— ¡Tonterías…! — protestó el viejo—. Te tienen asustada con todas esas historias que te han inculcado desde niсa… ¿Cómo es posible que con una madre tan culta puedas creer en supersticiones de viejas de pueblo? Nunca debiste escucharlas…
— ¿Qué culpa tengo si los que agonizan vienen a contarme que se están muriendo? Yo no les llamo.
Rufo Guerra hubiera deseado encontrar argumentos con los que demostrar a la chiquilla que aquello resultaba ridículo, pero no podía olvidar que la había visto nacer y había sido testigo, como la mayoría de los habitantes del pueblo, de la casi absoluta precisión con que se cumplían sus predicciones. Muchos duros había ganado saliendo a la pesca cuando Yaiza pronosticaba que llegaban los cardúmenes, y muchas horas había perdido también — aunque nunca se atreviera a confesarlo— buscando en los libros una explicación lógica a semejantes fenómenos.
— ¿Quiénes eran? — inquirió al fin.
— No he visto sus rostros — replicó—. Estaba muy oscuro, y lo que les aterrorizaba era esa misma oscuridad. Pero tuve la impresión de que se trataba de dos de los hombres que llegaron al pueblo.
— Por lo que me has contado de ellos no creo que la oscuridad pueda asustarles. ¿Por qué gritaban?
— Van a morir.
— ¿Estás segura?
— Completamente. Y unos perros ladraban.
— ¿Perros…? ¿Qué perros?
— Perros… No podía verlos. Únicamente los oía.
— ¿Quién tiene perros en el pueblo?
— Usted sabe que hay muchos perros en el pueblo… Casi más perros que gente.
— Sí, eso es cierto, demonios… — Agitó la cabeza en un ademán de impotencia—. Bueno, ya todo ha pasado… Olvídalo y duerme.
Yaiza negó convencida:
— En cuanto cierre los ojos aparecerán de nuevo… Ocurre siempre. No quiero dormir más esta noche.
— ¡Pero si aún faltan dos horas para que amanezca…! — protestó Rufo Guerra.
— Trataré de leer si no le importa que gaste petróleo, o saldré a dar un paseo por el campo… Cuando ocurren estas cosas mi madre se queda contándome historias… Es la mejor forma de calmarme.
— ¿Contarte historias…? ¡Rayos…! Nadie puede contar historias a estas horas de la noche… Ni siquiera Maestro Julián, que es el tipo más novelero y fantasioso que conozco… — Hizo una pausa y cambiando bruscamente de tono inquirió—: ¿Qué tipo de historias te gustan?
— ¡Oh, no! — protestó Yaiza—. No quiero que se pase el resto de la noche en vela por mi culpa… Vayase a dormir.
El viejo negó convencido:
— Tu padre me mataría si te dejara en un momento como éste… Te confió a mí y debo protegerte incluso contra tus propios sueсos… ¿Te gustan las historias de amor?
— Me gustan las de aventuras… Aventuras en el mar… El Pirata Negro, Sandokán y todo eso… ¿Ha leído a Salgari?
— No. A Salgari debe de ser al único escritor que no he leído en mi vida. Pero me gusta mucho Julio Verne. Sobre todo las aventuras del capitán Nemo… — Sorbió por la nariz con gesto brusco—. ¡Diablos! La verdad es que si me hubieran dado a elegir en esta vida lo que más me hubiera gustado es ser capitán Nemo… ¡Sabía de todo!
— Pero era muy desgraciado… Le habían matado a la familia.
— Yo eso nunca podré entenderlo… No he tenido familia… Sólo mi hermano y una tía loca. Adoraba a mi hermano y siempre lo cuidé como a un hijo. Tu padre le salvó una vez de morir ahogado… Luego se fue a América y nunca escribió… ¿Te imaginas? Yo hubiera dado la vida por él, y no fue capaz de escribirme ni una sola línea en treinta aсos…
— Tal vez no pudo hacerlo. Tal vez murió.
— Eso no me consuela. Prefiero pensar que es un mal hermano, pero al menos está vivo… Así tal vez un día me escriba.
— Si se fue a hacer fortuna y no lo consiguió, le daría vergьenza admitirlo.
— ¿Ante su propio hermano…? No todos los que se van a América logran hacer fortuna… De lo contrarío aquí no quedaría nadie… Le hubiera bastado volver y compartir lo que tengo… Esta casa y el huerto sobran para los dos… — Se había recostado en la pared a los pies de la cama, abrazándose las rodillas y observando fijamente a la muchacha—. Pero no hablemos de mí —dijo—. Me he acostumbrado a que los libros sean mi única compaсía y no necesito a nadie… Ahora quiero saber cosas de ti… Siempre me intrigó ese poder que tienes para saber las cosas anticipadamente… ¿Estás segura de que esos hombres han muerto?
Yaiza se encogió de hombros:
— Aún no — admitió—. Pero van a morir y lo saben. Y me culpan por ello…
— ¿Y tú? ¿Te sientes culpable?
— Maestro Julián asegura que morirán muchos hombres por mi causa.
— ¿Eso te inquieta…?
— No quiero hacer daсo. Quiero seguir como hasta ahora, y que no me miren ni me molesten.
— A la mayoría de las mujeres les halaga que los hombres las miren y les digan que son bonitas.
— A mí no. Supongo que algún día me gustará que un hombre me lo diga, pero aún falta mucho…
Rufo Guerra meditó largo rato sin dejar de mirar a aquella chiquilla a la que se esforzaba en ver como a la hija pequeсa de su mejor amigo; quizá la hija que a él mismo le hubiera gustado tener y con la que no había cruzado nunca, pese a que la había visto nacer, más de media docena de palabras.
— ¿Te gusta el mar…? — inquirió de improviso.
— Sí, claro… Es lo que más me gusta en este mundo.
— Pues imagínate de pronto que el mar no quisiera que nadie le mirara. ¿Resultaría injusto, no crees?
Ella torció la cabeza, le miró de medio lado y sonrió burlona:
— ¡Oh, vamos! — exclamó—. Al mar nadie intenta manosearlo, ni tumbarlo sobre una cama en cuanto se descuida… Me parece precioso que me compare con el mar, pero no me sirve. Si el mar tuviera que oír las cosas que yo escucho, puede estar seguro de que siempre habría tormenta.
El viejo rió divertido:
— Lo imagino… — seсaló hacia afuera—. Levántate — dijo—. Prepararé un buen desayuno, y nos iremos a tomarlo a lo alto del cerro viendo amanecer sobre el mar y el valle… Te garantizo que es un espectáculo inolvidable.
Tenía razón el viejo, y Yaiza recordaría toda su vida cómo salía el sol recortando contra el horizonte la aislada silueta del peсasco del Roque del Este y cómo la sombra del Volcán de la Corona se iba descorriendo sobre el cerrado valle por el que se derramaba. Haría, sin duda el pueblo más hermoso de la isla y uno de los más bellos que pudieran existir en lugar alguno de la Tierra, pues en él se daban cita las altas montaсas, los verdes campos cultivados, la peculiar arquitectura típica lanzaroteсa de muros impecablemente blanqueados y, sobre todo, aquel prodigioso bosque de altísimas palmeras que parecían barrer las nubes con sus copas.
Luego, muy a lo lejos, los manchones de lava y la verde extensión de líquenes y tabaibas del «Malpaís del Corona» morían en unas playas de arena llegada directamente desde el desierto del Sahara, para concluir en un mar de sotavento, azul y calmado como una plancha metálica que reflejase la bóveda del cielo.
Los cernícalos surcaban ya ese cielo, siempre inmóviles, suspendidos en el aire al acecho de un ratón, una lagartija o a una cría de conejo, mientras los primeros pájaros se despertaban en la arboleda, y en el fondo del valle los gallos invitaban al pueblo a levantarse.
Rufo Guerra sirvió café en su vetusto termo de pescador, y comieron queso, uva, higos, y unas redondas galletas que crujían al partirse.
Quien hubiera podido contemplarlos desde cierta distancia, los habría confundido con una pareja de enamorados, porque la muchacha se hallaba tendida sobre la hierba contemplando el paisaje, mientras el viejo la atendía solícito revolviendo incluso el azúcar del café y ofreciéndole grandes trozos de dulce de guayaba.