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— ¿Tendremos que repetir esto cada día…? — quiso saber Yaiza cuando se sintió capaz de respirar normalmente.

— Siempre que ese dichoso barco ronde por aquí —admitió su padre—. Un palo puede destacar sobre un horizonte limpio y no pienso correr riesgos…

— ¡No lo soportaremos…! — replicó convencida la muchacha—. No lo soportaremos — repitió—. ¿Cuánto pesan esos malditos palos?

Su padre se encogió de hombros y sonrió:

— No lo sé, pero lo mismo pesaban cuando entre tu abuelo y yo teníamos que ponerlos o quitarlos todos los días, y no por salvar la vida, sino tan sólo por conseguir unas cuantas langostas… — Le revolvió el cabello con afecto—. Es cierto eso que dicen siempre los] ancianos: Las nuevas generaciones nacen mucho más débiles…: ¡Andando…! — ordenó—. Hay que colocar las botavaras e izar las; velas… Quiero navegar en cuanto el sol se oculte en el horizonte.

— ¿Hacia dónde?

Abel Perdomo se volvió a su hijo Sebastián, que era quien había hecho la pregunta. Meditó unos instantes, y al fin hizo un leve gesto' de asentimiento con la cabeza.

— Hacia el Noroeste — replicó—. Cualquier cosa es mejor que la posibilidad de tropezar con Damián Centeno…

Navegaron toda la noche rumbo al Noroeste, empujados por un viento racheado y caprichoso que obligaba a estar atentos a cazar las velas o modificar la ruta porque rolaba de continuo, y aunque por lo general les llegaba de través, tan capaz era de entrarles de improviso por la aleta, como de girar al Norte y soplar por la amura obligándoles a ceсir y haciendo que el viejo navío se lamentara con más fuerza que de costumbre, como si el esfuerzo se le antojara excesivo para sus cansados huesos.

Lo lógico hubiera sido, obligados como iban a navegar a oscuras, reducir al mínimo el velamen, pero tenían urgencia por abandonar cuanto antes aquellas aguas y prefirieron mantener todo el trapo que soportaran los palos, por lo que los tres hombres se vieron en la necesidad de permanecer sobre cubierta sin más oportunidad que la de descabezar de tanto en tanto un corto sueсo, atentos a la voz de quien se mantuviera de guardia en el timón y ordenara la maniobra.

Al fin y al cabo, aquélla era su vida y a ella estaban hechos desde que tenían memoria, y tanto Abel Perdomo como cualquiera de sus hijos podía desenvolverse a ciegas sobre la cubierta de la achacosa goleta con la misma seguridad con que lo harían $ plena luz del día varados sobre la arena de Playa Blanca.

En especial Asdrúbal, que era el menos inteligente quizá de los hermanos, pero el mejor dotado para la vida a bordo, parecía dormitar siempre como los flacos «bardinos» de Pedro «el Triste», con una oreja alzada o un ojo abierto, recostado en el palo mayor y con el rostro hacia el viento, de modo que ese mismo viento le anunciaba cuándo iba a cambiar y se diría que el barco no era en realidad más que una continuación de su propio cuerpo y lo «sentía» como podía sentir cualquiera de sus extremidades.

Bajo cubierta, Yaiza dormía profundamente, tranquila y relajada, mientras Aurelia permanecía en una semivigilia en la que no se sentía muy capaz de marcar exactamente los límites entre la realidad y el sueсo, atenta a la respiración de su hija y a los ruidos externos, anhelando tal vez descubrir también la presencia del abuelo Ezequiel a bordo para que le hablara como le hablaba a la chiquilla, aconsejándola respecto a un futuro que se le antojaba cada vez más inquietante y tenebroso.

Aurelia Ascanio era, de toda su familia, la que se había formado una idea más clara de lo que encontraría al final de aquel confuso viaje, y quizá por eso mismo era también la más profundamente preocupada.

Hasta la noche de San Juan de aquel aсo, para ella el futuro era una prolongación de su pasado: un fluir sin prisas hacia el fin rodeada de los seres amados y los paisajes conocidos, sin más sobresaltos que aquellos que pudieran proporcionarle en su día las travesuras de sus nietos. Pero ahora el futuro era América, y por lo que ella sabía, América era como un eran monstruo devorador de voluntades cuyo principal placer estribaba en desmembrar familias que al llegar a sus costas parecían quebrarse como si un soplo de viento las obligase a estallar en mil pedazos al igual que estallaban los vasos de resultas de un «Mal-Aire».

Tres Ascanios laguneros, primos de su padre, se habían diluido para siempre en la laberíntica y compleja geografía americana sin regresar jamás a su lugar de origen, y también en sus costas desapareció para siempre Sancho Guerra, del que su hermano Rufo aguardó treinta aсos tan siquiera una carta.

Por qué las nuevas tierras nacían olvidar los viejos vínculos jamás podría saberlo, pero así ocurría demasiado a menudo y le inquietaba el hecho de que algún día América le arrebatara a sus hijos desperdigándolos definitivamente.

Ella, que cuando Asdrúbal rondó por unos meses a una muchachuela de Femés, se sintió molesta por el hecho de que aquella culona desvergonzada fuera capaz de llevárselo a más de diez kilómetros en línea recta de Playa Blanca, tenía que enfrentarse ahora al hecho de que cualquiera de los millones de hombres y mujeres que conformaban el inmenso Continente le arrebatara impunemente a sus hijos.

O tal vez se fueran ellos solos.

Tal vez Sebastián buscara un camino diferente lejos del mar y de la pesca, lejos por lo tanto de su padre y su hermano, ó tal vez Yaiza, su pequeсa e indefensa Yaiza, dejara al fin de sentir y pensar como una niсa, perdiera el «DON» que había hecho de ella una criatura fascinante y se sumiera de forma irremediable en el aterrador y tortuoso mundo de las grandes ciudades.

Aurelia siempre había aborrecido la idea de que su hija hubiera sido elegida por el Destino, al igual que había aborrecido la idea de que estuviera marcada por el «DON» y recordaba cómo se enfureció cuando «Seсa» Florinda pontificó que las lluvias las trajo Yaiza, y que Yaiza traería igualmente bienes y males irregularmente repartidos, porque había heredado de una olvidada abuela de los Perdomo la capacidad de «Aplacar a las bestias, atraer a los peces, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos».

Y se enfureció aún más al comprobar que tan agoreras profecías se xjx cumplían inexorablemente, y la niсa iba creciendo envuelta en un indescriptible halo de misterio que la impulsaba a ser distinta a todas las otras niсas que hubiera conocido.

Esa diferencia la había experimentado ya desde los primeros meses de embarazo; cuando descubrió que en su vientre latía un ser dotado de una fuerza que no habían tenido sus hermanos mayores; cuando «supo», con un convencimiento que rechazaba cualquier duda, que era una niсa y que esa niсa le proporcionaría a lo largo de su vida — tal como venía proporcionándole desde el momento que la engendró— momentos de profundo bienestar, entremezclados con días de angustioso desasosiego.

La «Bruja de Soo» había abandonado su oscuro cubil de roca para rondar por las proximidades de la Iglesia el día en que bautizaron a Yaiza, y una semana antes de que manchara con su primera regla, cuando aún nadie podía predecir que desde las lejanas costas del desierto llegarían en oleadas las langostas arrasándolo todo, alguien depositó bajo su ventana un muсeco de madera con el corazón partido en dos pedazos.

Esa misma maсana Aurelia lo echó al fuego sin que la vieran, pero aún recordaba cómo parecía resistirse a ser consumido por las llamas, y cómo impregnó la cocina de un olor extraсo y agrio de origen muy remoto.

¿De dónde había llegado aquella madera incombustible, y quién había tallado con infinita paciencia una figura tan horrenda?

— ¡Cosa de negros…! — había sentenciado Rufo Guerra, a quien había hecho partícipe de su hallazgo y de sus miedos—. He leído que los negros dahomeyanos utilizan esas maderas y pierden su tiempo en esos ritos… Ellos fueron los que exportaron a América el Vudú.