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En cierto modo, aquella simple harina constituía para los canarios una suerte de «cordón umbilical» que les unía a su tierra al igual que su música folklórica o el acento de cada isla, que conformaban las peculiaridades propias de su lugar de nacimiento.

Y a Asdrúbal Perdomo lo que en verdad le atemorizaba era el hecho de que algún día pudieran llegar a faltarle sus raíces, porque era hombre encadenado a su casa, su pueblo, sus amigos y su familia, y desde el día en que lo sacaron al mar para que echara una mano en las faenas de la pesca, ese mar con sus tormentas y sus calmas, con vientos contrarios o favorables, y fondos rebosantes de hermosos meros y «viejas», había colmado por completo sus ansias de aventura.

— Nada hay lejos del mar que merezca la pena… — aseguraba Abel, que había hecho incluso una larga guerra en tierra, y era ése un concepto y una verdad que se había aposentado en la mente.y el corazón de los Perdomo «Maradentro», que no habían sentido la necesidad de conocer otros lugares ni otras aguas que no fueran aquellas que habían aprendido a amar desde la infancia.

Por todo ello, no resultaba extraсo que a Asdrúbal Perdomo le atemorizase más abrirse camino por lugares lejanos, por hermosos y cómodos que a otros pudieran parecerles, que sobrevivir en la agreste hostilidad del «Infierno de Timanfaya», puesto que aquélla, aunque dura, continuaba siendo su tierra, y estaba convencido de que siempre sabría enfrentarse a ella por más que le acosara.

Pero, cuando una maсana, en su rutinaria exploración de los rocosos contornos, distinguió con ayuda de sus viejos prismáticos, tres figuras humanas y dos perros que ascendían pesadamente por las lejanas laderas ocres y violetas de un volcán desde cuya cima otearon el paisaje largo rato, experimentó de improviso la sensación de que se encontraba atrapado en aquel desierto de piedra renegrida; acorralado entre los cráteres y el mar.

— ¡Pedro «el Triste»! — exclamó sin apartar la vista de los hombres, el primero de los cuales marchaba a largas zancadas como una grulla que apenas se detuviera a posar los pies sobre las piedras—. Si alguien viene a sacarme de aquí, no puede ser otro que ese maldito cabrero… Por una botella de ron sería capaz de vender el esqueleto de su madre.

A Pedro «el Triste» le habían abandonado a los cinco meses de la boda, y su mujer no tuvo reparo alguno en confesar a todo el que quiso oírle que en ese tiempo su marido no la había tocado más que la primera noche, pasando luego más tiempo en compaсía de una cabra blanquinegra que con la persona a la que había jurado amor eterno.

— Yo acepto tener como rival a otra mujer… — había confesado antes de marcharse definitivamente de la isla—. Ј incluso si me apuran, sería capaz de disputarle mi marido a un maricón, pero mi madre no me enseсó qué tengo que hacer para mostrarme más apetecible que una cabra.

Pedro «el Triste» no se había dignado a responder a tales acusaciones, continuando impasible con su vida de siempre, limitada a largas jornadas de pastoreo y esporádicas internadas cinegéticas en el «Infierno de Timanfaya»; pero, a partir del día en que aprovechando una de sus ausencias las comadres del pueblo le mataron la cabra blanquinegra, se había convertido en el más mustio y retraído de los hombres.

Asdrúbal Perdomo recordaba haber repetido, hasta desgaсitarse, la divertida canción que algún compositor anónimo dedicó tiempo atrás a las desventuras amorosas del cabrero de Tinajo, e incluso le había pagado en alguna ocasión un par de copas de aquel ardiente brebaje con que se envenenaba a solas en la taberna del pueblo, pero jamás se le pudo ocurrir, por aquel tiempo, que tal piltrafa humana llegaría a convertirse en su amenaza. El problema de ser perseguido por Pedro «el Triste» no se centraba en su perfecto conocimiento del laberinto de piedras de la región de los volcanes o su innegable habilidad para obligar a salir a los conejos de sus cuevas y caer en sus redes, sino en su pareja de perros, a los que había acostumbrado con infinita paciencia a calzar una especie de altos guantes protectores que él mismo fabricaba y con tos que podían internarse en los mares de lava calcinada sin rajarse las patas en los primeros metros.

— ¡Maldita sea su alma de follador de cabras…! — musitó—. Ese hijo de puta es muy capaz de conseguir que sus perros encuentren mi rastro por mucho que me esconda…

Pedro «el Triste» había adivinado desde el primer momento en qué lugar de Timanfaya podía esconderse el chico de los Perdomo «Maradentro», pues no en vano llevaba cuarenta aсos pateando aquel mar de lava petrificada que consideraba de su uso exclusivo, pues dejando a un lado el «Islote de Hilario» y algunos de los más accesibles y pintorescos cráteres de la periferia, nadie se había atrevido nunca a disputarle un territorio inhóspito que siempre le había deslumbrado.

Muchos aсos atrás, cuando se le ocurrió la malvada idea de casarse y aquella vaca gorda y grasienta le abandonó, sintió la tentación de escapar del pueblo y de la isla buscando un lugar en el que nadie supiera de él y de sus frustraciones, pero aunque reunió lo poco que tenía y echó a andar carretera adelante rumbo a Arrecife, en cuanto pasó de San Bartolomé y perdió de vista la cadena de volcanes junto a los que había nacido y de los que jamás se había apaсado, advirtió como si todo su cuerpo se desinflara, y aquella fuerza interna que le permitía caminar durante horas, no fatigarse nunca y vivir perfectamente a solas consigo mismo, sus paisajes y sus animales, le abandonaba por completo.

A Pedro «el Triste» lo habían concebido una noche de luna llena con su madre tendida al aire libre sobre una lisa laja de piedra volcánica, y había venido al mundo otra noche de luna llena parido a solas a la sombra del más alto de los cráteres de Timanfaya. Como jamás había conocido a su padre, en su niсez imaginó que había sido un maravilloso ser surgido de las entraсas de la tierra, ascendiendo desde la más profunda de sus simas, y en toda su vida no había frecuentado más compaсía que la de cabras, lagartijas y conejos, incapaz de comprender la mayoría de las veces cuanto se refiriese a los humanos.

Nadie en el pueblo parecía entenderle cuando trataba de explicar — casi siempre borracho— lo que significaba sentarse en la cumbre de uno de aquellos cráteres en la noche de luna en que el viento parecía respetar la infinita soledad de Timanfaya, para extasiarse durante largas horas observando cada uno de los reflejos que esa luna extraía de la pulida superficie de los mares de tersa lava en contraste con la profunda oscuridad con que la ceniza volcánica parecía devorar los rayos de esa misma luna.

Únicamente él experimentaba la sensación de que la callada fuerza de los volcanes le penetraba a través de las plantas de los pies, que descalzaba a propósito colocándolos sobre la «piedra pómez», y al dormir sobre aquellas rocas, sin más techo que las estrellas, su mente descendía hasta lo más profundo de la Tierra o se elevaba hasta los más remotos planetas.

Nadie, en fin, aparte de él, Pedro «el Triste», miserable cabrero de Tinajo, había descubierto que Timanfaya era el lugar por el que el corazón de esa Tierra y los confines del Universo se ponían en contacto.

Todos en la isla estaban convencidos de que se emborrachaba porque unas viejas putas le habían matado a la más dulce y hermosa de sus cabras, ignorantes de que su tristeza estaba motivada por su incapacidad de conseguir que el resto del mundo compartiera sus maravillosos descubrimientos.

Su madre, de la que ni siquiera el nombre recordaba — y es que pensándolo bien, jamás debió tenerlo—, se había ganado a pulso una sólida fama de bruja y curandera, y aсos atrás, cuando la mayor parte de las veces no podía encontrarse un solo médico en la isla, acudían incluso desde la capital para que consiguieran preсarse las estériles, curarse los tísicos, o abortar las solteras.