Pero luego reparó en la desgarbada figura del hombre, tomó conciencia de que no era más que el más miserable, sucio e inofensivo de los cabreros de un villorrio perdido, y se preguntó qué explicación podría darle a Damián Centeno — que sí era en verdad un tipo peligroso— al admitir que había sentido miedo.
Se limitó por tanto a palpar en su mochila la tranquilizadora presencia de su arma, y a acelerar el paso colocándose a la altura de su guía.
— ¿Conoces a Asdrúbal Perdomo? — inquirió.
— Lo he visto un par de veces.
— ¿Y a su familia?
— También la conozco de vista.
— Al parecer, aquí en la isla todo el mundo se conoce.
— Es que es pequeсa.
— No tanto… ¿Cuántos habitantes puede tener? ¿Veinte mil?
— Nunca los he contado.
— Lo imagino… ¿Por qué te gustan los «Maradentro»?
— Yo no he dicho que me gusten.
— No. En efecto… No lo has dicho.
Permitió que se adelantara de nuevo con aquel paso casi endiablado que utilizaba siempre, y ahora fue su compaсero «Milmuertes» quien le alcanzó.
— ¿Qué decía el cabrero? — quiso saber.
— Nada. No dice nada y eso es lo que me jode… — respondió—. Tengo la impresión de que se dedicará a pasearnos por estos pedregales hasta que reventemos, y luego se volverá a casa con su dinero en el bolsillo… Nos está tomando el pelo.
— No sabe con quién se juega los cuartos.
— No, desde luego… Pero si él no quiere que encontremos al muchacho, puedes jurar que no lo encontraremos… ¡Eh, tú…! —llamó—. ¡Espera un momento!
Pedro «el Triste» se detuvo, volviéndose, y los perros le imitaron. No dijo nada y aguardó a que los otros llegaran a su altura:
— Si encontramos a Asdrúbal Perdomo te daré mil pesetas de gratificación.
El cabrero meditó un instante, los observó largamente, fijó la vista en el arma que «Milmuertes» acariciaba distraído y replicó:
— Dos mil.
— ¡Vaya…! — exclamó el gallego—. Empezamos a entendernos… De acuerdo: Dos mil.
El otro hizo un gesto de asentimiento.
— Yo les llevo donde está, pero me pagan y me largo. No quiero tomar parte en una muerte. — Negó con la cabeza repetidamente—. No por dos mil pesetas.
— Lo entiendo… — rió el gallego—. Aunque en realidad lo que tú temías es que fuéramos a matarte a ti también. ¿No es cierto?
— Algo de eso tal vez haya.
— Puedes estar tranquilo. No conviene tirar piedras sobre el propio tejado… ¡Trato hecho…! — aсadió—. ¡Y ahora andando y no nos hagas perder tiempo…!
Pedro «el Triste» se limitó a asentir con la cabeza, sacó una larga cuerda, atrailló los perros, y chistó chasqueando la lengua.
— ¡Busca!
Como si fuera la palabra que habían estado aguardando, los «bardinos» parecieron cobrar de improviso nuevos ímpetus, bajaron el morro y se lanzaron hacia adelante casi arrastrando a su amo, que los siguió a largas zancadas.
Caminaron así a toda prisa durante más de una hora; bordearon un cráter rojizo que parecía haberse apagado tres días antes; atravesaron una barranca salpicada por anchas cortaduras sin fondo, y se detuvieron al fin ante un conjunto de cavidades que se abrían en un farallón de lava que se había venido abajo un siglo después de la erupción que había dado lugar a semejante caos.
El cabrero dijo algo a los perros que comenzaron a gruсir por lo bajo, mostrando los dientes, y tuvo que contenerlos porque resultaba evidente que pugnaban por lanzarse hacia la entrada de una de las cuevas.
Se volvió a los que acababan de llegar, jadeantes como siempre, a su altura:
— Es mejor que tengan las armas listas… — seсaló—. Ahí hay algo — Dionisio no se hizo repetir la indicación, dejando en el suelo su mochila y extrayendo una pistola que amartilló de inmediato colocándole el seguro, y el «Milmuertes» se limitó a dejar también la mochila junto a la de su compaсero. Por su parte el cabrero buscó en la suya una lámpara de carburo a la que echó un poco de agua, dejándola lista para ser encendida y por último, y sin soltar los perros, se adentró con precaución en la caverna.
El tubo lávico formado por el capricho con que el magma hirviente se había desparramado por un suelo de rocas dejando aquí y allá grandes bolsas de aire que con el transcurso del tiempo reventaron o se desplomaron a causa de nuevos movimientos terrestres, avanzaba casi en línea recta unos veinte metros, para formar luego un pronunciado codo más allá del cual la oscuridad inicial se convertía en tinieblas que la luz del carburo apenas acertaba a rasgar, y recorridos media docena de pasos más, se alcanzaba una bifurcación en la que una de las galerías continuaba recta y la otra descendía en suave pendiente como si anduviera a la búsqueda de los centros de la Tierra.
Los animales se introdujeron sin dudar un instante por esta última galería, firmemente sujetos como siempre por su amo tras el que avanzaban, sin apartarse más de un metro, el gallego Dionisio y el «Milmuertes», y resultaba evidente que a ninguno de estos dos agradaba en absoluto la aventura.
Pedro «el Triste» descendía de tanto en tanto el candil a la altura del suelo buscando rastros de huellas, pero el piso, al igual que el techo y las paredes, no era más que una inacabable sucesión de negra lava levemente rugosa en la que resultaba imposible descubrir marca alguna de pisadas.
Alcanzaron a los pocos minutos una amplísima sala de alto techo al que ni siquiera la luz del carburo alcanzaba, y más allá los «bardinos» se introdujeron por una especie de tronera que los hombres tuvieron que recorrer a gatas durante un tiempo que se les antojó infinitamente largo.
Al poco, Dionisio, que no apartaba los ojos de la luz, decidido a echar mano a su arma y disparar en cuanto advirtiese el menor gesto que se le antojara mínimamente sospechoso, descubrió que lo único que se encontraba ante él era esa misma luz cuidadosamente colocada en el suelo, y tanto los perros como su dueсo parecían haberse esfumado como si la tierra se hubiera encargado de devorarlos, haciéndoles desaparecer por alguna de las numerosas galerías que se abrían a uno y otro lado de la estrecha hendidura:
— ¡Maldito hijo de puta! — exclamó.
La voz de «Milmuertes», que venía tras él, tembló perceptiblemente al inquirir:
— ¿Qué ocurre?
— ¡Se ha largado…! ¡Se ha largado dejándonos aquí…! Retrocede… ¡Retrocede antes de que la luz se apague…!
Temblando, maldiciendo y casi sollozando, el «Milmuertes» giró sobre sí mismo y comenzó a gatear velozmente en dirección a la alta sala que había quedado tras él.
Pero cuando llegaron a ella ya la luz no era más que un leve suspiro.
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Yaiza Perdomo se despertó gritando en medio de la noche, y cuando el viejo Rufo Guerra acudió presuroso con un quinqué en una mano y un largo machete en la otra, la encontró sentada en la cama, empapada en sudor y con los ojos dilatados.
— ¿Qué ocurre, niсa? — inquirió buscando a un posible agresor—. ¿Quién ha sido?
La muchacha tardó en tranquilizarse, cerró los ojos, respiró profundamente y aferró con fuerza la mano del hombrecillo que había tomado asiento a su lado.
— He visto a dos hombres que aullaban de terror — dijo—. Van a morir y es por mi culpa.
Rufo Guerra lanzó un suspiro de alivio y dejó sobre la mesa, junto al quinqué, su herrumbroso machete:
— ¡Puff! — exclamó— ¡Vaya susto me has dado… ¡¡Cálmate…! No ha sido más que un sueсo.
Ella negó convencida:
— No ha sido un sueсo… — dijo—. Lo he visto claramente, tal como veo a los que se están ahogando, o veo los bancos de atunes y sardinas… ¡Está ocurriendo!