— Seсálame una tienda donde vendan paciencia, y te aseguro que compraré toda la que exista… Pero eso no se vende y tú lo sabes…
Damián Centeno lo observó unos instantes pensativo, hizo un mudo gesto de despedida con la mano, y abandonó la estancia.
Rogelia «el Guirre» se demoró hasta percibir el chirrido de la puerta y el motor del auto al ponerse en marcha, y, mientras recogía l bandeja con las copas, las galletas y los bizcochos, comentó sin alzar el rostro:
— Mi comadre Nieves me ha pedido que dé trabajo a su hija. Es joven y bien dispuesta, y yo ya me siento fatigada. Esta casa es demasiado grande para una mujer sola… Si no le importa, la haré venir a que me eche una mano.
— ¿Qué tal la mama?
Inclinada aún sobre la mesa, Rogelia giró el rostro y le miró con sorpresa, pero don Matías hizo un gesto despectivo mientras se encaminaba a su sillón y se dejaba caer en él lanzando un resoplido:
— ¡Vamos…! — exclamó—. No te hagas la ofendida. He oído hablar de la hija de tu comadre Nieves…: «Pinito, la de Masdache»… Aún no ha cumplido veinte aсos, ya se ha tirado a media isla, y ahora anda de puta en un bar de Arrecife… Hazla venir si quieres, pero no sé qué es lo que esperas… Tú cada día estás más vieja, pero lo mío no es problema de picha, sino de corazón… Mientras no tenga la seguridad de que mi hijo descansa en su tumba sabiendo que su asesino le hace compaсía, no seré capaz de disfrutar de nada en este mundo… Sentiría asco de mí mismo si lo hiciera… Lo primero es lo primero, y lo primero es acabar con Asdrúbal Perdomo.
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Lo primero que hizo Asdrúbal Perdomo fue buscar en las proximidades de la negra playa en que había desembarcado una gruta que le sirviera de refugio, y un lugar en el que la tierra estuviera caliente.
Timanfaya ofrecía un millón de grietas y cavernas que ni un ejército de hurones lograrían desentraсar, y le constaba que no existía en el mundo rastreador alguno que soportara caminar más de un kilómetro por aquel infinito mar de lava calcinada, magma hirviente que al enfriarse se había convertido en un conjunto de pedriscos amontonados, que exhibían al aire sus aristas punzantes como diminutas navajas de barbero capaces de desgarrar en poco tiempo las suelas de las botas más duras.
No se tenía noticias de que nadie hasta aquellos momentos hubiese explorado por completo el mar de lava de Timanfaya, entre otras razones por el hecho evidente de que nada había que buscar allí más que esa misma lava renegrida, y en los pequeсos claros o «islotes» que la erupción había respetado por capricho, tan sólo sobrevivían escuálidos conejos y algunas perdices y tórtolas que anidaban allí por temporadas.
El viento, un viento eterno que no encontraba en su camino desde el mar más oposición que algunas cumbres volcánicas de escasa altura, barría incansable el desolado paisaje y a partir de media tarde metía la humedad entre los intersticios de las rocas, convirtiendo el árido desierto de piedra castigado por el sol durante el día, en una sucursal de las estepas siberianas.
Quien bautizó el lugar «Infierno de Timanfaya» lo conocía a la perfección, y no le pusieron tal nombre tan sólo porque durante seis largos aсos aquellos cráteres vomitaran todos los fuegos de los centros de la Tierra, sino especialmente por el hecho de que resultaría imposible encontrar, a todo lo largo y ancho del Universo, un lugar más inhóspito para cualquier forma de vida.
Sobre el mar de lava nada alcanzaba a subsistir; ni tan siquiera una larva o un liquen, y en algunos lugares, como en el llamado «Islote de Hilario», bastaba arrojar a una grieta un cubo de agua para que al instante se elevase al cielo un violento chorro de vapor, pues tan alta era la temperatura a unos centímetros bajo la superficie del suelo, que se afirmaba que cavando un pozo en aquel punto no se tardaría mucho en conseguir una eterna fuente de calor que superase fácilmente los mil grados. Por ello, al segundo día de escarbar aquí y allá, e introducir la mano en pequeсas grutas que encontraba a su paso, Asdrúbal tropezó, a poco más de un kilómetro de la costa, con el rastro de una nueva fuente de calor que le condujo a un terreno de gravilla roja y suelta en el que profundizó hasta formar un hueco en cuyo centro la temperatura resultaba insoportable.
Fue entonces en busca de la cafetera, la medió de agua, la incrustó en el fondo, y aguardó paciente, comprobando, satisfecho, que a los diez minutos el agua hervía. No precisaba mucho más para sobrevivir largo tiempo en Timanfaya, porque con ayuda de aquella vieja cafetera, un tubo de goma y una botella, el fuego que dormía eternamente bajo la piel de Lanzarote, transformaba el agua del cercano mar en agua destilada. Ese mar le proporcionaba alimento suficiente, y ese mismo fuego le permitía cocinarlo de mil modos distintos.
Con su zurrón, un saco de «gofio», un queso y una pequeсa lata de aceite que la previsora Aurelia había aсadido al contenido de su macuto, ya de lo único que tenía que preocuparse era de que no le faltase agua de mar a la cafetera en constante ebullición, dormir de día y dedicar las noches y los amaneceres a buscarse el sustento con ayuda de un sedal y unos anzuelos.
Le hubiera gustado ser tan aficionado a la lectura como su madre o sus hermanos, pues comprendía que un buen libro le hubiera ayudado a matar las largas horas de espera, pero era demasiado tarde para adquirir un hábito que no había sabido apreciar en su momento, cuándo niсo, y prefirió dejar pasar las horas meditando; tratando de imaginar cómo sería su vida lejos de Lanzarote, en lugares de los que probablemente ni siquiera entendería el idioma.
Su madre les había enseсado sobre libros y mapas cómo era el mundo más allá del Archipiélago, pero jamás le había pasado por la mente la idea de que tales enseсanzas le sirvieran de algo más que de simple curiosidad, pues la vida fuera del entorno de las islas parecía carecer de sentido, hasta el punto de que le habían asegurado que ni siquiera conocían el «gofio».
Cómo podía sobrevivir una gente que no comiese «gofio» era una pregunta que le había hecho a su madre a menudo, y aunque ésta le había confirmado que en el resto de Espaсa y en el extranjero lo sustituían por pan, ninguno de los tres hermanos pareció entenderlo, pues desde mucho antes de tener uso de razón los canarios estaban hechos a la idea de que el «gofio» constituía la base indiscutible de toda alimentación.
Con agua, unas gotas de aceite y unas «rapas» de queso, los más pobres amasaban en el «zurrón» de piel de conejo una pasta Maíz o trigo tostado y luego molido hasta formar una harina compacta que les mataba el hambre; otros le echaban «gofio» al potaje, la leche o la más aguada de las sopas, que ganaba así cuerpo y calorías, y a los chiquillos les encantaba aplastarlo con plátanos maduros, o formar una bola con miel.
Contaba la tradición que cuando siglos atrás los emigrantes canarios partieron a la colonización de Texas, cuyas principales ciudades fundaron, se les antojó tan inconcebible lanzarse a semejante aventura sin el «gofio», que exigieron llevar con ellos una rueda de molino que transportaron en barco hasta Veracruz, para continuar luego viaje a través de largas jornadas de sufrimiento y riesgos. Atacados por los indios y diezmados, se vieron obligados a abandonar su tesoro en pleno desierto, pero era tanta su ansia del preciado alimento, que una vez asentados definitivamente enviaron a un escogido grupo de sus hombres a recuperar la piedra de moler que se conserva aún como recuerdo en el Museo Municipal de San Antonio.
Al igual que para aquellos lejanos antepasados, para Asdrúbal Perdomo lanzarse al mundo sabiendo que no podría recurrir en todo momento al reconfortante uso del «gofio», constituía una especie de herejía comparable a la del explorador que se plantease la posibilidad de atravesar las peligrosas selvas africanas sin contar siquiera con un cuchillo con el que defenderse de las fieras.