave calina que había convertido las costas de Fuerteventura en una levísima mancha y sin distinguir siquiera un solo contorno de las más altas cumbres de Lanzarote, Abel Perdomo pidió a sus hijos que arriaran las velas, y permitió que la goleta permaneciera al pairo, empujada suavemente hacia el sur por el viento y la corriente. Había llegado el momento de esperar.

Damián Centeno se maldijo por no haber calculado que los Perdomo «Maradentro» pudieran reaccionar con tanta rapidez.

En cuanto el centinela vino a despertarle anunciando que el «Isla de Lobos» había desaparecido de su amarre, subió a la azotea y buscó con ayuda del catalejo dorado a todo lo largo y lo ancho del horizonte, aunque comprendió bien pronto que su enemigo no era estúpido y lo primero que habría hecho sería colocarse lo más lejos posible de su campo de visión.

Advirtió luego que en la playa los hombres que no habían salido a faenar — que eran los más pese a que el mar apareciese en calma y con buen viento— se hallaban reunidos en torno a los renegridos restos de «La Dulce Nombre», y no le cupo duda, por cómo miraban de tanto en tanto en su dirección, de que estaban plenamente convencidos de quién había sido el causante del desastre.

Sin volverse llamó a Justo Garriga, un alicantino que había sido siempre su mano derecha:

— Coge tres hombres y baja a ver lo que dicen… — le ordenó—. No niegues ni admitas nada, pero que comprendan que no andamos con bromas ni jodiendas… ¡Y tráeme a Maestro Julián!

Tomó luego asiento en el muro y encendió un cigarrillo dispuesto a disfrutar del espectáculo desde su privilegiada posición, advirtiendo el nerviosismo de los lugareсos y su contenida indignación cuando sus cuatro hombres avanzaron hacia ellos.

Torano Abreu intentó dar un paso adelante y encarárseles, pero entre Isidro el tabernero y dos más, le contuvieron, atemorizados al comprobar que Justo Garriga y un tipo flaco y calvo, al que llamaban «Milmuertes», lucían a la cintura inmensos pistolones.

Damián Centeno sabía a ciencia cierta que exhibir de ese modo sus armas podía acarrearle problemas con la Guardia Civil, que era en aquellos momentos la única autoridad conocida en la isla, pero confiaba plenamente en la palabra de don Matías Quintero, que le había prometido mantener a los hombres del tricornio lejos de Playa Blanca.

— Conozco bien al Delegado del Gobierno — dijo—. Sé qué sistema empleó para apoderarse de unas tierras y una casa en Teguise, y él sabe que yo lo sé. Si hablo con mis amigos de Madrid se acaba su carrera, y por lo tanto me atenderá y mantendrá tranquila a su gente… ¡Tú a lo tuyo!

La discusión entre sus hombres y los del pueblo no fue larga. La mayoría de los lugareсos se retiraron a la taberna o a sus casas convencidos de que Juan Garriga y sus acompaсantes serían muy capaces de echar mano a sus armas a la menor provocación, y cuando vio regresar a dos de ellos precediendo a Maestro Julián «el Guanche», bajó a recibirle al porche, manteniendo la charla al aire libre para que cuantos atisbaban tras las celosías de sus ventanas pudieran verle claramente:

— ¿Dónde está su compadre? — fue lo primero que preguntó sin saludar siquiera—. ¿Cómo es que ha huido tan aprisa?

— No creo que haya huido… — replicó el otro con un notable esfuerzo por conservar la calma—. Puede que haya salido a faenar, o prefiera fondear su barco en seguro… A nadie le gusta que le quemen el barco. Es el más sucio crimen que se pueda cometer por estos rumbos.

— Imagino que peor será asesinar a un muchacho indefenso.

— Eso depende… Hay gente que va por el mundo buscando que lo maten.

— ¿Es eso una amenaza?

— Yo nunca amenazo… La gente de por aquí no actúa de ese modo. Hace p no hace.