Por primera vez en su vida «Milmuertes» se arrepintió en el acto de haber dicho algo molesto, pues aunque aparentemente Pedro «el Triste» no reaccionó a su pregunta, descubrió un brillo en sus ojos que le hizo comprender que acababa de ganarse un enemigo.
El cabrero se limitó a permanecer unos instantes quieto y en silencio, contemplando un paisaje que le fascinaba y constituía una parte muy importante de su vida, y al fin se puso en pie e inició el difícil descenso sin preocuparse de si los otros le seguían.
La pregunta que le había hecho el «godo» la venía escuchando desde hacía veinte aсos, y era una cuestión a la que jamás había querido responder. Su mujer, aquella gorda desdentada que le había perseguido durante meses para que se casaran y poder escapar así de pasarse el día cargando sacos en el molino de su padre, le había contado a todo el mundo que él prefería las cabras, y que ni siquiera había sido capaz de hacerle el amor decentemente en su noche de bodas.
Lo que no había contado la cerda sudorosa, era que aquella noche se había empeсado en apagar todas las luces alegando vergьenza, acostándose boca arriba sobre un gigantesco colchón de hojas de maíz recubierto de sábanas y mantas, y enfundada en un camisón que sin duda se había confeccionado con viejos sacos de harina.
Entre tinieblas, Pedro «el Triste» trató de recordar cuanto había aprendido en la vida sobre aquel momento, evocando las posturas de las cabras, los perros, las gallinas, los camellos e incluso los escarabajos, pero por más que rebuscó en su memoria no pudo encontrar ninguna situación que él conociera que se pareciese en absoluto a la confusión de sábanas, mantas, camisón, colchones que crujían y hembra colocada al revés de como marcaba la lógica, y por mucho que se esforzó para que la gorda se girara poniéndose de rodillas ante él, cuanto consiguió fueron insultos y protestas:
— ¡No soy ninguna perra…! — había exclamado furiosa—. Quiero hacerlo como lo hacen las personas.
Pero, ¿cómo lo hacían las personas?
Ella tampoco lo sabía, y cuando pretendió que le aferrara la verga y se la condujera hacia el lugar correcto, ella la soltó de inmediato como si se tratara de una serpiente que quisiera morderle.
— ¡Cerdo…! ¡Yo soy una mujer decente!
Lo intentó de nuevo con más tacto, pero antes de que lograra llegar a su destino abriéndose paso entre tanta ropa, tanto sudor y tanta carne fofa, se escuchó un alarido y la mujer saltó de la cama y escapó hacia la habitación vecina donde dormían las cabras.
— ¡Guarro…! ¡Más que guarro…! — exclamó—. ¡Mira lo que has hecho…! Me has puesto perdido el camisón…
No. No había sido en absoluto una noche de bodas, teniendo en cuenta sobre todo que al poco rato llegaron los borrachos del pueblo a cantar su serenata agitando cencerros.
A la noche siguiente las cosas empeoraron porque iba ya con el miedo en el cuerpo, y no sólo fueron insultos lo que recibió, sino algún que otro golpe, y resultó por completo inútil e incluso contraproducente que tratara de explicarle a la gorda que todo resultaría más lógico y sencillo si hacían las cosas tal como lo hacían los animales, porque cuanto nuevamente obtuvo fue que le gritara a voz en cuello que si le gustaba hacer las cosas como las cabras las hiciera con las cabras y no con una mujer temerosa de Dios.
Por qué habría decidido Dios que los humanos tuvieran la obligación de hacer el amor en una determinada postura, a oscuras, y atosigados por sábanas y camisones, y el resto de las criaturas en la postura opuesta, al aire libre, de día, y sin problemas, era algo que se escapaba por completo al entendimiento del cabrero de Tinajo, pero lo cierto fue que a causa de tal discriminación su matrimonio y su vida sexual se fueron a pique definitivamente, y cuando la gorda se marchó de casa contando que él prefería a una cabra, no se sintió con ánimos para explicar que, aun en el caso de que así fuera, lo antinatural no hubiera sido nunca ponerse de rodillas detrás de una cabra, sino luchar con tantas dificultades para conseguir llegar al interior de una mujer.
Y al fin y al cabo, tampoco le apetecía gran cosa tener que librar cada noche semejante batalla, aguantar ronquidos y un constante parloteo, por lo que llegó a la conclusión de que resultaba mucho más fácil soportar la fama de «follador de cabras» que convertirse en marido fastidiado por el resto de sus días.
Anduvo por lo tanto a largas zancadas y en silencio silbándole a los perros para que no perdieran tiempo y energías buscando el rastro de un conejo o una perdiz, y tan sólo cuando advirtió que el sol caía a plomo amenazando con derribar de un colapso al gallego Dionisio, duscó la sombra de un saliente de roca desde el que la lava derretida había formado al caer negras estalactitas retorcidas que semejaban gigantescos lagrimones petrificados.
Mientras sus acompaсantes recuperaban el resuello, derrengados y sudorosos, derrotados por el calor y la fatiga, abrió su zurrón, lo medió de gofio, le aсadió unos pequeсos trozos de un queso fuerte y muy curado, y sin más que un chorro de agua comenzó a amasarlo amorosamente sobre su muslo derecho.
Dionisio y el «Milmuertes» le observaban:
— ¿Esa es toda tu comida?
Seсaló con la cabeza a los «bardinos»:
— Y la de los perros… Si no les dejo cazar, tengo que alimentarlos. Hoy han caminado bien…
— No me extraсa que estén flacos… — admitió el gallego—. Se diría que se alimentan del aire, y lo que sobra en esta puta tierra es aire…
De sus mochilas habían comenzado a sacar grandes pedazos de pan, queso, chorizos y latas de conserva, y de entre todo ello surgió un enorme y niquelado revólver que el «Milmuertes» dejó sobre una piedra.
Pedro «el Triste» se detuvo en su tarea de sobar el zurrón y seсaló con un ademán de cabeza el arma:
— ¿Van a matar al muchacho?
El otro rió divertido:
— Si te parece le pediremos un autógrafo y le rogaremos que nos acompaсe a Mozaga porque don Matías quiere felicitarle…
El cabrero permaneció unos instantes silencioso y al fin, reanudando su tarea, inquirió como de pasada:
— A usted le llaman «Milmuertes», ¿verdad?
— Eso ya lo sabes… ¿Por qué?
— Porque imagino que lo mismo le daría que le llamaran «Miluna», que «Mildós»…
Los dos hombres se miraron frunciendo el ceсo, y le dedicaron toda su atención:
— ¿Qué has querido decir con eso…? — inquirió el gallego.
— Nada… — fue la esquiva respuesta—. Cosas mías… ¿Conocen a Yaiza, la hermana de Asdrúbal…?
— ¡No como yo quisiera!.. — rió groseramente el «Milmuertes»—. Esa niсa tiene el «polvo» más salvaje que he visto en mi vida, y te garantizo que no me voy de la isla sin echárselo…
— Tendrás que ponerte en cola… — puntualizó Dionisio—. Esa es una idea que tenemos todos, y me da la impresión que Centeno ya se apuntó el primero… Y es el jefe.
— ¿Te imaginas llevarte a esa chiquilla a la ciudad y ponerla a trabajar…? ¡Cola tendría, y con ese cuerpo y esa cara, podría hacer más de treinta «servicios» diarios…! ¡Una mina en el cono tiene la hija de la gran puta…!
— Aurelia Perdomo no es ninguna puta… — comentó suavemente Pedro «el Triste»—. Todo el mundo sabe que es muy seria y muy buena persona… — El tono de su voz cambió ahora, enronqueciéndose—. Y Yaiza no nació para puta… Tiene el «DON».
Le miraron levemente burlones y expectantes, aguardando que se explicara como si estuvieran tratando con un niсo, un loco, o un borracho.
El cabrero comprobó que la masa del zurrón se había convertido en una pasta compacta que no se pegaba a las paredes, y la extrajo mientras aсadía sin mirarles: