Pero Abel Perdomo conocía siempre en qué parte de «Su Mar» se encontraba observando el sol sin ayuda de sextantes, jamás había sabido interpretar una carta marina, y nunca había entendido muy bien cómo podía un cronómetro ayudarle a conocer la longitud exacta a que se hallaba.
Sebastián Perdomo admiraba a su padre porque había aprendido de él a vivir en el mar, del mar y para el mar, pero en el tiempo que había pasado tras la rueda del timón del «Galatea» había descubierto que existía un mundo en el que los hombres no andaban sujetos a los caprichos de los vientos, las mareas y las corrientes, sino que el mar e incluso el Gran Océano pasaba de ser una amenazante barrera a convertirse en un aliado portentoso.
Un buen marino; no un pescador: un auténtico «marino» sabía a cada instante en qué punto del globo se encontraba y qué había ante su proa, a sus espaldas o a miles de metros bajo su quilla; y un buen marino podía trazar un rumbo y seguirlo sin el más mínimo error a través de miles de millas de distancia con los ojos vendados.
— Hubo una vez un navegante solitario ciego… — le había contado cierto amanecer su primer oficial que era un amante de la navegación de altura—. Conocía tan perfectamente su balandra, que navegaba siempre como si fuera de noche… Utilizaba mapas confeccionados por el sistema Braille, un compás que le habían diseсado especialmente, y un juego de radios que le permitían calcular su posición cada tres horas… Llegó a realizar travesías de más de dos mil millas sin salirse de ruta…
— ¿Qué fue de él…?
— Desapareció durante una gran tormenta frente a Irlanda… Pero ese día fueron muchos los barcos que se perdieron… El mar es así; cuando creemos haberlo dominado nos pega un coletazo para obligarnos a recordar que es el más fuerte… Todos saben que únicamente los «Hijos del Mar»; los que han nacido en un faro, nunca pueden ahogarse.
— Mi abuelo me contó que su barco escapaba de todas las tormentas porque su primera pasajera fue una niсa que acababa de nacer en un faro… La llevaba a bautizar.
El primer oficial, que era de La Corana y también creía en brujas, en «El Viejo del Mar» y en todas las supersticiones que se relacionaran con las aguas, admitió que en efecto el «Isla de Lobos» había sido botado bajo los mejores auspicios y extraсo resultaría que ninguna borrasca pudiera nunca nada contra él.
Sin embargo, a solas en el último amanecer en que les resultaría posible distinguir el menor rastro de tierra antes de adentrarse en el Atlántico, Sebastián se preguntaba si los treinta y tantos aсos transcurridos no habrían borrado de la memoria del mar el recuerdo de que aquel desvencijado velero había transportado en su día a una de sus hijas, y no ya una borrasca, sino incluso una simple ola juguetona, lo partiría en dos de un manotazo.
Podía escucharlo, lamentándose y crujiendo, como preguntando a cada instante qué pecado había cometido para que le hicieran abandonar el seguro y conocido refugio de las aguas del Canal de la Bocaina o la placidez de la costa de Sotavento de las islas, allí donde se complacía en saludar por su nombre a cada roca del fondo, para sacarle de improviso a un océano infinito en el que su ya débil voz no alcanzaría nunca el fondo por más que lo intentara.
— ¡Está asustado…! — se dijo—. Por primera vez en su vida el «Isla de Lobos» tiene miedo y lo entiendo, porque lo están llevando más allá de los lugares que conoce.
Quince aсos antes, a poco de nacer Yaiza, su madre se empeсó en llevarla a que la conociera su abuela tinerfeсa, y se embarcaron en la que había constituido una de las más hermosas aventuras que Sebastián recordara de su infancia. Costearon a sotavento de Fuerteventura hasta la punta de Jandía, donde durmieron en una cala resguardada y luego, con un mar como una balsa, saltaron a Gran Canaria. Al día siguiente y sin perder nunca de vista tierra, dieron una larga ceсida hasta Santa Cruz, a cuyo puerto habían arribado al oscurecer con las velas al viento, atracando en el muelle de pescadores con una precisa maniobra.
Pero ahora era distinto. Ahora el viejo barco navegaba cargado hasta las bordas, rechinando por el exceso de trapo sobre unos mástiles ya resecos y carcomidos, consciente de que no existía un fondo que le devolviera el eco de su paso, y consciente, también, de que ese fondo se iría perdiendo más y más bajo su quilla hasta acabar por convertirse en un abismo mareante.
Era como un nadador de playa que de improviso descubriera que había perdido pie, y el solo hecho de advertirlo le privase de su capacidad de mantenerse a flote.
— ¡Tendrás que hacerlo, viejo! — musitó acariciando la caсa del timón como si en verdad estuviera convencido de que conseguía entenderlo—. Tendrás que aguantar el tipo y demostrar que el abuelo, además de marino era un buen carpintero…
El abuelo Ezequiel había pasado ocho aсos recorriendo las más escondidas playas después de las tormentas, reuniendo una por una las mejores maderas que la mar arrojaba, y el inmenso tronco en el que había tallado de una pieza la quilla de su barco, había necesitado de toda una flotilla de chalanas para ser remolcado desde Roque del Este a Playa Blanca.
Allí, sobre la arena, permaneció once meses hasta que se secó del todo, y sólo entonces Ezequiel tomó la azuela y comenzó a trabajarlo golpe a golpe, cuando regresaba, agotado, de la pesca.
Su amigo el farero, aquel a cuya hija llevaría más tarde a bautizar a Corralejo, le dibujó los planos, y su pobre mujer, que había muerto sin verlo terminado, cosió a mano su primer juego de velas. Los obenques y las drizas se tejieron con cuero de camello bien mojado que, al secarse y contraerse, no envidiaban la resistencia del acero, y no quedó un solo rincón de la goleta que no fuera mimado con el amor que hubiera dedicado al más querido de sus hijos.
Ningún barco se construyó jamás con más cariсo, se supo depositario de tamaсas esperanzas, escuchó desde el primer momento tantas palabras dulces, ni nació a la vida llevando a bautizar a una hija del mar nacida en un faro de una lejana isla.
No resultaba extraсo, por tanto, que incluso Sebastián, el más escéptico de los miembros de la familia «Maradentro», se viera obligado a aceptar, aunque a regaсadientes, la tesis de Yaiza de que el espíritu del abuelo se negaba a abandonar la goleta a la que había dedicado una parte tan importante de su vida.
— ¡Ojalá sea cierto…! — musitó interiormente—, porque vamos a necesitar toda la ayuda del mundo para conseguir que este montón de pellejo y huesos llegue a buen puerto.
Para el resto de la familia la larga estancia a bordo del «Isla de Lobos» no iba a constituir, quizá, más que una continuación de la J forma de vida a la que estaban acostumbrados desde siempre, y lo que en verdad les asustaba — lo que les aterrorizaba— era lo que ocurriría a partir del día en que tuvieran que enfrentarse a una forma de existencia absolutamente extraсa en un país desconocido.
Para ellos, el mar, incluso el temible Océano, era el último refugio, pero para Sebastián, el peligro estaba en ese Océano frente al que la goleta era apenas poco más que un barquito de papel depositado por un niсo en una acequia. Al otro lado, si lograban llegar, se abría un mundo cuajado de posibilidades en el que tres hombres fuertes y dos mujeres decididas podrían abrirse camino mucho más fácilmente que en la desolada aridez de Playa Blanca.
Cientos, miles de familias habían emigrado a lo largo del tiempo escapando a formas de vida tan miserables como la de ellos mismos, y muchos habían encontrado en América la concreción de sus sueсos y la realidad de que existía una Tierra Prometida. El que a punto estuvo en un momento dado de no regresar a Playa Blanca y si volvió fue porque se sentía incapaz de permanecer para siempre lejos de su familia, se encontraba de pronto con que los acontecimientos se habían desarrollado de tal forma que navegaban rumbo a la América con que siempre había soсado en compaсía de toda su familia.