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Cada bestia transportaba dos grandes barricas, y el ronzal de una iba sujeto al rabo de la que le precedía, mientras un muchacho jalaba nerviosamente de la primera y tres mujeres se encargaban de azotar las ancas de las que remoloneaban, atentas a esquivar sus esporádicos intentos de morderlas o alcanzarlas con una traidora coz.

Era largo y pesado el esfuerzo de casi cuatro horas entre trepar monte arriba, cargar agua y regresar con peligro a cada instante de despeсarse por el precipicio; agotados bajo un sol que pretendía aplastarlos, soportando las ráfagas del fuerte viento que llegaba libre desde miles de kilómetros de distancia a través del mar, y que no tropezaba con obstáculo alguno hasta enfrentarse con aquella cadena de montaсas sobre la que mujeres, muchachos y camellos se esforzaban por abastecer a un pueblo que se moría de sed.

Nadie hablaba — exceptuando las maldiciones a los renuentes animales—, porque todos aceptaban que aquella dura tarea era una más de los trabajos que había enviado Dios a los habitantes de Playa Blanca por haber elegido aferrarse a toda costa a sus hogares y continuar en la bahía solitaria pese a los impedimentos que la Naturaleza se había empeсado en imponerles.

Desde hacía cinco aсos un renqueante camión había tomado el relevo de las bestias y bajaba el agua desde Arrecife a través del infernal camino de piedras del Rubicón, pero los lugareсos estaban acostumbrados desde siempre a que por una u otra razón dejara de acudir, y cuando los aljibes se encontraban vacíos y no quedaba en el pueblo agua ni para sancochar decentemente un «cherne», las mujeres enjaezaban de nuevo los camellos y a palos los obligaban a encarar una vez más la ascensión hacia Femés.

La utilización de esos camellos había constituido desde antiguo una de las claves de la supervivencia en la isla, pues ningún otro animal hubiera soportado el calor y el esfuerzo con tan magra alimentación y tan escasas raciones de agua.

Los dromedarios habían reemplazado a los mulos, asnos y caballos como bestias de carga a la hora de tirar del arado o trillar el grano en las eras, y contribuían a conferir al desolado paisaje salpicado de blancas viviendas y aisladas palmeras, aquel aire africano que hacía pensar que Lanzarote no era más que un pedazo de desierto que se hubiera desgajado miles de aсos atrás del Continente.

Acomodado a la sombra en la azotea, y observando a través de su inseparable catalejo dorado la caravana que descendía sin prisas por la montaсa, Damián Centeno evocaba sus largos aсos de estancia en Marruecos, trataba de buscar rasgos que diferenciasen a aquellas sufridas mujeres, enfundadas en negros vestidos y cubiertas con anchos sombreros de paja de las beduinas de jaique azul o las beréberes de las montaсas del Atlas, y se veía en la obligación de admitir — una vez más— que estaba tropezando con gente demasiado sufrida y correosa, habituada por tradición de siglos a una vida tan dura e inclemente, que estaba convirtiendo en inútiles todos sus esfuerzos por dificultársela aún más.

Ni las amenazas ni los hechos parecían ejercer presión alguna sobre los habitantes de Playa Blanca, y comenzaba a perder la paciencia ante su obsesiva inmutabilidad, consciente de que si durante siglos habían resistido al viento, la sed, la soledad y el hambre, con idéntica resignación soportarían su presencia, que no constituía más que uno de los tantos accidentes de su durísima existencia.

Hacía ya una semana que nada ocurría en el pueblo, en el que se diría que cada familia se había refugiado en su casa a esperar el transcurso de los acontecimientos, cerrada la taberna y con la mayoría de las barcas ancladas a cincuenta metros de la costa, como si Playa Blanca hubiera muerto, con las únicas excepciones de las caravanas de camellos que traían el agua, el leve movimiento de los pescadores que zarpaban al amanecer, y un constante atisbar por las rendijas de las ventanas, como si cada hombre, cada mujer y cada niсo — que ya no jugaban en la playa— abrigara la absoluta seguridad de que los forasteros acabarían por hastiarse.

Y hacía ya tres días que no tenían noticias de Dionisio y el «Milmuertes», a los que había enviado al temido «Infierno de Timanfaya», y Damián Centeno, que conocía bien a sus hombres, sabía que comenzaban a sentirse inquietos, la situación ya no les divertía como en un principio, y empezaban a cansarse de jugar a las cartas, tomar el sol sobre la arena, baсarse, o pescar en las rocas.

Era gente de acción la suya, acostumbrada a la pendencia, el vino, la juerga, el ruido y las mujeres, por lo que el silencio y la calma del lugar les enervaba, y en más de una ocasión se había visto en la obligación de intervenir imponiendo su autoridad para zanjar una disputa.

Una maсana, Paco, un gitano de Almanzora con el que siempre había contado en los momentos difíciles, se levantó con el pie izquierdo, olfateó el ambiente, comentó que aquel lugar tenía «malfario», y cargando con su pequeсa maleta de cartón se encaminó a la puerta.

— ¿Por qué?

— Porque yo antes que legionario fui banderillero, de la cuadrilla de Rafael, «el Gallo», y de él aprendí sólo una cosa: «Cuando una voz te grite dentro que no te pongas delante de un toro, no te metas en un negocio, o no te folies a una mujer, hazle caso y sal corriendo. Toros, negocios y mujeres hay muchos, pero a ti nadie va a repetirte…»

— ¿Y qué es lo que te asusta? — quiso saber Damián Centeno—. ^Cuatro piojosos pescadores…?

— No, y usted lo sabe… Yo, o me asusto solo, o no me asusta nadie… — replicó el gitano—. Y esta vez me asusté solo… En esta isla hay «algo». Algo que está por encima de usted, de mí y de todos nosotros… Algo que está incluso por encima de don Matías Quintero aunque se crea importante… Si supiera qué es, lo diría, pero tan sólo lo presiento y con eso me basta… ¡Adiós, sargento! — aсadió—. Nada me debe, ni le debo nada, y en compensación por haberse acordado de mí voy a darle un consejo:,Olvide este negocio!

Se alejó sin prisas, consciente de que era largo el camino, indiferente a sus compaсeros que le observaban desde el umbral de la casa, y a las mujeres y niсos que atisbaban por las rendijas de puertas y ventanas, con el pausado paso del torero que soporta la vergьenza de una bronca en una plaza repleta de un público que le grita indignado por la propia aceptación, sin reparos, de su innegable cobardía.

— ¡Bien! — admitió Justo Garriga mientras observaba cómo se iba empequeсeciendo en la distancia—. Ya no somos más que la mitad. Quedamos tres, y el pueblo continúa igual.

— Contándome a mí, quedamos cuatro… — puntualizó, puntilloso, Damián Centeno—. Y Dionisio y el «Milmuertes» volverán pronto.

— Lo dudo. — Se observaron fijamente, y había casi rencor en la mirada por parte de Centeno.

— ¿A qué viene esa duda…?

— Paco me lo dijo antes de irse: «Esos no vuelven y yo me largo.» Y le creí, porque es la primera vez en mi vida que veo asustado a ese gitano del demonio… Por ahí andan diciendo que la chiquilla es medio bruja, y eso impresiona.

— ¡Mierda! Todo eso es mierda y monsergas de vieja a las que se aferran los cagados cuando no encuentran otra disculpa… Lo más probable es que «Milmuertes» y el gallego hayan localizado al pájaro y estén tratando de darle caza… Tal vez incluso se lo hayan cargado ya… ¿Cómo podemos saberlo? Aquí no hay teléfono, ni en Timanfaya tampoco… ¡Maldita sea…! Un simple retraso y ya estáis temblando.

— Yo no tiemblo y usted lo sabe… No me importa lo que le haya ocurrido a esos dos… Vine aquí a realizar un trabajo y haré lo que me mande… Pero no puede impedir que diga lo que pienso. Conozco al «Milmuertes» hace ya quince aсos… Se supone que está a poco menos de treinta kilómetros de aquí, y me sorprende mucho que no haya encontrado la forma de ponerse en contacto con nosotros y decir qué es lo que ocurre.