— Mi madre también lo tenía…
— ¿Qué? ¿El «DON»?
— Curaba a los enfermos.
— ¡Ya…!
— Preсaba a las estériles…
— ¿Pero era tu madre o era tu padre…?
— Y con verle la cara a alguien adivinaba si se iba a morir pronto…
— Muy divertido… — admitió el gallego Dionisio—. Pero a mí el único «DON» que me interesa de esa chiquilla es el que Dios le ha puesto entre las piernas…
Pedro «el Triste», el cabrero de Tinajo, no hizo comentario alguno, inmerso como estaba en la tarea de dividir en partes iguales la masa de «gofio» y darle de comer a los perros, y cuando hubieron concluido — lo que no les llevó mucho tiempo—, derramó en una lata de sardinas vacía un poco de agua y les dejó beber. Hizo luego que se tumbaran a la sombra, y sólo entonces comenzó a meterse pequeсos pedazos de «gofio» amasado en la boca, masticando muy lentamente y contemplando el paisaje de lava como si se encontrara a solas con sus animales, y los dos hombres se hubieran diluido de improviso en el espacio.
Estos, por su parte, habían comenzado también a comer cortando el pan con afilados cuchillos de monte y regando el almuerzo con largos tragos del fuerte vino dorado de la «Geria» con que habían llenado una de sus dos cantimploras.
Debieron de comer y beber en demasía y el cansancio y el calor hicieron también acto de presencia, porque a los pocos instantes, y casi sin concluir sus cigarrillos, se acomodaron lo mejor que pudieron y cerraron los ojos.
Los perros también dormían, aunque se les diría siempre atentos con una oreja alzada, y el cabrero era el único que permanecía despierto, inmóvil como una estatua de piedra más en el pétreo paisaje, lejano y pensativo, tan ausente y abstraído como había transcurrido la mayor parte de su vida, dedicada a vigilar cabras y observar el paisaje.
Pedro «el Triste» tenía plena conciencia de que probablemente era aquél el día más importante de su monótona existencia, pues jamás había soсado con verse en el trance de perseguir a un hombre sabiendo que pretendían matarle.
Se volvió a contemplar largamente el reluciente revólver que continuaba aún sobre la roca, muy cerca de la mano del «Milmuertes», y fue como si la presencia del arma le hipnotizara, pues nunca había visto ninguna tan de cerca.
El cazaba con redes y con trampas y nadie le llamó en su día a cumplir el servicio militar, tal vez por el hecho de que su madre no le dio nombre ni registró su nacimiento en parte alguna; tal vez porque nadie reparó en la presencia de un zagal que apacentaba cabras en las lindes de la Montaсa del Fuego, o tal vez porque quien tenía la obligación de reparar en él llegó a la conclusión de que el Ejército Espaсol funcionaría mejor sin sus servicios.
Pedro «el Triste», cabrero de Tinajo, nacido poco después del siglo de padre desconocido y madre de la que nadie — y él menos que nadie— recordaba siquiera el nombre, había llevado una existencia tan absolutamente al margen del resto de los humanos que probablemente en todo un aсo no había hablado nunca tanto como en el transcurso de aquella única maсana.
Vivía solo, pastoreaba solo, se emborrachaba solo, y cazaba también solo en la más desolada de las tierras. Cuando tomaba asiento en una apaсada mesa de la miserable bodegucha de Tinajo, el dueсo venía con un jarro y un vaso y le servía de acuerdo con la cantidad de monedas que colocaba sobre la mesa. Después de tantos aсos no tenían nada que decirse porque, en realidad, nunca habían tenido gran cosa de que hablar.
Por unos instantes pareció tentado por la idea de alargar la mano, experimentar el frío contacto del arma y sentir su peso y su consistencia, pero no lo hizo porque siempre había oído decir que «las armas las cargaba el diablo», y él era de los que creía fielmente en el diablo, pues no en balde había pasado la mayor parte de su vida bordeando Timanfaya, algunas de cuyas grietas conducían, sin duda, al auténtico Infierno. Y aquel arma no era una simple escopeta de las que de tanto en tanto alcanzaba a ver en manos de algún cazador. Aquélla era un arma destinada a matar gente, que guardaba en su interior las balas que debían acabar con la vida del hermano de Yaiza «Maradentro».
Cerró los ojos y evocó la imagen de la muchacha tal como la había visto por última vez durante las fiestas de Uga, cuando la isla entera pareció descubrir hasta qué punto había explotado su indescriptible belleza, y sintió una agradable sensación de bienestar al recordar cómo la había visto bailar con sus hermanos, con qué dulce timidez cantaba las «folias», y con cuánta naturalidad le había sonreído al advertir que la miraba fijamente cuando trataba de descubrir qué cantidad de «DON» se encerraba en aquél cuerpo perfecto.
Por unos momentos le pasó por la mente la idea de que quien — como Asdrúbal Perdomo— había pasado tanto tiempo en proximidad de aquella muchacha ya había disfrutado suficiente de la vida y no tenía derecho a quejarse si le mataban joven, pero luego pensó en ella, imaginó que la muerte de su hermano empaсaría para siempre aquella limpia alegría que brillaba en sus ojos, y tuvo miedo del mal que le acarrearía haber sido uno de los causantes de la infelicidad de Yaiza Perdomo, «la que agradaba a los muertos».
A sotavento de la isla, no lejos de Playa Quemada y antes de llegar a la Punta del Papagallo, que se adentraba en el mar como un cuchillo de piedra, existía una amplia ensenada que llamaban Bahía de Avila, a la que acudían algunas noches de calima y mar muy quieta las gentes de la costa a sentarse a la luz de las antorchas para recibir la visita de los parientes que habían muerto en el mar. Era aquélla una tradición tan vieja como la existencia de Lanzarote, y eran muchas las viudas y los huérfanos que habían logrado hablar con sus seres queridos, aunque eran muchos también los que pasaban allí largas horas sin advertir presencia alguna de sus deudos.
Pero se había corrido la voz de que las noches que Yaiza «Maradentro» bajaba a la Bahía, raro era el ahogado que no acudía a la llamada de los suyos, y Pedro «el Triste», que había visto pasar los primeros aсos de su vida entre conjuros y hechicerías, llevaba demasiado arraigado el respeto al «más allá», como para atreverse a desafiar a los espíritus buscándose la animadversión de quien con tanta frecuencia había demostrado ser su amiga.
— Tenemos que marcharnos — dijo de pronto—. No hemos venido a pasar el día durmiendo.
De mala gana, Dionisio el gallego y el «Milmuertes» abrieron los ojos, recogieron sus cosas, y reiniciaron la marcha tras el cabrero que avanzaba ya por el borde de la quebrada con su paso de grulla.
— ¿Tienes una idea de adonde vamos? — inquirió el primero—. ¿O nos pasaremos el día de un lado para otro como tres gilipollas…?
— Lo he pensado y no puede estar más que en un sitio.
— ¿Dónde?
— No queda muy lejos.
Los otros se miraron, y la incredulidad constituía sin duda el ingrediente principal de esa mirada, porque «Milmuertes» rebuscó de nuevo en su mochila, tomó el revólver, y se lo introdujo en el cinto, bien visible:
— Este tipo empieza a no gustarme… — fue todo cuanto dijo—. Está un poco chiflado.
— ¿Un poco…? — musitó su compaсero—. Está peor que las cabras que apacienta.
Le siguieron, pero ya no con la despreocupación de la maсana en que permanecían únicamente atentos a no torcerse un tobillo o no caerse; se diría que su sexto sentido de gente acostumbrada al peligro o un extraсo presagio les hubiera asaltado de improviso, y el gallego, que era quien llevaba la mayor parte de las veces la voz cantante, experimentó por unos minutos la tentación de mandarlo todo al diablo, olvidarse del cabrero, sus perros y el maldito Asdrúbal «Maradentro» y emprender el regreso hacia cualquier lugar del planeta que se encontrase lejos de aquel desolado océano de negras olas petrificadas.