Nueve días de lluvia sobre un lugar que a menudo veía transcurrir nueve aсos sin que cayera una triste gota despistada constituían un acontecimiento histórico y una efemérides digna de ser anotada en los anales del cabildo y fue «Seсa» Florinda — la que leía el destino en las tripas de los marrajos— la que aseguró que el regalo sin precio de aquel agua no podía deberse a otro motivo que al nacimiento de la nieta de Ezequiel «Maradentro».
Pero todos sabían que «Seсa» Florinda se encontraba cada día más loca y con demasiada frecuencia desbarraba.
Dos semanas más tarde millones de flores crecieron incluso por entre los resquicios de la lava, y los áridos pedregales del Rubicón se convirtieron por primera vez en lujurioso pastizal en el que se cebaban las cabras y los camellos, y cuando el día en que se cumplió el mes del nacimiento de la criatura entraron brincando los «bonitos» por la Punta de Papagallo para quedarse arrimados a la costa esperando a que los pescadores los cogieran casi sin otro esfuerzo que alargar la mano, hasta los más incrédulos se resignaron a admitir que algo insólito ocurría con la delicada chiquilla de ojos verdes que le había nacido a los Perdomo.
— Tiene «Baracka»… — aseguraba Abdul, el moro que naufragara trece aсos atrás en Puerto Muelas y se quedó en la isla para siempre—. Tiene «Baracka», el «Don», y cosas portentosas ocurrirán a su alrededor hasta que se entregue a un hombre para siempre.
Apenas había cumplido cinco aсos cuando un camello en celo, que estaba a punto de destrozar a Marcial, se aplacó de improviso cuando la niсa le ordenó detenerse, y más tarde predijo todos los naufragios de la isla; anunció la llegada de los más duros «sirocos», le bajó la fiebre y la hinchazón a los enfermos y atrajo la plaga de langosta al llegarle la menstruación.
«Seсa» Florinda fue el primer difunto que vino a hablarle en sueсos cuando llevaba ya más de dos meses enterrada y le confesó el lugar exacto en que había escondido los ahorros familiares que su hijo llevaba todo ese tiempo buscando inútilmente.
Por eso, cuando Yaiza vio por primera vez a Damián Centeno a la puerta de la casa que acababa de alquilar, fue a contarle a su madre que había llegado «El Mal».
— ¿Por qué «El Mal»?
— Porque lo lleva escrito en la mirada y grabado en un tatuaje de su brazo derecho. Siempre que he visto en sueсos naufragios o desgracias, ese dibujo se entremezclaba con los muertos.
— ¿Cómo es el dibujo?
— Un corazón que sangra atravesado por un fusil con bayoneta…
Cuando le preguntaron en la taberna la razón de aquel tatuaje, Damián Centeno respondió con voz ronca:
— Me lo mandé hacer el día que supe que los «rojos» habían matado a mi madre en Barcelona. Evita que me olvide de ella… y de los «rojos».
Nadie quiso hacer comentario alguno a esas palabras. Lanzarote había vivido de lejos la contienda civil con su espanto de odios v crímenes sin cuento, y pese a que en aquellos tristes aсos algunos hombres fueron arrojados al mar con una piedra al cuello o lanzados al vacío desde los más altos riscos de los acantilados de Famara, todos se esforzaban por olvidar que aquello había ocurrido, porque en una isla tan pequeсa continuar con una escalada de venganzas y violencia, hubiera equivalido a convertir el lugar en un desierto.
Pero la entonación con que Damián Centeno pronunciaba la palabra «rojos» traía a la memoria evocaciones dolorosas que hacían pensar que aquellos aсos de paz no habían pasado.
Damián Centeno era pequeсo y flaco, con una renca voz autoritaria que invitaba a imaginar que toda la energía de su cuerpo se hubiera concentrado en ella, aunque no llamaba a engaсo en modo alguno, pues al primer golpe de vista se advertía que a sus cuarenta y muchos aсos aún sería capaz de aplastar a tres jóvenes a un tiempo.
El tatuaje, el modo de ordenar y de moverse, y las largas patillas muy pobladas, delataban al primer golpe de vista al viejo legionario curtido en cien batallas y en un millar de riсas tabernarias, y la verde camisa entreabierta mostraba orgullosamente bajo un pesado medallón de plata la ancha y profunda cicatriz de un largo navajazo.
— ¿A qué ha venido?
— A pasar mis vacaciones… ¿Algún impedimento?
— Ninguno… Pero los forasteros no suelen frecuentar un lugar tan remoto… ¿Piensa quedarse mucho tiempo?
— Hasta que atrape un pez que me tiene encelado.
— En la «Costa del Moro» hay mejor pesca… ¿Acaso no viene de Marruecos…?
Damián Centeno observó a Maestro Julián «el Guanche» y sonrió apenas, mostrando levemente sus blanquísimos dientes de conejo agazapado.
— No de la especie que busco… ¿Y qué le hace pensar que vengo de Marruecos? No he dicho nada al respecto.
— Lo imaginé porque es allí donde está la mayor parte del «Tercio». Yo también tengo un sobrino legionario.
— ¿Tan listo como usted?
— Debe de ser cosa de familia… — Maestro Julián, pese a sus aсos, no era hombre que se arredrara fácilmente—. El aire de la Legión suele ser algo que se queda en el hombre hasta su muerte… ¿Muchos aсos de servicio?
— Veintiocho… — Se abrió la camisa—. ¿Ve esta cicatriz? Es un recuerdo del desembarco de Alhucemas… Y en la pierna aún llevo una bala rusa de Stalingrado.
— ¿Y ésta del pecho?
— Un cabo que se me insubordinó en Rifien… Lo maté con su propio cuchillo.
— Aquí ha ocurrido hace muy poco una historia semejante… Un chico sacó un cuchillo y lo mataron con él.
— Una curiosa coincidencia… — admitió Damián Centeno—. Aunque yo escuché ese cuento de otro modo… Un ferretero recobró la memoria y admitió que en realidad había vendido el cuchillo al asesino.
— Eso es muy nuevo.
— De anteayer… — puntualizó Damián Centeno—. Precisamente me lo contaron por la noche en un bar de Arrecife.
— No cabe duda de que también se trata de una curiosa coincidencia… Para redondear las coincidencias de la noche…: ¿No será usted, por casualidad, amigo de don Matías Quintero, de Mozaga…?
— ¿El capitán Quintero? — admitió el legionario—. ¡Oh, sí, desde luego! Tuve el honor de servir a sus órdenes durante los dos últimos aсos de la guerra.
— El muerto era su hijo.
— Eso he oído… Y he oído decir también que el que lo asesinó escapó del anzuelo…
— Ahora entiendo su pesca.
De la taberna, Maestro Julián «el Guanche» acudió directamente a casa de su compadre Abel Perdomo, a contarle cuanto había averiguado del recién llegado forastero.
— No oculta en absoluto sus intenciones… — concluyó—. Y se me antoja muy seguro de sí mismo y de que va a tener éxito en su «calada».
— Algo así me estaba imaginando… — admitió Aurelia que había escuchado el relato en silencio—. Don Matías ya ha conseguido que el ferretero cambie su testimonio, y ahora basta saber qué es lo que declararán esos muchachos… — Suspiró mientras dejaba a un lado los pantalones que se afanaba en remendar una vez más—. No hay como tener dinero para conseguir que la justicia se incline de tu parte… ¡Pobre hijo mío…!
— Aún no lo han agarrado, ni lo atraparán por mucho que lo busquen… — intentó tranquilizarle su marido—. Yo soy partidario de que pague la parte de culpa que le toca, pero empiezo a temer que quieren jugar muy sucio… — Se volvió a su compadre—. ¿Qué piensa conseguir ese matón que no hayan conseguido los guardiaciviles…? ¿Se va a dedicar él solo a remover otra vez toda la isla?
— No lo sé, «Maradentro», pero si quieres mi consejo, no dejes que le ponga la mano encima a tu muchacho… — Sentenció Maestro Julián—. Ese no viene a facilitarle la labor a los civiles, sino a ofrecerle en bandeja un muerto a don Matías… Es un «sacamantecas» cuartelero, más peligroso que «morena» saltando en la barca una noche de mar brava… Cuando clave los dientes no debe soltar su presa si no le arrancan la cabeza.