Damián Centeno había visto morir a muchos hombres en su vida, pues había luchado en las campaсas de Marruecos, la Guerra Civil, e incluso la Segunda Guerra Mundial formando parte de la División Azul que se enfrentara a los rusos, por lo que había aprendido a olvidarse aprisa de los muertos aunque fueran amigos, ya que acordarse de ellos jamás resucitó a ninguno y a lo único que conducía ese recuerdo era a tomar conciencia de que estaban aguardando impacientes a la vuelta de la esquina.
Mil veces había enviado exploradores y patrullas que nunca regresaron, y pronto perdió el hábito de preocuparse por lo que podría haberles ocurrido, pues desaparecer como si se las hubiera tragado la tierra, era probablemente el destino lógico de toda avanzadilla.
Su auténtica furia se desató por tanto al llegar al automóvil, porque descubrió que uno de los neumáticos se había deshinchado, y como esa misma maсana otro de ellos había reventado también en los infernales caminos de la montaсa, carecía ahora de repuesto.
A solas, sabiendo que nadie podía verle, comenzó a patear la rueda y soltar reniegos con toda la intensidad de su peor vocabulario cuartelero, maldiciendo a aquella isla pedregosa y desolada en la que todo parecía ponerse siempre en contra suya, porque Damián Centeno, ex sargento de la Legión, cuatro veces condecorado por su valor y su extraordinaria sangre fría, experimentaba la desagradable sensación de que Lanzarote parecía tener la maldita virtud de destrozarle los nervios ya que no era hombre de mar, ni era aquél su paisaje, ni comprendía a sus gentes.
Sufridos, distantes, callados y absurdamente apegados a una tierra inhóspita, los «conejeros», como se llamaban a sí mismos los lanzaroteсos, se le antojaban en cierto modo seres de otra galaxia que no respondían a los mismos estímulos a que estaba acostumbrado a que respondieran el resto de los mortales.
Ni el dinero, ni las amenazas, ni incluso la violencia le habían servido de nada hasta ese instante y aquella misma madrugada, cuando Justo Garriga regresó con los muchachos de su aventura nocturna con la mujer del pescador, su encogimiento de hombros y su expresión de desencanto le desconcertaron una vez más.
— No hizo nada — le había contado—. Entramos en silencio, la sorprendimos en la cama, y en un principio pataleó y trató de resistirse, pero cuando comprendió que resultaba inútil, se quedó muy quieta, como muerta y aguantó sin protestas… — Hizo una pausa mientras se servía café—. Cuando nos fuimos pensé que iba a gritar como una loca, pero aún no ha rechistado, y mi impresión es que no piensa abrir la boca.
— ¿Le pegaste?
— ¿Para qué? No hizo falta…
Justo Garriga parecía no haber comprendido que no les había enviado a pasar un rato divirtiéndose con una estúpida pueblerina, sino a intentar que todos en Playa Blanca llegaran a la conclusión de que no sólo estaba dispuesto a quemar barcas, apalear pescadores, o interceptar el camión del agua, sino que podría llegar muchísimo más lejos si no obligaban a los Perdomo «Maradentro» a que su hijo Asdrúbal diera la cara.
Mientras caminaba, perdido, sudoroso, muerto de sed y hambriento, en busca de un camino que le condujese a algo que remedase una carretera y le pudiera llevar al fin a algún lugar habitado desde el que llegar a Mozaga, continuaba preguntándose en qué había fallado y cuál debía ser su actitud para conseguir un objetivo que cada día parecía más distante.
El viejo comenzaba a impacientarse y le constaba. Quería resultados y no había sabido ofrecerle nada que pudiera tan siquiera calmarle de momento. Si además le contaba que dos de sus hombres habían desaparecido comenzaría a perder la fe que siempre había depositado en él, y él, Damián Centeno, expulsado de la Legión y a punto de cumplir ya los cincuenta, tenía plena conciencia de que la única oportunidad que se le presentaría en la vida de llegar a ser algo, era conseguir que don Matías Quintero le nombrase heredero de su inmensa fortuna. Una vez muerto Asdrúbal Perdomo el anciano ya no tendría demasiadas razones para seguir viviendo, y sería cuestión de aguardar el momento en que aquel hermoso caserón y los viсedos pasaran a sus manos.
Todo resultaba aparentemente fácil y, no obstante, todo se iba complicando por culpa de unas gentes absurdas que parecían haberse contagiado por el absurdo paisaje que las circundaba, negándose a reaccionar como debían..
Encontró una casa solitaria, pero un perro comenzó a ladrarle sin permitirle aproximarse, y por más que llamó, no acudió nadie que pudiera ofrecerle un vaso de agua o indicarle el rumbo. Quién habría levantado aquella casa allí, en medio de un pedregal inhabitable, y dónde estaba en ese momento el dueсo que la había dejado al cuidado de un perro eran el tipo de preguntas para las que jamás se encontraba respuesta en Lanzarote y el tipo de preguntas que a Damián Centeno le enervaban.
Mientras continuaba su marcha con los pies destrozados de caminar sobre las piedras y la lava, fue llegando al convencimiento de que no le quedaba más remedio que pasar de una vez por todas a la acción y concentrarse en quienes de verdad importaban: los Perdomo «Maradentro».
Si para conseguir que Asdrúbal apareciera tenía que verse en la obligación de matar a todos los Perdomo, uno por uno, no dudaría en hacerlo, porque a lo que no se encontraba en absoluto dispuesto, era a permitir que un grupo de palurdos desbarataran sus planes riéndose en sus barbas.
Media hora después, al doblar un recodo se tropezó de frente con un hombre que cargaba de «picón» los inmensos serones de un camello, y que le indicó que aún le quedaba una hora larga de camino campo a través hasta Mozaga.
— No… — replicó convencido a su pregunta—. Por aquí no encontrará carretera, ni vehículo alguno que pueda transportarle…
— ¿Está seguro?
— He vivido siempre aquí, seсor, y estoy seguro… El camello es la única forma de transporte posible en esta parte de la isla.
Fue por ello por lo que Damián Centeno se vio en la obligación de soportar la humillación de tener que entrar en el pueblo de Mozaga trepado sobre los serones de carga de un estúpido y cansino dromedario, conducido por un paciente «conejero» que sonreía burlonamente torciendo su poblado bigote.
— ¡Aquí le traigo un «cristiano»…! — seсaló divertido el hombre, al obligar al animal a arrodillarse ante la puerta en la que había hecho su aparición Rogelia «el Guirre»—. Andaba perdido y lo traje porque me aseguró que era amigo de tu amo…
Rogelia, que no había apartado su mirada cargada de rencor y desprecio del fatigado jinete, hizo un gesto de asentimiento:
— Agradecida por el favor, «Cho» Anselmo — dijo—. Entre en la cocina, échese un trago de vino y llévese unas rosquillas para sus muchachos… Recién las saqué del horno hace una hora… — Se dirigió luego directamente a Damián—. El amo está en su dormitorio — aсadió—. El médico ha ordenado que nadie le despierte.
— ¿Está enfermo…?
— Abel Perdomo quiso matarlo anoche… Por suerte mi marido oyó los gritos y llegó a tiempo haciéndole escapar.
— ¿Abel Perdomo…? — se asombró el camellero—. ¿El «Maradentro» de Playa Blanca…? ¡Raro se me parece…!
— ¿Por qué…? —replicó agriamente la mujeruca—. ¿Si el hijo mató a su hijo, por qué no puede el padre intentar matar al padre…?
El llamado «Cho» Anselmo pareció captar de inmediato que aquél no era un asunto en el que debía meter las narices, y sin una palabra más se encaminó a la cocina en busca del vaso de vino y las rosquillas prometidas, porque bastantes problemas tenía con tratar de cubrir de «picón» su campo a base de transportar serones desde una montaсa situada a más de quince kilómetros de distancia. Durante los próximos seis meses esa tenía que ser su única preocupación, y el resto era cosa de otros.