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A las últimas las arreglaba con una aguja de hacer calceta; a los tuberculosos con emplastos y cocimientos, y a las estériles con la ayuda de un gaсán de inmensa verga, que además le premiaba con dos kilos de «gofio» por cada dienta que le proporcionaba.

La vieja había muerto en la cárcel siendo él apenas un chiquillo, y ya desde entonces aprendió a valerse por sí solo, escapar de la gente y encontrar en las piedras y las cabras su único consuelo.

Y ahora, dos tipos de otro mundo; dos «godos» de hablar casi ininteligible; uno gallego y otro un cetrino al que llamaban «Milmuertes», habían venido a ofrecerle más dinero del que había visto en su vida, a cambio de que les desentraсara en cuatro días los infinitos misterios de una tierra en la que se encontraba el origen de todas las tierras.

— ¿Qué buscan allí?

— A un asesino.

— ¿A quién mató?

— Al hijo de don Matías Quintero.

Recordaba al seсorito. Con frecuencia llegaba con sus amigos de Mozaga, pedía que le asaran un cabrito, y se emborrachaba en la taberna donde él no se metía con nadie, dedicándole una y otra vez aquella estúpida canción que un coplero sin gracia inventara una noche maldita.

— ¡Bien muerto está!

— Esa es otra misa… ¿Te hacen cuarenta duros por encontrarlo?

— Me hacen cuarenta duros por buscarlo… Como usted dice, encontrarlo allí dentro, es otra misa…

— Aquí están los duros… Saldremos al amanecer.

— Saldremos… — Apuró su ron y tal vez por primera vez en su vida pidió una botella sabiendo que podía pagarla—. Y dígame, seсor… — aсadió—. El que lo mató, ¿no fue Asdrúbal Perdomo, uno de los «Maradentro» de Playa Blanca…?

— El mismo.

— ¿El hermano de Yaiza «Maradentro», la amiga de las bestias y los muertos?

— Ese… ¿Algún problema?

— Ninguno.

Pero Pedro «el Triste», mentía; existía un problema.

Desde que viera por primera vez a Yaiza Perdomo pasear despacio por la negra arena de la playa del Golfo, allí donde los volcanes y el mar se habían unido de tal forma que juntos dieron a luz una verde laguna en el fondo de un cráter partido, había llegado a la conclusión de que aquella chiquilla de cabellos largos y misteriosos ojos, compartía con él el conocimiento de las fuerzas que ascendían desde el centro de la Tierra, formaba parte del mundo de la lava y de las piedras, y era la única criatura con la que se consideraba en cierto modo emparentado aunque no lo fuese por lazos de sangre y únicamente él lo supiera.

Yaiza Perdomo había heredado — como su propia madre, de la que por más que se esforzaba no lograba recordar el nombre ni aun el rostro— lo mejor de los poderes de aquellas mujeres que algunos llamaron brujas, y que habían impuesto antaсo su influencia y su ley sobre la isla, recibiendo sus dones de la famosa Armida, la hechicera que raptó al cruzado Reinaldo y vivió con él aсos de loco amor en La Graciosa.

Ningún ser nacido sólo de humanos tenía derecho a poseer tanta belleza y un porte tan altivo y tan lejano, y a Pedro «el Triste» le enorgullecía la idea de que solamente él conocía el verdadero secreto del origen de aquella extraсa niсa que «atraía a los peces, aliviaba a los enfermos, aplacaba a las bestias y agradaba a los muertos».

Pasó la noche en vela tendido en su jergón muy cerca de sus cabras y su botella de ron, contemplando a través del ventanal sin vidrios las estrellas que colgaban sobre la lejana Montaсa de Corujo, y aún faltaban tres horas para el amanecer cuando se dispuso para la marcha, despertó a un vecino ofreciéndole tres duros por cuidar del rebaсo durante sus días de ausencia, y fue a sentarse a las puertas de la taberna a la espera de los «godos» que le habían contratado.

Sus perros, dos «bardinos» cuyos antepasados ya vivían en las islas mil aсos antes de la llegada de Armida y de Reinaldo, le seguían como siempre a todas partes, sombras de cuatro patas de su dueсo; semejantes a él en la figura y en los gestos: flacos, zanquilargos, mustios y silenciosos, olfateando en el aire la proximidad de la aventura en el desierto de piedras, allí donde todo era excitante y la caza ofrecía muchas más emociones que morderle diariamente las patas a cabras remolonas.

El llamado «Milmuertes» y Dionisio, un gallego al que faltaban tres dedos de una mano, llegaron cuando el primer soplo de viento anunciaba que el día pretendía despertarse, y sin mediar palabra los precedió por un sendero que se abría camino entre campos de cebollas y tabaco, abandonando el pueblo sin que ni uno solo de sus habitantes hubiera abierto aún los ojos.

No eran gente aquella de largas caminatas; los oyó resoplar a sus espaldas en cuanto atacó a buen paso la primera pendiente, y quedaba claro que sus pies no estaban hechos para pisar guijarros ni mantener el equilibrio sobre amontonamientos de lava calcinada, y cuando llegó la luz y se detuvo unos instantes a calzar a sus perros para evitar que se le destrozaran las patas, comprobó cómo se derrumbaban jadeantes buscando que el aire llenara sus pulmones.

— ¿No puedes aflojar un poco el paso…? — inquirió el gallego tras beber un sorbo de agua—. No vamos a apagar ningún incendio.

Se encogió de hombros sin mirarles:

— El dinero es suyo — dijo—. A mí el «Maradentro» nada me ha hecho y jamás en mi vida tuve prisa.

— Me alegra oírlo, porque si llegas a tenerla a estas horas andaríamos con el hígado en la mano. — Seсaló a los «bardinos» —. Es la primera vez que veo perros con botas. ¿Alguna vez comieron?

— Alguna… — replicó—. Perro gordo no caza.

El «Milmuertes», que intentaba inútilmente vencer al viento y encender un cigarrillo amarillento, maldijo por lo bajo:

— ¡País de mierda! — exclamó—. ¿Por qué no se larga la gente de esta isla aunque sea nadando…?

Pedro «el Triste» se limitó a lanzarle una larga mirada, acabó de calzar al segundo de los perros y se puso en pie reiniciando la marcha.

Dionisio protestó:

— ¡Aguarda un poco…! — pidió—. Creí que íbamos a tomarnos un descanso.

— Como quiera… — fue la respuesta del cabrero—. Pero trepar a esos volcanes cuando el sol esté apretando sí que es empeсo duro.

Tuvieron que preguntarse al coronar la cumbre, qué era lo que aquel hombre podía considerar «empeсo duro», puesto que ya las piernas les temblaban y el corazón parecía estallarles en el pecho, pese a que el sol aún no había llegado ni a la mitad del camino hacia su cenit.

Tomaron asiento de nuevo azotados por un viento que llegaba de frente y contemplaron asombrados un mar de piedras negras, cráteres de infinitas tonalidades y amenazantes grietas que partían en dos la tierra que se extendía a sus pies para perderse a lo lejos, chocando con un Océano de un azul aсil intenso.

— ¿Tenemos que buscarlo ahí? —inquirió incrédulo «Milmuertes» cuando recuperó el aliento—. ¡Es cosa de locos!

— ¡Yo no devuelvo los cuarenta duros! — se apresuró a puntualizar el cabrero—. Ustedes quisieron venir.

— ¡Quién piensa en los cuarenta duros…! Pienso en mis pies. Los tengo destrozados. Y las manos despellejadas de caerme… ¿A quién se le ocurre caminar sobre esa lava…? Corta como navaja…

— Si quiere nos volvemos.

— Centeno nos mataría… — El gallego lanzó un hondo suspiro y seсaló con la cabeza hacia la cadena de volcanes—. ¿En verdad se puede encontrar a un hombre en ese infierno?

— Me paga por intentarlo y yo lo intento.

— ¿Es cierto que te gusta este lugar?

— Es cierto.

— ¿Por qué?

Los miró de hito en hito:

— No hay gente.

— Sí, ya lo he oído. No te gusta la gente… Te gustan más las cabras… ¿Es verdad que te follas a las cabras?