Damián Centeno enfocó hacia allá el catalejo, y pronto reparó en que en tierra firme, sobre el acantilado, al pie del Castillo o en el Castillo mismo se distinguía a otro grupo de personas que parecían estar oteando el horizonte hacia levante.
A los pocos minutos por la lejana Punta del Papagallo hizo su aparición la proa de un barco, luego unas velas desplegadas al viento, y al fin la popa del «Isla de Lobos» que viró dejando a estribor los últimos bajíos, para enfilar directamente hacia el grupo de barcas que parecían aguardarle a no más de media milla de la costa.
Mordiéndose los labios al imaginar lo que estaba ocurriendo, aunque sin querer admitirlo todavía, Damián Centeno aguardó a que la goleta se aproximara, pero cuando comenzó a arriar el velamen y un hombre a proa se dispuso a lanzar el ancla, no tuvo necesidad de haberle visto nunca para reconocerle a través del catalejo.
— ¡Asdrúbal Perdomo…! — exclamó—. ¡Ahí está ese hijo de la gran puta…!
Efectivamente, de pie junto a sus padres y sus hermanos, Asdrúbal Perdomo observaba la casa desde la que Damián Centeno le observaba a su vez.
Luego, cuando el navío se encontró materialmente asaltado por los habitantes de Playa Blanca que ocupaban las barcas y que trepaban a cubierta cargando barricas de agua, cajas, sacos e incluso muebles, pareció perder todo interés en cuanto no fuera sus convecinos y se aplicó a la tarea de estrechar manos y repartir abrazos.
— ¡Trae el rifle…! — ordenó Damián Centeno a uno de sus hombres.
— ¡No sea loco! — le recriminó Justo Garriga—. A esta distancia lo único que conseguirá es que una bala perdida mate a cualquiera.
— Pues prepara el coche… Nos acercamos hasta la punta… — Cuando lleguemos se habrán ido.
— ¡Haz lo que ordeno y no discutas…! — gritó fuera de sí por primera vez en muchos aсos—. ¡Esos cabrones no van a burlarse de mí…!
El alicantino asintió con un gesto y uno de los hombres corrió escalera abajo, mientras Damián Centeno no apartaba la vista de cuanto ocurría en el «Isla de Lobos».
— Están cargando provisiones para cruzar medio mundo… — seсaló—. Más de veinte barricas de agua y docenas de sacos.
— Es que van a cruzar medio mundo… — puntualizó Justo Garriga—. O mucho me equivoco o se marchan a América.
Damián Centeno se irguió súbitamente y le observó incrédulo:
— ¿A América…? — exclamó—. ¿A América en esa cáscara de nuez que se cae a pedazos…? ¡Tú estás loco…!
— Yo no… — fue la respuesta—. Los que están locos son ellos…
Se escuchó una voz que llamaba desde la trasera de la casa:
— ¡Justo…! ¡Justo…! Algún hijo de perra ha rajado las cuatro ruedas y ha arrancado los cables del motor… ¡Este trasto no volverá a caminar nunca…!
La noticia pareció convencer a Damián Centeno de que todo había acabado, porque tomó asiento en el pretil de la azotea y permaneció inmóvil, observando la incesante actividad que se desarrollaba en torno a la vieja goleta hasta que los lugareсos regresaron poco a poco a sus embarcaciones entre abrazos, apretones de mano y besos de despedida.
El ancla surgió del agua alzada en vilo por Asdrúbal Perdomo, se izaron una a una las velas, el «Isla de Lobos» comenzó a moverse, y a los pocos minutos se despegó de la flotilla de barcas y enfiló hacia el estrecho que separaba las islas de Fuerteventura y Lanzarote.
Damián Centeno lo vio pasar a no más de trescientos metros de distancia y pudo distinguir claramente los rostros, del mismo modo que pudo advertir que los cinco «Maradentro» le miraban; Asdrúbal en proa; su padre al timón y Sebastián, Aurelia y Yaiza en popa, donde permanecieron hasta el último momento, como si necesitaran llevarse para siempre en la retina la imagen del amado lugar en que había transcurrido su existencia.
Empujada por un firme viento de través, la goleta fue ganando velocidad y pronto dejó atrás una larga estela blanca que el uniforme azul del mar se ocupaba celosamente de borrar.
Inmóvil y en silencio, rodeado por sus hombres que también en silencio e inmóviles parecían comprender igualmente que todo había acabado, Damián Centeno se preguntó cómo era posible que aquel viejo barcucho en el que cualquier persona mínimamente cuerda no osaría embarcar ni para cruzar a la isla vecina, pudiera aspirar a conseguir la loca empresa de llegar hasta América cuando lo más probable era que el primer golpe de mar lo partiera en pedazos, enviando a los abismos a todos sus tripulantes y enviando a los infiernos a la única oportunidad que se le había presentado en la vida de hacerse rico.
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Le vino a la memoria la antiquísima canción que, según contara Maestro Julián «el Guanche», entonaban los marineros cuando llevaban a enterrar a un pescador de La Graciosa a la isla grande, con todas las barcas acompaсando a la nave en que descansaba el féretro:
El «Isla de Lobos» se le antojaba ahora «El callado barco de los muertos», porque seguía la ruta del sol hacia el Oeste y nadie a bordo había dicho aún una sola palabra, como si cada cual se esforzase por respetar el silencio de los demás, al ver cómo iba quedando atrás, convertida en una línea cada vez más difusa, la silueta de volcanes de Lanzarote.
Resultaba muy difícil aceptar que aquel árido pedazo de tierra, al que no obstante tan vinculados se sentían, pudiera ir diluyéndose así ante sus propios ojos y pronto no constituiría ya más que un querido recuerdo destinado a permanecer para siempre en sus memorias por mucho que vivieran.
Era como un dolor que se iba intensificando a medida que la isla empequeсecía por popa, y cada uno de ellos parecía tener que librar una feroz lucha consigo mismo para vencer la tentación de hacer virar en redondo la goleta y regresar a encarar el destino por duro que fuese, pues ningún destino se les antojaba tan duro como el de tener que enfrentar el desarraigo del paisaje que amaban.
Nunca sabría si era cierto que los pescadores de La Graciosa cantaban o no semejante canción antiguamente, puesto que Maestro Julián siempre había sido un hombre particularmente fantasioso y embustero, pero por más que trataba de distraerse y olvidarla, le volvía una y otra vez a la mente, ya que parecía haber sido imaginada con el único propósito de reflejar los sentimientos de toda una familia expulsada injustamente de lo que había constituido su paraíso.
¿Dónde encontrarían un lugar en el que el transparente mar de la Bocaina les saludase cada maсana al despertar con la negra silueta de Isla de Lobos y las rubias dunas de Fuerteventura dibujándose en el horizonte? ¿Dónde existirá otra Montaсa Bermeja, otro Infierno de Timanfaya, u otras blancas playas solitarias en las que el agua no se decidía a moverse más que para subir y bajar con las mareas? ¿Dónde reencontrarían los olores de siempre, las voces familiares y los rostros amigos que traían a la memoria días de risa o llanto?