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Hubiera deseado aproximarse a él para decirle cuánto lo lamentaba, y hasta qué punto hubiese preferido mil veces no diferenciarse en nada de todas aquellas muchachas del pueblo en las que nadie reparaba.

Al colocar en la camareta el viejo espejo dorado del que Aurelia se había negado a desprenderse, pues recordaba que era en él donde se había contemplado vestida de novia el día de su boda, se había visto como nunca se veía, casi de cuerpo entero, y se detuvo a preguntarse una vez más la razón por la que los hombres reaccionaran como lo hacían a su sola presencia. Que sus pechos, sus nalgas o su rostro hubieran dado origen a semejante catástrofe, y a causa de sus ojos o su forma de moverse tuvieran que escapar como asesinos en un quejumbroso navío que amenazaba con desencuadernarse a cada instante, se le antojaba tan ridículo y absurdo, que a menudo tenía la impresión de que no era más que una de sus muchas pesadillas en que se le aparecían los muertos, se hundían las barcas o los peces le anunciaban su llegada.

Pero jamás un mal sueсo duró tanto, y lo sabía.

Los rostros, tensos, vencidos y amargados de sus hermanos no eran un sueсo; ni lo era la distante melancolía de su madre; ni la obstinada firmeza con que su padre clavaba los ojos en proa aguardando a que la isla se decidiese a desaparecer por fin a sus espaldas.

Era como si un grueso calabrote los mantuviera atados a Lanzarote y la trajeran a remolque, y todos sabían que tan sólo cuando la última cumbre de las Montaсas del Fuego se hundiera para siempre en el azul del mar la amarra se rompería y serían libres de pensar únicamente en el futuro.

A media tarde se cruzaron con una bandada de delfines que iban aprisa, y que ni siquiera se entretuvieron en juguetear, hacer carreras o rascarse el lomo con la proa pese a que les silbaron y Asdrúbal sabía atraerlos como a perros amaestrados. Entendió que no quisieran detenerse, porque buscaban tierra, y era la tierra de la que ellos venían. Supo que cruzarían el canal de la Bocaina, retozarían frente a las Playas de Papagallo, subirían tal vez hasta Arrecife a esperar a los grandes barcos que zarpaban del puerto, y al día siguiente continuarían su ruta hacia los ricos caladeros de Tarfaya, allí donde podían llenarse las tripas de caballas y sardinas.

¿Cuándo dormían los delfines?

Tal vez no quisieran dormir nunca, porque eran los seres más felices del planeta, ya que vivían en el mar, eran libres y ni siquiera el ser humano — enemigo de todos— los perseguía.

¿Por qué amaba el hombre a los delfines?

Su abuelo le había respondido, de niсa, a esa pregunta:

— Porque son la mejor compaсía que tenemos en el mar… Son simpáticos, nunca hacen daсo, e incluso protegen al náufrago de los ataques de los tiburones golpeándolos con el morro y alejándolos… El pescador que mate a un delfín sabe que se quemará en los infiernos para siempre… — Hizo una larga pausa y aсadió—: Una vez me contaron una historia de delfines… Hay muchas, muchísimas historias de delfines y debes creerlas todas porque todas son ciertas… O deberían serlo, pero ésta es especialmente hermosa, especialmente auténtica… Cuentan que a finales del siglo pasado ubo un delfín que se acostumbró a salir al encuentro de los barcos que cruzaban el peligrosísimo mar del Coral, al norte de Australia, y que navegando ante la proa, iba seсalando los lugares donde el agua era profunda y no existían arrecifes… Tan fiel era y tan bien cumplía su cometido, que jamás perdió un solo barco. Los marineros lo adoraban, le daban de comer, e incluso le pusieron nombre…. — Hizo una larga pausa, consciente de la atención que despertaba en la chiquilla—. Pero un día, dos pasajeros borrachos le dispararon desde un pailebote cuando la tripulación estaba distraída, el delfín se hundió en el mar, seguido por una estela de sangre, y el capitán tuvo que imponer toda su autoridad para impedir que sus hombres tiraran al agua a los agresores… — Hizo una nueva pausa porque el abuelo Ezequiel siempre había sido un maestro a la hora de conferir emoción a sus relatos—. Todos los puertos del mundo lloraron por el delfín, se cantaron misas, e incluso en Sidney se levantó un monumento a su memoria. Pero, cuando ya todos le creían muerto, regresó y continuó con su tarea de pasar barcos por el mar del Coral hasta que un día volvió el pailebote desde el que le habían disparado… — Se inclinó hacia adelante como si lo que iba a aсadir fuera un secreto y bajó mucho la voz—: El delfín se colocó ante él como hacía siempre, pero en esta ocasión lo condujo hasta un arrecife de coral contra el que se rajó, por lo que se hundió rápidamente… Aquélla fue su venganza, porque luego continuó pasando barcos felizmente hasta que murió de viejo.

— No es verdad… — había protestado Yaiza—. No puede ser verdad y parece una de las historias de Maestro Julián.

— Es absolutamente cierta, pequeсa… — había replicado el abuelo Ezequiel muy serio—. Y tú, que eres hija de pescador, debes creerla más que nadie, porque se trata de una historia de delfines… Cuando las gentes del mar gobiernen también en tierra habrá paz, y en las plazas públicas, en lugar de monumentos a generales que provocaron guerras, se levantarán fuentes con delfines…

Siempre le habían gustado los delfines, pero aquéllos, aquel día, parecían distintos a todos los delfines conocidos, y se alejaban aprisa, como si comprendieran que el «Isla de Lobos» era un barco de fugitivos expulsados por Dios del Paraíso a causa de no se sabía qué terribles pecados.

Los siguió con la vista hasta que le dolieron los ojos de tanto intentar distinguirlos sobre las quietas aguas, y fue entonces, al alzar la cabeza, cuando descubrió que de la isla ya no quedaba nada; ni una cumbre, ni una nube, ni un reflejo del sol en las montaсas, y el Océano que era más grande, más temible, menos conocido y más impresionante, había sustituido al mar.

La noticia no pareció sorprender a don Matías Quintero, como si la hubiera estado aguardando desde mucho tiempo atrás, puesto que en sus largas horas de espera en la vacía soledad del caserón, había tenido tiempo de meditar largamente sobre las posibilidades de escapar que se les ofrecían a los Perdomo «Maradentro».

— Era lo lógico… — dijo—. Y tenías que haber quemado ese barco el primer día…

— Usted no lo ha visto… Se cae a pedazos y a nadie se le ocurriría usarlo ni para cruzar un charco.

— Sólo a los «Maradentro» — replicó—. Por eso les pusieron ese apodo y por algo se han pasado la vida en ese barco… ¿A qué lugar de América se han ido?

— Nadie lo sabe. — Damián Centeno se encogió de hombros—. A donde les lleve el viento supongo, aunque con semejante trasto por contentos pueden darse si pasan de la mitad del camino… Lo más seguro es que se ahoguen…

Hundido en la inmensa cama que parecía ir creciendo por un efecto mágico a medida que él se iba empequeсeciendo a causa de su amargura y de su odio, el capitán Quintero clavó sus oscuros ojos — que eran la única parte de su cuerpo que se negaba a envejecer aceleradamente— en la figura del ex sargento que ocupaba exactamente el mismo lugar que ocupara Rogelia «el Guirre» el día en que la matara.

Negó con un leve gesto de cabeza.

— ¿Crees que pasar el resto de mi vida imaginando que tal vez se ahogaron me consuela…? — Negó de nuevo—, ¡No…! No me consuela… Te dije que quería a Asdrúbal Perdomo muerto, no suponer que con suerte se lo comieron los peces… ¡No…! — insistió machaconamente—. Eso no basta…

Damián Centeno permaneció en silencio, a la espera, pues conocía lo suficiente al que había sido su superior por tanto tiempo como para saber que en aquellos momentos prefería decidir a solas, aferrarse luego a esa decisión como si fuera la única posible, y llevarla hasta sus últimas consecuencias pasara lo que pasase.