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El sol, a proa, comenzaba a descender hacia su ocaso y les marcaba la ruta hacia el Oeste, mientras el mar, más que lamentarse, parecía llorar bajo la quilla y Yaiza permanecía sentada a la sombra de una vela que, atrapando de lleno el viento, empujaba con fuerza la nave hacia poniente.

— ¡No hay pérdida…! — había dicho Abel Perdomo—. De niсo me enseсaron que el sol y los «Alisios» duermen siempre en América, y ellos nos llevarán allí.

¿Quién podía negar algo tan evidente si más allá de la Punta de Pechiguera no existía más que un Océano profundo al que tan sólo ponían límite las costas americanas?

Ni tan siquiera brújula hubieran necesitado viendo asomar cada maсana el sol a popa y esconderse en la proa, y les sobraban también las cartas marinas, los sextantes y el cronómetro, porque bastaba con que los «Alisios» continuaran soplando tal como venían haciéndolo desde que se creara el mundo y la vieja goleta decidiese mantenerse a flote un poco más.

El resto, era cuestión de fe.

Y de paciencia, porque no cabía exigirle ya mucho al veterano «Isla de Lobos» que en justicia debería haberse retirado tiempo atrás de su diario batallar, y que sobrecargado con barricas de agua, sacos y muebles, crujía al igual que le crujían las articulaciones al abuelo Ezequiel cuando tomaba asiento en su banco de piedra.

En sus fantasías infantiles, Yaiza había imaginado a menudo que el día que el abuelo Ezequiel muriera lo dejarían a solas en alfa mar en aquel barco que él mismo había construido, tabla a tabla v cuaderna a cuaderna, para prenderle fuego y permitir que se hundiera como un jefe vikingo.

Tal vez hubiera sido ése también el deseo del anciano, e incluso de su hijo Abel, pero los aсos de la posguerra habían sido malos, y no estaban los tiempos como para desprenderse de una nave que aún podía bajar hasta Tarfaya o Cabo Bojador, y regresar con las bodegas rebosantes de sardinas o langostas.

Y ahora, aquellas mismas bodegas tendrían que ser acondicionadas para que durmieran en ellas los hombres, ya que las literas existentes en la única cabina iban a ser ocupadas por Yaiza y Aurelia.

— ¡Es una locura…! — había seсalado convencido Maestro Julián «el Guanche»—. Ese Océano es muy grande y ese barco lo que está pidiendo es irse a descansar.

— Cientos de emigrantes han llegado a América en barcos semejantes… — había replicado Abel Perdomo.

— No tan viejos.

— Conozco bien mi barco… Si no ocurre nada extraordinario, aguantará…

— ¿Y si ocurre…?

— Nos iremos al fondo… Todos juntos… Será que Dios ha querido que sea el destino de la familia…

— Nunca te había oído referirte a Dios de esa manera…

— Bueno… Será que nunca lo había necesitado como ahora…

Eran las cuatro de la tarde y estaban ambos sentados a la sombra de la casa, bebiendo su última taza de achicoria juntos y fumando sus viejas y renegridas cachimbas. Aurelia le había contado lo ocurrido a Manuela Quijano, y Abel, que regresaba de mantener su nocturna entrevista con don Matías Quintero, había llegado a la dolorosa conclusión de que el anciano estaba decidido a llevar las cosas hasta el fin costara lo que costase.

— ¡No hay acuerdo, cristiano…! — musitó—. Ese hombre es terco como un camello en celo, y ha hecho del odio la única razón de su ' existencia… Y no estoy dispuesto a que me desgracien al muchacho… Mientras volvía esta noche lo he decidido. Nos iremos a América.

— ¿Y qué harás en América?

— Lo que hicieron tantos otros. Trabajar… Al fin y al cabo, es lo único que he hecho en esta vida… Y me han contado que allí las cosas son más fáciles. Incluso hay ríos y lagos en los que el agua es dulce y se puede coger toda la que uno quiera… ¡Gratis…! ¿Crees que es posible?

— Eso he oído… — admitió Maestro Julián—. Y que hay tanta tierra que te la regalan si prometes trabajarla… — Hizo una pausa y torció el gesto con aire de fastidio—. Pero está llena de árboles…

— No pienso trabajar la tierra… — puntualizó Abel Perdomo convencido—. Que me vaya no significa que cambie de oficio… Lo mío es la mar… Y en América hay mar… — Seсaló hacia adelante—. El mismo de aquí.

Su interlocutor prendió de nuevo una cachimba que parecía emperrada en apagarse y al fin negó con estudiada lentitud.

— Ningún mar es igual a otro y tú lo sabes… Tan sólo la gente de tierra adentro los confunde… Te diré una cosa: tú y yo somos probablemente los mejores pescadores de «viejas» de estas islas, lo cual quiere decir que somos también los mejores del mundo, porque es una especie que no existe en ningún otro lugar más que en Canarias… ¿Qué te parece…? Es el mismo mar, pero no tiene los mismos peces…

Abel Perdomo guardó silencio, meditabundo. No tenía por qué dudar de lo que su compadre acababa de decirle, pero la idea de un mar en el que no abundasen las escurridizas «viejas» que se había especializado desde que era niсo en capturar, se le antojaba difícilmente comprensible. Aquel pez de carne blanca y suave al que bastaba hervir con un poco de agua y que tan sabroso resultaba «jareado», pues el viento y el sol de Lanzarote parecían secarlo más a gusto que a ningún otro, constituía desde que tenía memoria el principal recurso de los habitantes de la isla, y le resultaba difícil aceptar que pudiese existir una comunidad de pescadores que no viviese de las '«viejas», de la misma manera que Asdrúbal consideraba absurdo que existiesen pueblos que no hubieran conocido nunca las ventajas del «gofio».

— ¿De qué vive la gente?

— De milagro, supongo…

No pudo por menos que sonreír ante la respuesta de su amigo, aunque en el fondo la cuestión le preocupaba. Se daba cuenta de que no era de mar o de costumbres alimentarias de lo que iban a cambiar, sino de todo, puesto que aquel Océano les había mantenido alejados durante siglos, de igual forma que los pedregales del Rubicón los mantuvieron también en cierto modo apaсados del resto de la isla. Que pudieran existir lugares en los que hacía frío, los árboles cubrían la tierra, el agua dulce corría tan libre como el viento o llovía con frecuencia, resultaba tan ilógico para un hombre nacido y criado en Playa Blanca como resultaría para cualquier mortal la existencia de un planeta en el que los automóviles crecieran en los árboles o las vacas dieran cerveza fría.

— No va a gustarme.

— Lo sé. Pero aun así, quieres marcharte…

— Se trata de mi hijo… Y de mi familia… Y de mi pueblo… — Golpeó la cachimba contra la misma piedra contra la que llevaba golpeándola treinta aсos, y aсadió—: Marcharnos es lo mejor que podemos hacer por Playa Blanca… Sé que no me lo pedirían nunca y por eso lo hago… Tal vez vuelva algún día.

— Voy a echarte de menos… «Todos» vamos a echarte de menos… — puntualizó Maestro Julián—. Aquí se te quiere…

— Eso es lo más duro — replicó Abel—. ¿Imaginas vivir en un lugar en el que no conoces a nadie, ni nadie te conoce…? Debe de ser triste, muy triste.

Viéndole aferrado a la rueda del timón, que no había querido abandonar ni un solo instante como si de ese modo se obligara a mirar hacia el frente y no volverse a contemplar la isla que se iba desmenuzando sobre el mar, Yaiza se preguntó qué sentiría su padre al tener que abandonar un lugar en el que siempre había querido que le enterraran, muy cerca del abuelo Ezequiel; de su hermano Ismael, muerto siendo apenas un niсo; de su madre, y de todos aquellos que habían ido constituyendo, a través de los aсos y aun casi los siglos, la estirpe de los Perdomo «Maradentro», los mejores, más nobles y más arriesgados pescadores de la isla, que era tanto como decir de todo el Archipiélago Canario.