Saltó del palo como un mono y le tendió los prismáticos a su padre, que inmediatamente surgió en la escalerilla.
Al poco, asintió:
— En efecto, ahí está… ¡Y navega muy rápido…! ¡En una hora lo tendremos encima…! — Se volvió a su hijo—. Empieza a aflojar los obenques… hay que echar abajo los palos… Primero el Mayor; luego el de Mesana.
Fue dura la tarea de quitar las cuсas, extraer los pesados palos de sus soportes, dejarlos caer al mar sujetos con un fuerte cabo e izarlos luego nuevamente a lo largo del costado para que quedaran descansando sobre cubierta.
Cuando hubieron concluido, Abel Perdomo echó un nuevo vistazo a través de los prismáticos, y advirtió, satisfecho, que el navío no venía directamente hacia ellos, sino que se desviaba hacia el norte, pero aun así no se dio por satisfecho y ordenó:
— Hay que desmontar los tambuchos mientras bajo a inundar las sentinas.
Aurelia le aferró el brazo.
— ¿Vas a meterle agua al barco? — inquirió asustada.
Su esposo asintió con la cabeza y seсaló a su alrededor:
— No mucha, no te inquietes… No va a aumentar el viento y el mar se mantendrá tranquilo hasta la puesta del sol… Con esta altura de olas puedo bajar la borda medio metro.
— ¿No hay peligro…?
Le acarició levemente el rostro, tranquilizándola:
— No, si el mar continúa así… La carga está firmemente estibada, y este barco aguanta mucho… — sonrió—. Mi padre me enseсó cómo nacerlo…
— Nunca me contaste que habías sido furtivo…
— Fue antes de conocerte — replicó—. Eran malos tiempos, y lo único que daba entonces dinero eran las langostas del Marruecos francés… Las patrullas vigilaban constantemente y nos veíamos obligados a trabajar de noche y camuflarnos de día… — sonrió—. No te preocupes… El barco está acostumbrado.
— ¡Pero es muy viejo…!
— Lo sé… —admitió—. Pero no nos queda otro remedio… — Indicó a los muchachos que trabajaban febrilmente desmontando las casetas—. Cuando acaben, que tapen la cubierta y las bordas con lonas azules que encontrarán en el fondo del paсol de proa… Deben de estar hechas jirones, pero aún puede que nos hagan el avío si se sujetan bien… Yo estaré vigilando el nivel del agua…
Media hora más tarde la goleta había pasado a convertirse en un plano objeto azul flotando sobre un infinito Océano de largas ondas, y no sobresalía más de metro y medio sobre la superficie, de tal forma que únicamente en el instante en que se encontraba en la cresta de una ola, resultaba visible para quien se encontrara a menos de dos millas de distancia.
— Nadie que va a la caza de un barco de velas blancas se preocupa por buscar una balsa azul… — seсaló Abel Perdomo cuando se sentaron sobre cubierta a popa, a observar cómo la nave continuaba alejándose hacia el norte—. Ni siquiera las patrulleras francesas lograron descubrirnos nunca. El color del mar emborracha y acaba j por comérselo todo… — Le guiсó un ojo a Sebastián—. ¡Sube las liсas…! — pidió—. Ya que no navegamos, intentaremos al menos í pescar algo… — Luego pellizcó suavemente la mejilla de Aurelia—. ¡Anima esa cara, mujer…! ¿Qué prisa tenemos…? América siempre estará en el mismo sitio…
Utilizando de carnada las entraсas de los peces voladores y trozos, de pulpo seco izaron a bordo un «dorado» que les sirvió a su vez para cebar nuevos anzuelos y entretenerse hasta la hora del almuerzo, que resultó exquisito y abundante a base de pescado muy fresco y recién frito en el pequeсo «Primus» de petróleo.
Luego, tras la siesta, Asdrúbal, que había quedado de guardia, < seсaló de nuevo la presencia de la lancha que regresaba del Norte y cruzaba velozmente a unas seis millas de la proa rumbo al Sudoeste.
— ¡Es bueno que corra tanto! — indicó Abel Perdomo observándola con atención—. Eso la obliga a saltar sobre las olas, cabecea, y nadie que mire a través de unos prismáticos puede fijar la atención… — Seсaló con el dedo hacia adelante—. Tendría que quedarse ahí, al pairo, buscándonos, y aun así tardaría horas en distinguirnos… — Sonrió como para sí mismo—. Ese es el problema de la gente de tierra adentro que se mete en el mar: «Van», por el mar…; lo cruzan lo más aprisa que pueden, pero nunca aprenden a estar en él, ni a vivir de él… — Guardó silencio observando cómo el navío continuaba alejándose, y al fin se puso en pie lanzando un hondo suspiro—. ¡Bien! — exclamó—. No creo que vuelva por aquí esta tarde… Ahora viene la parte más pesada…: poner de nuevo este barco en movimiento.
— ¿Hacia dónde piensas dirigirte…? — quiso saber Sebastián.
— América sigue estando al Oeste…
— Ellos también lo saben… Y nos seguirán buscando hacia el Oeste…
— ¡Se cansarán…!
— ¿Cuándo…? Nunca podremos saberlo…
Su padre le miró muy serio, tratando de adivinar qué era lo que estaba tratando de decirle:
— ¿Tienes alguna idea mejor…? — quiso saber al fin.
— Los vientos «Alisios» soplan hacia el Sudoeste… — seсaló Sebastián—. Y hacia allí nos lleva también la corriente… Es la ruta lógica: de aquí a las islas de Cabo Verde, para coger luego la Corriente Ecuatorial del Norte que con los «Alisios» nos empujan directamente a las costas de Venezuela o las Antillas… Si seguimos ese rumbo, nos esperarán y pronto o tarde acabarán por sorprendernos, porque si tenemos que repetir esto de hoy todos los días, no llegaríamos jamás.
— ¿Entonces…?
— Lo mejor sería salimos de esa ruta… Ir hacia el Noroeste. Allí nunca se les ocurriría buscarnos…
— ¡Al Noroeste! — Abel Perdomo agitó la cabeza como desechando una idea peligrosa…!
— Escucha, hijo, al Noroeste no hay viento… Si nos apartamos de la ruta de los «Alisios» corremos el riesgo de caer en las calmas…
— Lo sé… —admitió Sebastián—. Pero siempre es preferible la calma a Damián Centeno… Has dicho que somos gente de mar y sabremos sobrevivir en el mar aun con las grandes calmas… No tenemos prisa: algún día llegaremos… Nuestro único problema será el agua, pero pronto o tarde lloverá…
— ¿Y si no llueve?
— Lloverá.
— He visto pasar aсos sin llover.
— En Lanzarote; no en el mar… — Sebastián parecía absolutamente seguro de sí mismo—. Estamos acostumbrados a no usar agua… Será tan sólo cuestión de un par de meses…
— ¡Un par de meses…! — se horrorizó Aurelia girando la vista en torno suyo como si le resultara inconcebible la idea de que tenía que permanecer ese tiempo en tan mínimo espacio—. ¡Nunca imaginé que podía ser tan largo!
— América está muy lejos, madre — le recordó Sebastián—. Y este barco ya hace bastante con mantenerse a flote… No se le puede pedir que, además, corra… — Se volvió a Abel—. ¿Cuál es el rumbo, entonces?
— Déjame pensarlo… — pidió—. Ahora lo que importa es echar fuera el agua y alzar los palos antes de que caiga la noche. ¡Andando!
Fue dura la tarea; agotadora en realidad, pues las bombas de achique estaban viejas y herrumbrosas y exigían el máximo esfuerzo de unos brazos que acababan por quedar como dormidos de tanto subir y bajar rítmicamente.
Centímetro a centímetro, ayudándose con cubos que Yaiza y Aurelia sacaban también desde cubierta, la goleta comenzó a recuperar su línea de flotación y las descoloridas lonas azules, la mitad hechas jirones, regresaron a su vez al camaranchón de proa.
El sol comenzaba a ganar velocidad tratando de ocultarse en el horizonte y no se advertía rastro alguno de la lancha en cuanto alcanzaba la vista, cuando decidieron alzar los palos nuevamente, y al concluir tuvieron que dejarse caer sobre cubierta intentando recuperar las fuerzas perdidas.