No le alegraba por cuanto de sufrimiento había significado para su madre y sus hermanos, pero tampoco le entristecía, y le constaba que todos sus esfuerzos debían concentrarse en conseguir que el «Isla de Lobos» arribase a buen puerto.
Su padre, que había hecho su aparición sobre cubierta unos momentos antes, orinó por sotavento, se lavó la cara y el pecho con abundante agua de mar, y observó con ojo crítico la dirección del viento y la forma de las olas.
Luego se aproximó, le revolvió el cabello con un gesto afectuoso, e inquirió:
— ¿Cómo ha ido eso…?
— Tranquilo… Tres nudos… Tres y medio… Ahora está bajando… El viento no es constante.
— Hay que tener paciencia… — seсaló Abel Perdomo—. Me conformaría con que este viento siga… — Acarició el palo mayor, casi palpándolo, como si se tratara de los músculos de un ser vivo y aсadió—: Con menos no avanzaríamos, y con mucho más no aguantaría…
— Los buenos vientos no llegarán hasta diciembre — replicó su hijo —. A mediados de diciembre los «Alisios» nos hubieran llevado en volandas hasta las costas mismas de Venezuela.
— ¡Es posible…! ¡Pero ahora tendremos que conformarnos cori los vientos de agosto…
— Será largo… y el barco está cansado…
Abel Perdomo tardó en responder. Observó el mar, el barco y el lejano cono del Teide que parecía mirarlos, y al fin puso una mano sobre la de Sebastián que descansaba en el timón.
— Escucha, hijo… — comentó—. Yo sé que el barco está cansado… Y tú lo sabes… Y, probablemente, Asdrúbal también… Pero no debemos consentir que tu madre o tu hermana lo averigьen… — Hizo una pausa—. Sobre todo la pequeсa; se siente culpable por lo ocurrido y tengo la impresión de que no soportaría la idea de que algo aún peor nos amenaza.
Sebastián hizo un levísimo gesto de asentimiento, como dando por sentado que aquél era un tema que no merecía siquiera discutirse y corrigió un punto el rumbo al advertir que el viento rolaba ligeramente al Este.
— Lo importante es no forzarlo nunca — replicó—. Aligerarlo de carga y aprovechar que el tiempo es bueno para ir ajustándolo… Le pediré a mamá que haga estopa con la ropa más vieja, y me ocuparé de calafatearlo desde dentro… También hay cuadernas en proa que deberíamos reforzar apuntalándolas…
— Tu hermano es bueno en eso… Heredó las manos de tu abuelo… — Le miró fijamente—. ¿Qué piensas hacer cuando lleguemos?
Sebastián sonrió:
— Lo primero es llegar… — dijo—. Luego ya veremos… Lo que importa es que continuamos juntos y así estaremos siempre… Nunca le hemos tenido miedo al trabajo, y por lo que cuentan, allí el trabajo sobra…
— Me gustaría que estudiaras… — seсaló su padre—. Con suerte, Asdrúbal y yo podremos sacar adelante a la familia, y tal vez Yaiza y tú, que sois más listos, consigáis estudiar algo de provecho… — Trató de sonreír—. Ya es hora de que los Perdomo «Maradentro» dejen de ser una familia de burritos…
Sebastián observó con profunda ternura aquel hombretón áspero y recio, de manos como mazas y aire resuelto que era en el fondo tan tímido y retraído como un niсo:
— ¿A ti te hubiera gustado estudiar? — inquirió.
Abel medió un instante y al fin se encogió de hombros:
— En mis tiempos era una cuestión que ni siquiera podía plantearse… La escuela más cercana estaba a hora y media de camino, en el pueblo nadie sabía leer y el viejo me necesitaba para salir a la mar, o construir el barco… Hasta el día en que conocí a tu madre no me di cuenta de lo bruto que era… — Sacudió la cabeza con gesto de incredulidad—. Aún no entiendo cómo pudo fijarse en mí, si no era capaz de hacer la «O» con un canuto…
— Dicen que eras muy guapo… Imagino que de joven te andarían persiguiendo todas las mozas del pueblo…
Frunció los labios, sonriendo a sus recuerdos:
— Alguna hubo — replicó—. En especial Florinda, cuyo padre tenía la mejor casa, veinte camellos y la concesión del embarque de sal… Si me hubiera casado con ella tal vez a estas horas sería rico… Pero el día en que vi a tu madre, se me olvidaron la casa, los lanchones de sal y los camellos… ¡Dios! — exclamó—. ¡Resulta difícil aceptar que estamos dejando todo eso atrás definitivamente…! ¡Empezar de nuevo, y a mis aсos…! — Colocó una mano sobre el hombro de su hijo y apretó con afecto—: ¡Vete a dormir…! — dijo—. Estarás cansado.
Sebastián negó con un gesto:
— Prefiero quedarme y hacerte compaсía… Me gusta que me hables de ti… ¡Cuéntame cosas de la guerra…!
— Las guerras no se cuentan, hijo… — replicó Abel Perdomo convencido—. Las guerras se hacen y se olvidan.
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Imeldo Cambreleng llevaba camino de convertirse en enterrador, pero en un confuso momento de su vida el destino había efectuado un caprichoso viraje y lo había transformado en «cambullonero».
Su enorme cabeza casi calva de dispersos mechones de un cabello ralo que obligaba a pensar de inmediato en alguna sucia enfermedad inconfesable se prolongaba hacia abajo en un rostro de inmensos ojos miopes y sobresalientes pómulos, que unidos a su hundida barbilla y su larga nariz porruna le daban el aspecto de un acechante buitre de pico dilatado.
Vestía siempre de negro, sorbía por la nariz a cada instante, y apestaba a pies y a sudor rancio a tal distancia, que invitaba a suponer que de su frustrada vocación de sepulturero debía de haberle quedado algún trozo de cadáver hediondo en los bolsillos.
Era cosa sabida en el ambiente de los puertos que los tratos con Imeldo Cambreleng se solucionaban al instante; en primer lugar porque era hombre de decisiones rápidas que hacía siempre honor a sus acuerdos, y segundo y principal, porque nadie era capaz de soportar su presencia y su olor por largo tiempo.
— ¿Qué clase de barco? — quiso saber.
— El más rápido y el de mayor autonomía… Si tiene radar mejor…
— Ninguno de los barcos que trabaja la zona tiene radar… El «Mandrágora» lo traía de origen, pero se le jodió hace tiempo… Era una lancha rápida en la guerra y quizás el barco que le conviene… ¿Cuál es la carga?
Damián Centeno mantuvo su copa cerca de la boca, más por aspirar el ron y olvidar así unos instantes el tufo de su interlocutor que por ansia de beber y negó con un gesto:
— No hay carga.
— ¿No hay carga…? — Imeldo Cambreleng sorbió por tres veces con inusitada rapidez, seсal inequívoca de que había logrado sorprenderle porque se diría que el goteo de su nariz reflejaba fielmente sus estados de ánimo—. No hay carga… — repitió—. ¿Entonces para qué quiere un barco?
— Para buscar a otro.
— ¿Para buscar a otro…? — Sabía que aquella costumbre de repetir lo que le decían no lograría nunca quitársela de encima—. Explíqueme la cosa.
Damián Centeno se lo explicó a su modo, aunque silenciando desde luego el hecho de que su intención era prenderle fuego al «Isla de Lobos» y acabar de una vez por todas con aquella maldita familia que se había permitido el lujo de tomarle el pelo como no lo había hecho nadie hasta ese instante.
— ¿Cuándo salió ese barco…? — quiso saber el «cambullonero».
— Anteayer por la maсana.
— Anteayer… ¿Y dice que va a vela?
— A vela… Es una vieja goleta muy pesada… Tardó horas en perderse de vista…
— ¿Qué piensa hacer si atrapa al muchacho…?
— Entregárselo a la Guardia Civil para que pague por su crimen…
— No me gusta la Guardia Civil.
— A mí tampoco.
— A usted tampoco… ¡Bien! No es cosa mía… Yo por mil duros le pongo en contacto con el patrón del «Mandrágora»… Lo que él le cobre o lo que piense de la Guardia Civil es cosa suya…