— ¿Cómo lo ha visto…?
— Muerto… — agitó la cabeza—. Yo, que le conocí en la guerra cuando era un hombre que sabía imponer respeto a toda la Legión, jamás pude imaginar que un día sería capaz de suicidarse de este modo: sin violencia…
— A veces pienso que su único deseo es ver cómo la muerte le va ganando terreno palmo a palmo… — admitió el otro—. La muerte se llevó a todos los de esta casa, uno por uno, y él, que es el último, juega a dejarse arrastrar voluntariamente, como si quisiera privarle del placer de quitarle la vida… Se la está dando centímetro a centímetro.
— El no es el último… — le hizo notar Damián Centeno—. El último eres tú…
Roque Luna negó convencido:
— No. Yo no tengo nada que ver con todo esto… Los últimos fueron el chico, Rogelia y él… Yo nunca pertenecí al «clan» de los Quintero de Mozaga…
— ¿No sientes miedo después de lo que has visto…? ¿No te impresiona dormir en un caserón tan repleto de difuntos…? Tal vez el fantasma de Rogelia aparezca cualquier noche…
— A mí me asustan los vivos, sargento, no los muertos… — Sonrió levemente—. Me gusta esta casa… Con difuntos o sin ellos. Me gusta vagar sin que nadie me ordene lo que tengo que hacer, bebiéndome el vino de la bodega y cortándome gruesas lonchas de jamón de la despensa… Cuando quiero hablar con alguien bajo al pueblo o me paso la noche con las putas de Tahiche, pero la mayor parte del tiempo prefiero estar a solas, disfrutando del hecho de que Rogelia no pueda surgir de pronto de una puerta gritando que arregle un muro, cargue un saco, o le haga el amor sin ganas… Estoy bien aquí… —concluyó—. Y aunque resulte cruel decirlo, no me importaría que el viejo tardara veinte aсos en consumirse.
— ¿Y qué harás cuando se muera…í Roque Luna se encogió de hombros.
— No lo he pensado, aunque la verdad es que ya debería hacerlo. Algún dinero tengo y de vinos entiendo… Me gustaría abrir una taberna en Mácher… ¿Conoce Mácher…? — Ante la muda negativa, continuó—: No hay más que un puсado de casas, pero me agrada el sitio y aún no tiene taberna…
— Quédate.
Le miró girando la cabeza levemente:
— ¿Cómo dice…?
— Que te quedes en la casa… — Le mostró la carpeta como si ella lo explicara todo—. Yo seré el amo cuando muera don Matías… Ahora tengo que irme y será un viaje largo; tal vez muy largo, pero regresaré y quiero que te ocupes de la casa hasta mi vuelta… No vas a robarme.
— ¿Cómo lo sabe?
— Porque Rogelia está muerta y era ella la que robaba… Y porque sabes que si me robas a mi vuelta te mato… ¿Lo sabes, verdad?
Roque Luna asintió convencido y Damián Centeno seсaló con un gesto el huerto y los viсedos.
— Te dejaré dinero para que contrates gente y no consientas que los cultivos mueran ni la casa se hunda… Ahora es mía y es todo lo que he tenido nunca… Tú serás responsable…
Roque Luna lanzó una larga mirada a su alrededor; alas viсas, las higueras, los campos cultivados, el descuidado jardín y la desvencijada casa. Pareció calcular el trabajo que le llevaría mantener con vida todo aquello y por último asintió con un brusco gesto de cabeza:
— ¡De acuerdo…! — dijo—. Pondré esto en marcha. Lo que dejaron hundir los Quintero puede muy bien resurgir con los Centeno… La tierra es buena, y la casa sólida… Lo único que necesitan es trabajo.
Se estrecharon la mano sellando un trato que para ambos tenía mucha más validez que cualquier documento, y Damián Centeno se puso en pie y se encaminó sin prisa hacia el automóvil que le bajaría a Arrecife para continuar desde allí un larguísimo viaje que debía conducirle a América.
Sabía que aquella casa y aquellas tierras ya eran suyas, pero sabía, también, que aún tenía que ganárselas.
•
Primero fue una mar gruesa, de altas olas oscuras como de tinta china, inflamadas y amenazantes, y más tarde un temporal de levante que jugaba con el «Isla de Lobos» como si se tratara de una hoja de periódico confiada al viento en la esquina de dos calles, y la destartalada goleta no acertaba a hacer otra cosa que ir y venir de un lado a otro, subir, bajar y cabecear, asustada tal vez de su fragilidad al comprobar que ni siquiera a su propio timón obedecía y aquellas olas indómitas hacían saltar su casco machacando sus ya cansados huesos, abriendo sus junturas y permitiendo que el agua que golpeaba con fuerza sus costados se introdujera incontenible en sus bodegas.
Las bombas de achique no daban abasto y a los hombres se les entumecían los brazos de tanto palanquear, mientras a las mujeres les temblaban las piernas del esfuerzo de lanzar cubo tras cubo de agua por la borda.
Clavado tras la rueda del timón, Abel Perdomo parecía haberse convertido en una estatua de piedra afirmada entre dos piernas que desafiarían al bronce, sin hacer gesto alguno que no fuera girar a babor o estribor según soplara el viento o amenazara la ola, y si alguien hubiera podido observarle desde cierta distancia, abrigaría el convencimiento de que en cualquier momento quedaría flotando sobre sus pies, aferrado al timón, mientras el destartalado navío se esfumaba desbaratado por un golpe de mar.
Iba más allá de la lógica, e incluso del simple milagro el que la goleta continuara flotando, porque había momentos en los que las más altas olas parecían divertirse en escapar en el momento justo en que se encontraban bajo su quilla para dejarla suspendida en el aire, obligada a precipitarse con un golpe seco y aterrador hasta lo más profundo del abismo, de donde instantáneamente otra ola aún mayor la recogía furiosa y la lanzaba aullando hacia lo alto.
Amarrados por la cintura para que el Océano no tuviera oportunidad de engullirlos uno por uno en lugar de hacerlo de un solo manotazo, los Perdomo «Maradentro» luchaban decididos a salvarse juntos, y era esto último lo que parecía conferir mayor ímpetu a cada uno de ellos que — de estar solos— probablemente se habrían dejado vencer por el desaliento tiempo atrás.
Abel Perdomo defendía del mar a su esposa y a sus hijos; Aurelia protegía de igual modo a su familia; los hermanos bombeaban agua para impedir que Yaiza y sus padres se ahogaran, y la muchacha continuaba sintiéndose culpable de aquella absurda tragedia, y apretaba los dientes venciendo su fatiga.
Habían aceptado a conciencia el desafío del Océano, y sabían que aquélla era la forma en que el Océano aceptaba a su vez el desafío: lanzaba sobre ellos un temporal de viento, agua, olas y rugidos, pero no enviaba el ciclón, la galerna, o tan siquiera una dura tormenta, porque estaba jugando a ser el gato que golpea al ratón sin sacar las uсas ni mostrar los colmillos, consciente de que utilizar toda su fuerza era tanto como dar por concluida la contienda al comenzarla.
Fueron dos días y una noche lo que duró en conjunto el desigual torneo que bastó para aplacar al mar, cansándolo del juego, pero bastó también para desmadejar a los tripulantes y al navío que quedaron flotando sobre una quieta superficie de agua casi aceitosa con el angustioso jadeo de un perro que ha corrido en exceso.
Flotar.
Flotar era lo único que hacían; lo único que hicieron durante una larga noche y hasta que estuvo ya muy alto el sol en la maсana, pero flotar sobre las aguas — seguir vivos— era también lo único que importaba de momento, y constituía un milagro poder mirarse, sonreír cansadamente, o alargar la mano y acariciar la mano que otro había alargado.
Abel fue, como siempre, el primero en conseguir que las piernas obedecieran de nuevo su mandato y el que bajó a las bodegas a estudiar hasta qué punto el barco había sufrido daсos y qué nivel alcanzaban ya las aguas en la cámara.