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Don Matías Quintero permaneció tan quieto como la muerta, que había quedado recostada en el respaldo, como si durmiera, y aguardó paciente, con el arma descansando sobre la colcha, hasta que entre Roque Luna y Damián Centeno consiguieron hacer saltar la cerradura, penetraron en la estancia como una tromba de resultas del impulso, y quedaron a los pies de la cama contemplando el cadáver de Rogelia.

La indicó con un gesto.

— Enterradla donde nadie pueda encontrarla… — dijo, y luego se dirigió directamente a Roque Luna—. Si hablas de esto juraré que tú la mataste y será tu palabra contra la mía, pero si sabes callar no tendrás que arrepentirte nunca. Si alguien pregunta por ella, di que se largó robándome cuanto había en la casa… Conociéndola, a nadie le sorprenderá… ¿Algún problema?

— Ninguno, don Matías.

El viejo se volvió entonces a Damián Centeno:

— Baja a Playa Blanca — ordenó—. Dile a Abel Perdomo que si dentro de tres días su hijo no se presenta aquí, matarás a su otro hijo, luego a su mujer, y por último a él… — Se interrumpió unos instantes y respiró profundamente, como si le costara un gran esfuerzo hablar y se sintiera terriblemente fatigado—. Dile que me cansé de esperar, que estoy dispuesto a gastar mi último céntimo en acabar con el asesino de mi hijo, y que no me importa terminar en el garrote vil si antes lo he visto muerto… Dile todo eso, Damián, y que sepa que hablo en serio.

Cerró los ojos y pareció dar por terminada la conversación, dispuesto a dejarse vencer por la fatiga.

Damián Centeno y Roque Luna se miraron, comprendieron que nada más tenían que hacer allí y alzando en vilo el pesado sillón, sacaron en volandas el cadáver de Rogelia «el Guirre» del inmenso dormitorio de recargados muebles, en el que había quedado un agrio olor a pólvora, sangre, miedo y muerte.

Damián Centeno regresó al día siguiente a Playa Blanca convencido de que había llegado la hora de enfrentarse de una vez por todas a los Perdomo «Maradentro», pero consciente, también, de que en aquellos momentos, más que nunca, debía actuar con prudencia.

Le habían puesto lo que podía considerarse un ultimátum para acabar con el tema de Asdrúbal, pero sabía que, a partir de la muerte de Rogelia, don Matías Quintero ya no era el antaсo todopoderoso seсor de los viсedos de Mozaga, sino que había pasado a depender, en parte, del silencio de dos nombres.

Y Damián Centeno tenía plena conciencia de cómo valorar su silencio, ya que, al parecer, el de Roque Luna se encontraba garantizado.

Por el cambio de impresiones que mantuvieron durante el tiempo que emplearon en buscar un lugar aislado donde enterrar profundamente el cadáver, Damián Centeno dedujo que el encorvado campesino se encontraba bastante satisfecho con el desarrollo de los acontecimientos y no lamentaba en absoluto el hecho de que su patrón hubiera decidido librarle de una mujer agria y mandona que siempre se había complacido en ofenderle y dominarle:

— Tenía que acabar así… —musitó quedamente cuando la colocaron, muy tiesa, en el fondo del hoyo—. Se lo estaba buscando y se lo advertí, pero no me hizo caso… Tenía demasiada ambición para sus posibles… Soсaba con ser la dueсa de la hacienda… ¡Estaba loca…!

Roque Luna había echado ya sus cuentas y entre lo que había ido araсando aquí y allá y mantenía escondido, y lo que conseguiría sacarle al viejo ahora que tenían un secreto que compartir, no creía que tuviera que volver a romperse el espinazo recomponiendo muros derribados por el viento, e incluso le alcanzaría el dinero para duplicar el número de visitas semanales al prostíbulo de Tahiche.

Él jamás había soсado con ser dueсo de nada, más que de su propio tiempo y su posibilidad de no matarse trabajando, y lo único que deseaba en este mundo era limitarse a «sus posibles» y convencer a los fuertes como don Matías o el peligroso Damián Centeno de que no era más que un hombre tranquilo en el que valía la pena confiar.

Damián Centeno lo había comprendido así, y por lo tanto su principal precaución estribó en tomar buena nota del lugar en que enterraban el cadáver y regresar cuanto antes a Playa Blanca donde Justo Garriga le puso al corriente de los acontecimientos, y le comunicó que aparentemente Manuela Quijano no había dicho una palabra a nadie sobre lo que le había sucedido.

— ¿Dónde está Abel Perdomo?

— No está… —replicó Garriga—. Ni él, ni su hijo, ni el barco… Puede que hayan salido a pescar.

— ¿No estás seguro…?

— ¿Quién está seguro de nada con esta gente…? — protestó el otro—. Nací en Alicante, pero no entiendo mucho de mar ni de pesca… Zarpan de noche, regresan de día y a veces se vuelven a ir a media tarde… Un día para un lado y al otro para el opuesto… ¡Un lío…! — Hizo una pausa, y luego, como sin darle importancia, inquirió—: ¿Qué se sabe de Dionisio y el «Milmuertes»?

— Nada, pero no daría un duro por su pellejo… — Se encogió de hombros—. Puede que me equivoque, pero tengo la impresión de que el cabrero se los cargó.

— ¿Por qué?

— No tengo ni idea… Quizá para robarles; quizá discutieron; quizás era amigo de los «Maradentro»…

— ¿Qué hacemos con sus cosas…?

— El dinero repártelo entre los muchachos… El resto, cuando nos vayamos, lo tiras…

— El gallego tenía familia… Mujer e hijos en un pueblo de Vigo… En Gangas, creo…

Damián Centeno se encogió de hombros dando a entender que el asunto no le interesaba:

— Ya no estamos en el Ejército — dijo—. Aquí cada cual tiene que mirar por sí mismo… Voy a echarme un rato… — aсadió—. En cuanto veas aparecer a los «Maradentro», me despiertas.

Pero los «Maradentro» no aparecieron en todo el día, ni en la noche. Su casa se encontraba cerrada y atrancada, y no se advertía seсal alguna del «Isla de Lobos» en todo cuanto alcanzaba el horizonte, por lo que Damián Centeno comenzó a inquietarse presintiendo que algo desagradable iba a ocurrir.

Permaneció levantado hasta muy tarde observando la quietud del pueblo, sin un ruido, ni un llanto, ni aun el rumor del viento que parecía haberse alejado definitivamente, e incluso se diría que los perros, los eternos flacos y patilargos perros de Playa Blanca, hubieran quedado mudos esa noche.

Cuando volvió a la cama en la que continuó desvelado largo rato aún no se habían hecho a la mar los primeros pescadores, pero con la claridad del alba Justo Garriga acudió a despertarle:

— ¡Levante, Damián, que se marchan…! — exclamó agitándole nerviosamente—. ¡Levante!

— ¿Quién se marcha…? — inquirió, irguiéndose de un salto.

— Las barcas… Las están echando al mar.

— Irán a pescar…

— ¿Todas…? Se van todas, y en algunas han embarcado incluso las mujeres…

Damián Centeno se vistió en un instante y subió ala azotea desde donde pudo comprobar que, en efecto, hasta la última embarcación de cuantas normalmente descansaban sobre la arena o permanecían fondeadas frente a la playa había zarpado y se alejaban hacia el este, pasando a no más de trescientos metros de donde se encontraban.

— ¿Adónde pueden ir?

— ¡Cualquiera sabe…!

Pero no fueron muy lejos, porque a poco más de un kilómetro, justo frente a la Punta del Águila y el Castillo de las Coloradas, allí por donde empezaba a hacer su aparición el sol, las primeras barcas arriaron sus velas y quedaron al pairo.