Tal vez pasaran siglos antes de que algún cazador se aventurara por aquellos inhóspitos mares de lava, y perros como el suyo le condujeran por el complejo subterráneo hasta los restos — quizá momificados— del gallego.
Pensar en él, en «Milmuertes», y en todo cuanto había ocurrido en aquellos últimos días le resultaba en cierto modo agradable, pues tenía plena conciencia de que era lo más importante que le sucedería en su vida, y le gustaba sentarse en su rincón de la taberna y observar a los parroquianos sabiendo que guardaba un secreto que nadie más compartía.
Le mirarían sin duda de otro modo si supieran que el mustio «follador de cabras» que se emborrachaba a solas en su esquina, había sido capaz de liquidar a dos peligrosos asesinos y encararse impertérrito a un tercero, pero no pensaba contarles nunca nada, porque tan hermoso secreto se le antojaba muchísimo más hermoso y más secreto si nadie lo compartía.
El, el más miserable habitante del pueblo y tal vez de la isla, tenía algo que le diferenciaba; que le hacía superior y le permitía mirar con desprecio a los demás aunque ellos no lo advirtieran, pero contarlo sería lo mismo que ponerse nuevamente a la altura de unos zafios campesinos ignorantes, siempre dispuestos a airear a los cuatro vientos cualquier cosa que hicieran.
Al igual que él era el único ser humano que sabía que el corazón de la Tierra se comunicaba con el resto del Universo a través de la abierta herida de Timanfaya; el único que disfrutaba del embrujo de pasar una noche de luna llena tendido sobre una laja de lava del más alto de sus volcanes, y el único que entendía hasta qué punto Yaiza Perdomo poseía aún mayores poderes de los que ella misma creía, era también el único en conseguir hacer desaparecer a dos hombres definitivamente.
Cabría preguntarse si el cabrero de Tinajo había llegado a la conclusión de que tenía espíritu de asesino, o era tan sólo que por primera vez algo excitante había venido a romper la desesperante monotonía de una existencia limitada a vagar por los campos sin más compaсía que las bestias, pero lo cierto era que los acontecimientos de aquel día memorable habían quedado grabados a fuego en su memoria, y se complacía casi tanto en recordarlos como se hubiera complacido en repetirlos.
Por ello, desde el momento mismo en que escuchó en la taberna que don Matías Quintero no descansaría hasta acabar con los Perdomo «Maradentro», tomó la decisión de que él se encargaría de hacer que don Matías no pudiera cumplir sus amenazas, porque le excitaba la idea de acabar personalmente con aquel hombre vestido de blanco que conducía un «Buick» de color guinda haciendo sonar una estruendosa bocina que espantaba a las cabras. Y le excitaba igualmente la idea de continuar siendo quien protegiera en la sombra a Yaiza Perdomo sin que ella lo supiera, y le excitaba por último la idea de tomar asiento en su rincón de la taberna de Tinajo a observar despectivamente a los piojosos lugareсos que continuarían sin sospechar lo que había hecho.
Concluyó por tanto su parco almuerzo, ocultó en su macuto el pesado revólver, y tras acariciar distraídamente la cabeza de uno de los perros, se puso en pie y reemprendió la marcha, aunque en esta ocasión Se desvió por intrincados senderos que le conducirían, campo a través, hasta Mozaga.
Había sabido calcular su tiempo y caía el sol a sus espaldas cuando avistó el macizo caserón que coronaba desafiante la colina, a cuyas faldas llegó cerrada ya la noche, seguro de que nadie había reparado en su presencia.
Aguardó paciente, observando la casa en la que apenas brillaban cuatro luces malamente distribuidas, ordenó a los perros que se quedaran aguardando al borde del camino, sabedor de que sus ladridos le avisarían si alguien se aproximaba, y adentrándose entre los muros de piedra que rodeaban las viсas atravesó el jardín y se ocultó a la sombra de una higuera a diez metros del porche.
La puerta de ese porche aparecía entreabierta y no distinguió a nadie. Roque Luna, al que sí había visto de cerca muchas veces, no apareció por parte alguna, pero aun así permaneció inmóvil y con el oído atento al menor ruido que pudiera llegarle desde dentro.
Por fin, de cuatro zancadas penetró como un fantasma en la casa y ya en el salón escuchó nuevamente, aunque el palpitar de su corazón era el único sonido que podía percibir. Acostumbró los oíos a la penumbra, abrió una de las hojas de la pesada puerta chirriante, y atisbo hacia lo alto de la ancha escalera de peldaсos gastados por el uso y el tiempo.
Agradeció que esos peldaсos fueran de piedra, como lo eran también las barandillas, y ascendió con la suave paciencia y los andares de un felino, acostumbrado como estaba desde siempre a no alzar nunca un pie sin tener el otro firmemente asentado.
Frente al largo pasillo casi en tiniebla se detuvo, observó una por una las gruesas puertas cerradas, y fue pasando ante ellas sabiendo, sin saber, cuál era la que buscaba.
Al fin, un levísimo haz de luz que se filtraba por debajo de una de ellas le obligó a detenerse.
Una mortecina lamparilla amarillenta cuya única esperanza de resplandor quedaba amortiguada por una vieja servilleta que colgaba a modo de sudario, se esforzaba por impartir algo de claridad a la agobiante, recargada y pestilente estancia sobre cuya amazacotada cama la antaсo erguida figura de don Matías Quintero traía de inmediato a la memoria a los esqueléticos supervivientes de los campos de concentración de la última guerra.
El que fuera poderoso cacique de Mozaga había quedado reducido a dos inmensos ojos casi desorbitados que recordaban de un modo a la vez cómico y macabro los relucientes faros del fastuoso automóvil con que recorriera en un tiempo la isla, y Pedro «el Triste» no pudo por menos que quedarse muy quieto junto al vano de la puerta, impresionado, porque por mucho que hubiera oído hablar en la taberna de Tinajo sobre el estado casi agónico en que se encontraba su víctima, jamás pudo imaginar que se enfrentaría a un espectáculo semejante.
Se aproximó despacio hasta que sintió en el estómago el contacto de la barandilla de los pies de la cama, y observó al hombre que a su vez le observaba, y que no había hecho gesto alguno ni parecía sorprendido por su presencia.
Permanecieron un largo tiempo así, mirándose, hasta que con una voz ronca y casi inaudible, don Matías Quintero inquirió:
— ¿Quién eres…?
— Pedro «el Triste»…
— ¿«El follador de cabras»…? — No obtuvo respuesta, y como se diría que tampoco la esperaba, aсadió al poco —: ¿A qué has venido?
— A matarle.
Resultaba evidente que a don Matías Quintero semejante afirmación no le tomaba por sorpresa, o que le resultaba del todo indiferente que un fin que sabía tan próximo le llegara por simple inanición o a manos de un cabrero harapiento.
Pareció cavilar sobre ello, aunque se diría que no le preocupaba en absoluto, y por último, como si fuera algo que no tenía en realidad nada que ver con él, quiso saber:
— ¿Por qué?
Pedro «el Triste» no tenía respuesta para eso; al menos una respuesta que pudiera servirle más que a él mismo, y giró despacio aferrado a una de las columnatas de la cama para ir a sentarse en ella, al otro lado de donde se encontraba don Matías.
— Maté a dos de sus hombres… — dijo al fin, como si ésa se le antojara la explicación más lógica—. Y Yaiza es mi amiga… — Pareció arrepentirse de haber dicho algo que no era exactamente verdad y se corrigió—. No es mi amiga… — aсadió—. Pero tiene el «Don»… Mi madre también lo tenía.
— Tu madre no tenía el «Don»… — replicó don Matías que parecía recuperar poco a poco su lucidez y su capacidad de expresarse—. Tu madre no era más que una alcahueta que perseguía a mi primo Tomás como una perra en celo… — Afirmó repetidas veces con la cabeza—. Recuerdo bien a Rufa rondando al atardecer por los viсedos a la espera de que Tomás quisiera tirársela… Se llamaba Rufa, ¿verdad?