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El muchacho, que no había cumplido aún los veinte, llevaba ya tres aсos levantando la casa en que conviviría con su novia, y era tradición, entre los habitantes de la isla, que todo el pueblo ayudara rn el trabajo de alzar el hogar de una nueva pareja los días en que la mar no permitía salir en busca de sustento.

En La Graciosa, a la que llamaban en el archipiélago «La Isla de las Dueсas Costumbres», todo se hacía en común; desde construir las casas, a reparar los barcos, cuidar a los enfermos o mantener limpio y «enjalbegado» el pueblo, y a Yaiza le había quedado especialmente marcado el impacto que produjo en su madre el haber asistido en aquellos días a una ceremonia de «Reparto».

Durante todo el aсo la tripulación de cada barco iba entregando a una anciana el producto de la venta del pescado, y la buena mujer se encargaba de guardarlo — casi siempre en forma de monedas de duro— en un pesado arcón de madera.

Concluida la «zafra» y siempre en vísperas de bautismos y casamientos, las tripulaciones se sentaban en la arena en torno a las ancianas y éstas iban depositando una moneda delante de cada hombre, aunque aсadiendo luego un montoncito más para las reparaciones que necesitase el barco, otro para los enfermos, un lercero para los convecinos que por cualquier motivo no hubieran podido salir ese aсo a la mar, y un último destinado a las viudas y huérfanos.

Para Aurelia Perdomo aquel había constituido el más bello ejemplo de solidaridad de que hubiera tenido nunca noticias, y pasó semanas insistiendo a sus hijos, y a quien quisiera oírle, que si todo el mundo imitara el ejemplo que La Graciosa venía dando desde los < más remotos tiempos, la mayoría de los problemas de la humanidad desaparecerían, aunque para Yaiza, con diez aсos, lo inolvidable de aquellos días había sido correr con otros niсos por la inmensa Playa de las Conchas, bucear en los nuevos, desconocidos, y ricos fondos del Canal que las separaba de la isla grande, y atiborrarse de pasteles, sandías e higos secos, en una de las más alegres y maravillosas fiestas de que guardara memoria.

Y por las noches la dejaron dormir sobre cubierta, contemplando aquellas mismas estrellas que ahora se mecían al final de los palos y las velas, imaginando que algún día también ella se casaría con un hombre de mar; también luciría un vestido semejante, y sus propios hermanos, con guitarras y «timples», alegrarían su boda.

Y así hubiera ocurrido si se hubiera conformado con ser una novia tan sencilla y recatada como correspondía a un pescador de La Graciosa sin tratar de convertirse en la especie de portento de la Naturaleza en que se estaba transformando.

La voz de su padre ordenando arriar velas, le sacó de su abstracción, y acudió en ayuda de su hermano al igual que hacía cuando no era aún más que una mocosa que estorbaba enredándose entre los cabos y las piernas de los mayores, y cuando se encontraron frente a la única luz que brillaba en una ventana de la media docena de casuchas de Orzola, Sebastián soltó el ancla, se abatieron los foques, y el «Isla de Lobos» quedó al amparo de la barra de rocas que protegían la estrecha cala en cuyo fondo se alzaba el primitivo puerto.

— Acompaсa a tu hermana hasta donde lo de Rufo Guerra y procura que nadie os vea — indicó Abel Perdomo—. Luego, vete directamente a casa.

— ¿Y el barco?

— Puedo arreglármelas solo, saliendo mar afuera por sotavento y regresando despacio a Playa Blanca… — Besó con ternura a su hija en la frente—. Procura que nadie descubra dónde estás — suplicó—. Matías Quintero tiene mucha influencia, y las gentes de tierra adentro no son como nosotros… — Hizo una pausa y su voz sonó ronca y claramente preocupada—. Recuerda que si te encuentra no estaremos allí para protegerte… ¿Me harás caso?

— Descuida… — Le acarició la incipiente barba con ternura—. No os preocupéis por mí y cuidaros vosotros.

Su hermano se había desnudado y colocando su ropa y sus zapatos sobré un gran pedazo de corcho, se deslizó al agua para alejarse nadando por la quieta ensenada hasta poner el pie en tierra firme. Yaiza le imitó entonces, y Abel Perdomo se apartó unos metros, y comenzó a recoger un largo cabo evitando distinguir, ni siquiera a la escasa luz de las estrellas, el portentoso cuerpo desnudo de su hija.

Diez minutos más tarde, cuando se cercioró de que ambos iniciaban el ascenso por el serpenteante sendero que se abría paso a duras penas por entre la negra lava cubierta de líquenes y tabainas que constituía el «Malpaís del Volcán de la Corona», izó los foques, fijó el timón a babor, y alzó a pulso el ancla como si fuera de juguete.

El costado del «Isla de Lobos» pasó a no más de tres metros de la ultima roca de la punta nordeste, y Abel Perdomo puso entonces Croa a levante, fijó el timón a la vía y empleó toda su fuerza de hércules en alzar a pulso la vela mayor.

Cuando al fin la cazó firmemente, la goleta dio un salto hacia adelante, ganó velocidad, y su proa comenzó a ronronear como un gato satisfecho a medida que se abría paso por el quieto mar de sotavento de la isla.

— Está en Lanzarote.

— ¿Y eso es todo lo que has conseguido en este tiempo…? ¿Averiguar que está en Lanzarote?

— Escuche, don Matías… — le hizo notar Damián Centeno—. Cuando llegué querían hacerme creer que estaba muy lejos, e incluso usted mismo se inclinaba a admitirlo convencido de que la Guardia Civil lo había registrado todo… — Negó con un gesto—. Pero he llegado a la conclusión de que no hay quién registre esta isla. Es probable que se trate de una de las más áridas del mundo, pero es, también, la que ofrece más lugares donde ocultarse.

— ¿Te refieres a Timanfaya?

— Me refiero a todo…: ese infierno de volcanes de Timanfaya; las cuevas, las costas, los islotes vecinos y, por úlimo, las casas… Aquí, la mayoría de las casas están muy alejadas unas de otras y la gente vive hacia dentro, aislada, no sólo por los muros, sino también por la costumbre… Se puede recorrer Lanzarote de punta a punta sin distinguir a una sola persona, y es como si se encontrara poblada de fantasmas y los campos se cultivaran solos.

— Los campesinos se levantan muy temprano y cuando el sol comienza a calentar regresan a sus casas hasta la caída de la tarde… Y aquí, salvo en las épocas de siembra o de cosecha, no se trabaja más que en reparar los muros que protegen del viento o arrancar malas hierbas. Como no existe agua, no hay que regar… El rocío lo hace casi todo.

— Ya me he dado cuenta… Y también me he dado cuenta de que basta con que alguien acepte esconder al asesino de su hijo, para que resulte imposible encontrarlo.

— Si se tratara de un asunto fácil, no te hubiera llamado… — sentenció secamente don Matías—. Ni a ti, ni a tu gente… No quiero explicaciones. Quiero asistir al entierro de Asdrúbal Perdomo… — Hizo una larga pausa y le miró con extraсa dureza—. Es más: lo que me gustaría es que me lo trajeras vivo para pegarle yo mismo cuatro tiros, enterrarlo en el jardín, y mear cada día sobre su tumba… ¿Cuándo será eso?

— Que será, estoy seguro de conseguirlo, pero lo que no puedo decir es cuándo… — sentenció Damián Centeno—. La muchacha también se ha escondido, pero supongo que no deben de estar juntos…

El anciano no respondió. Se había puesto en pie, asomándose unos instantes a observar sus viсedos por el amplio ventanal, luego acudió hasta la vetusta chimenea de piedra — la suya era una de las pocas casas de Lanzarote que podía presumir de chimenea en el salón— y tomó una fotografía de su hijo que aparecía sobre la repisa.

— Aún tengo la impresión a cada instante de que va a hacer su aparición por esa puerta pidiéndome unos duros para irse de parranda, y me despierto en las noches imaginando que es su «timple» el que suena, cuando lo único que suena es el viento en la parra — dijo—. Tú sabes que yo nunca había llorado, pero te confieso que ahora me paso los días llorando de desesperación y rabia… ¡Cómo permite Dios que continúe respirando quien fue capaz de cometer semejante villanía es algo que no entiendo, pero que espero preguntarle en cuanto me lo eche a la cara en el otro mundo…! Perdí tres aсos de mi vida jugándome el pellejo por defender a Cristo, y Dios no perdió un solo minuto por defender a mi hijo… ¡No me parece justo! No. No me parece justo, y cuando llegue el momento voy a tener que pedirle explicaciones.