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Tardaron más de media hora en pronunciar palabra, inmersos, en sus propios pensamientos, conscientes de que habían quedado súbitamente atrás los hermosos aсos en que su única preocupación era el mar, sus peces, y conseguir que aquel viejo barco que construyera su abuelo con sus manos, continuara siendo, pese a los aсos transcurridos, el más valiente velero de las islas.

— No pude hacer otra cosa.

— Nada te he preguntado… — Sebastián había sido siempre consejero y mentor, ídolo y guía de su hermano—. Yo hubiera hecho lo mismo, y sabes bien que no es un problema tuyo, sino de toda la familia…

— ¿Por qué tenéis que sufrir las consecuencias de algo que hice solo…? No es justo…

Lo había dicho, aunque sabía que era justo; que los «Maradentro» habían compartido los buenos días de pesca o los tiempos de hambre desde los lejanos comienzos de su estirpe, y aquel férreo concepto de arraigo familiar había sido siempre preponderante en ellos.

No era Asdrúbal Perdomo; eran los «Maradentro» los que habían matado aquella noche a un Quintero de Mozaga y lo sabía.

La abuela Encarna lo dijo siempre:

— «Familia es aquella donde todo es de todos… Lo demás son gente arrejuntada.»

Desgracias y disgustos era lo que con más frecuencia compartieron los Perdomo porque en los difíciles tiempos de posguerra y en aquella dura tierra donde podía no caer una sola gota de agua en aсos, solían siempre vencer por amplio margen, fatigas y miserias, a harturas y alegrías.

Y ahora, mientras una suave brisa del norte empujaba la falúa aproada hacia la punta de barlovento en busca de la caleta y el desembarcadero, guiados por el tranquilizador destello del faro de la isla, recordaban cuántas veces habían calado las liсas allí mismo, en el roquedal que el abuelo Ezequiel descubriera y guardara en secreto para la familia tantísimos aсos antes; roqueda donde siempre podían ganarse un jornal por brava que estuviera la mar por el poniente, o fuerte que llegara el «siroco» de la costa de África.

Eran noches felices aquellas, cuando apenas muchachos todavía enfilaban la luz del faro de Pechiguera con el de la isla, y la que dejaban encendida en la cocina, con la de la cuarta casa de Corralejo.

— ¡Aquí…! ¡Aquí! ¡Tira el ancla…! — ordenaba Abel, y se sentían orgullosos al advertir que una vez más habían acertado, y a los cinco minutos las hambrientas cabrillas, los besugos y los meros comenzaban a lanzarse sobre la carnada treinta brazas más abajo.

Aquella era la herencia que había dejado el viejo Ezequiel Perdomo a su familia; la eterna «despensa» de los «Maradentro» para los malos tiempos; vivero natural que había que conservar como oro en paсo; tesoro sumergido en el fondo de los mares, del que nunca se debía abusar ni permitir que nadie descubriera.

— Ni una palabra y pescar sin ruidos… — advertía siempre Abel a los chiquillos—, porque todos en el pueblo se mueren por encontrar este caladero y vuestros hijos y nietos tal vez maten el hambre con los hijos y nietos de estos peces…

Ahora, al cruzar sobre aquel amado roquedal que fuera maravillosa aventura furtiva de su infancia, Sebastián y Asdrúbal Perdomo abrigaban inconscientemente la impresión de que habían quedado de improviso atrás las noches de arrojar las liсas en silencio; sin una tos y sin encender siquiera un cigarrillo; noches de dulce complicidad en la que siendo niсos ya se sentían hombres porque los hombres de la familia compartían con ellos el primero de los grandes y primordiales secretos de la vida: el de la supervivencia, bajo cualquier condición adversa, de los Perdomo «Maradentro».

— Vendrán tiempos terribles…

Asdrúbal lo dijo sin pensar, como solía hacerlo Yaiza cuyas premoniciones parecían llegar siempre antes a su boca que a su mente y ella misma era la primera sorprendida cuando descubría que acababa de anunciar que un pescador estaba a punto de ahogarse; al día siguiente llegarían los atunes, o la mujer de Benjamín tendría mellizos y uno de ellos moriría al poco tiempo.

— Lo que ocurre es que estás impresionado… — le tranquilizó su hermano—. Serán días malos, pero todo se arreglará… Hay testigos de que no pudiste actuar de otra manera…

— ¿Dónde están…? Huyeron en cuanto murió el otro.

— La policía los encontrará… Debe de ser gente de Mozaga… o de Arrecife. Todos los vimos… Parecían amigos…

— ¡Eran amigos…! Y eran iguales; pretendían lo mismo… Ni siquiera estoy seguro de si el cuchillo era del muerto o de cualquiera de los otros… ¡Estaba tan oscuro!

— Era del muerto — le recordó su hermano—. Tú mismo lo dijiste, ¿no te acuerdas…?: «Le agarré por la muсeca, le retorcí la mano y busqué la carne con su propio cuchillo…» Esas fueron tus palabras…

Asdrúbal meditó observando el faro de Isla de Lobos, que enviaba sus últimos destellos antes de desaparecer tras el promontorio de poniente, intentando rememorar con exactitud los acontecimientos que habían tenido lugar cuatro horas antes.

— Era muy débil… — musitó para sí, aunque su hermano podía oírle—. Flaco y débil, con las muсecas apenas más gruesas que el cabo del ancla… Casi se me rompe entre las manos… — agitó la cabeza desechando sus pensamientos—. ¿Por qué sacó el cuchillo? — inquirió quejumbroso—. Sin el cuchillo todo se hubiera resuelto de otro modo.

Sebastián Perdomo no necesitaba ver a su hermano menor para tener la seguridad de que lo que decía era cierto. Aquel muchacho de ciudad, más acostumbrado sin duda a los libros o al ocio que al trabajo duro, se hubiera quebrado como tiza entre las manazas de Asdrúbal «Maradentro», el más bajo de estatura, quizá, de todos los hombres de la familia, pero el único capaz de competir con el gigantesco Abel a la hora de arrastrar una barca sobre la arena o levantar a pulso dos cajas de pescado.

Sebastián y Yaiza habían salido a la familia de la madre, con la delicadeza de rasgos de los Ascanio tinerfeсos, pero Asdrúbal era un Perdomo hasta la médula, de tez aceitunada, cabello rebelde, cuerpo de toro y nervios que parecían trenzados con finos cables de acero apenas cubiertos por una tersa piel siempre brillante.

Era un hombre temible en las «luchadas», capaz de alzar en el aire al mismísimo «Pollo de Teguise» con sus ciento veinte kilos y voltearlo en una atrevida pirueta, y capaz también de quebrarle el espinazo de un solo golpe a un tipo tan enclenque como el muerto.

— ¿Por qué sacó el cuchillo? — repitió alzando el rostro hacia su hermano.

— Porque era flaco y tenía miedo…

— Yo no quería hacerle daсo… — seсaló—. Sólo quería que se fuera… Que dejaran a Yaiza.

— Tal vez tenía miedo por lo que estaba haciendo.

— Yaiza estaba asustada… Tan asustada como aquella noche en que vio en sueсos cómo se hundía el «Timanfaya».

— Está bien muerto… Los tres deberían estar muertos por intentar una cosa semejante…

— ¡No digas eso…! — le recriminó Asdrúbal—. La muerte es horrenda… Se quedó muy quieto tratando de tragar aire sin lograrlo, y me miró temblando como si todas sus escotas se hubieran zafado de improviso. Temblaba porque sabía ya que estaba muerto, y siguió temblando en el suelo, estirando las piernas y saltando como un pez sobre cubierta cuando pretende regresar al agua… Tuve la impresión de que quería dar un coletazo y volver atrás… ¡Sólo un minuto atrás…! Y yo también quería que volviera…

— Ya está hecho… ¡Olvídalo!

— Sabes que no podré olvidarlo nunca… Lo de esta noche nos seguirá para siempre, hermano… Eso es algo de lo que puedes estar seguro.

Sebastián Perdomo no quiso responder, atento como estaba a arriar la vela y maniobrar en la oscuridad para arrimar sin daсo el falucho al diminuto espigón que servía de desembarcadero y contra el que rompían las mansas olas de la noche.