La cruel metamorfosis sufrida en poco tiempo por aquel barco que tanto amaba parecía haber desmoronado igualmente ei espirito e Abel Perdomo, que comenzaba a dudar de su capacidad de sobrevivir sobre un Océano que no aceptaba brindarle la oportunidad de salvar a los suyos empleando para ello todo el caudal de su experiencia.
El mundo de generaciones de «Maradentro» estaba hecho de viento, pues el viento había sido su aliado o su enemigo desde que tenían memoria, y al igual que los había castigado lanzando sobre ellos toda la fuerza de su infinita furia, los había ayudado hinchando sus velas y empujándoles velozmente en busca de los bancos de atunes y sardinas.
Los «Alisios» soplaban regularmente sobre Lanzarote, haciendo habitable una isla que de otro modo no sería más que un roquedal inhóspito, y el «siroco» convertía aquella misma isla en un infierno cuando la cubría del espeso polvillo del desierto. El viento iba y venía, cambiaba su fuerza o rolaba a su capricho y se podía contar con él para lo bueno o lo malo, pero ahora, allí, en el corazón mismo del Océano, las velas de la goleta eran colgajos que recordaban los adornos de papel de una verbena tras una noche de lluvia; crespones de un entierro; flores marchitas.
Las velas de aquel barco siempre estuvieron cuajadas de chasquidos, susurros o lamentos respondiendo al empuje del viento, pero ahora esas velas no eran más que silencio, como si el miedo y el asombro que producía aquella infinita calma hubiera enmudecido para siempre «sus voces.
Su mar; el mar que Abel conociera incluso antes de conocer el rostro de su padre, era un mar vivo y cambiante; furibundo o amable, egoísta o generoso, cruel o divertido, pero aquel Océano sin límites no parecía aspirar a ser más que una amorfa masa de agua azul y sin fronteras; un monstruo indiferente a cualquier sentimiento; un universo líquido en el que no resultaba concebible que pudiese efectuarse cambio alguno.
El mar cambiaba. El mar de los Perdomo; el mar de las plataformas continentales se transformaba a lo largo del aсo con la llegada de las estaciones, y en primavera las aguas de las capas superiores que se habían ido enfriando a lo largo del invierno se volvían más pesadas y comenzaban a hundirse lentamente, desplazando hacia arriba a las capas inferiores ya para entonces más calientes.
La gran cantidad de sales minerales que se habían ido acumulando en el fondo por efecto de la sedimentación y los aluviones de los ríos ascendían a su vez a las superficies para servir de alimento a las algas marinas, que con la llegada de esas aguas templadas y esas sales despertaban de su largo letargo y comenzaban a proliferar saliendo del enquistamiento en que habían permanecido durante meses. La explosión de vida que significaba aquella multiplicación asombrosa conseguía que en ocasiones millas y millas de superficie marina se tiсeran de distintos colores a causa del conjunto de los microscópicos granos de pighiento que las diminutas algas contenían en su interior.
Al desarrollarse de tal modo la flora planctónica se producía de inmediato una eclosión semejante del plancton animal, lo que traía aparejado que todos los habitantes del mar que se alimentaban de ese plancton ascendieran en su busca, convirtiendo las aguas en un gigantesco criadero en constante ebullición donde los animales devoraban a los vegetales para ser devorados a su vez por otros animales mayores en la gigantesca máquina de eterna creación que había sido siempre el mar, donde unos morían para conseguir que otros vivieran en una cadena sin fin que se remontaba al comienzo de la Creación y debía continuar hasta el fin de los tiempos.
Pero tal explosión de vida no duraba mucho, y a mediados de verano los peces regresaban a las profundidades para que ya en otoсo el mar se cubriese de un fulgor fosforescente, gris y metálico que encendía las crestas de las olas, sumiéndolo todo en una tonalidad fascinante y casi sobrenatural.
Con el invierno las algas disminuían hasta casi desaparecer, y los grandes bancos de peces emigraban definitivamente hacia aguas más cálidas y profundas, donde se apoderaba de ciertas especies un letargo semejante a la hibernación de algunos animales terrestres. El mar aparecía entonces gris y frío, como muerto, pero no era así, y todos sabían que al igual que en tierra bajo la más espesa capa de nieve podía hallarse en los árboles el brote que en primavera florecería, el mar pronto sería llamado nuevamente a la vida, a la eclosión desenfrenada y a la reiniciación del ciclo eterno.
Pero allí, en medio del Océano, con miles de metros de agua bajo la quilla, los cambios no eran visibles ni tan siquiera para un ojo tan experto como el de los Perdomo „Maradentro“, y ese agua no parecía ser nunca más que agua, sin ciclos, sin latidos, sin alma ni sentimientos; sólo agua en la que flotaban cosas, sobre la que navegaban barcos y de la que, esporádicamente, nacía un tiburón hambriento, una ballena fugaz, un veloz delfín sin rumbo fijo, o aquellos relucientes y sabrosos „dorados“ que habían sido creados para que los náufragos nunca perdieran la esperanza.
No resultaba extraсo por tanto que el „Isla de Lobos“ hubiera acabado por sentirse asustado y desmoralizado, perdiendo su dignidad y su entereza, pasando a convertirse en aquella descarnada caricatura de navío; barraca de feria pueblerina que hubiera movido a risa de no saber que le aguardaba un destino tan trágico.
Abel Perdomo comprendía ahora por primera vez a Santos Dávila, que el día en que supo que la tisis le impedía navegar llevó su barco a un lugar que nunca quiso revelar y le abrió una vía de agua enviándolo a descansar para siempre a un fondo de treinta metros, allí donde sabía que nadie más que los peces irían a molestarle.
— ¿Por qué?
— Porque alguien que ha sido tu amigo y compaсero durante tantos aсos merece una muerte honrosa… — fue su respuesta—. Puede que la tuberculosis acabe conmigo, pero más rápidamente acabaría si supiera que algún hijo de puta está desguazando mi barco como el ave carroсera devora un cadáver.
Santos Dávila no murió tuberculoso, y cuando cuatro aсos más tarde volvió del Sanatorio, contrató al buzo que trabajaba en el muelle de Arrecife para que le bajara a visitar su barco.
— Lo acarició como se puede acariciar el cuerpo de una mujer amada… — contó más tarde el buzo emocionado—. Temblaba como un niсo al tocar nuevamente el timón y los palos, y aunque él jura que no, yo que lo vi, sé que lloraba… — Hizo una larga pausa consciente de que todos en la taberna le escuchaban—. El barco estaba intacto. Igual que lo dejó, y parecía estar esperando a que él regresara… Os aseguro que, por unos instantes, llegué a pensar que en cualquier momento aparecería „El Viejo del Mar“ que haría que flotara nuevamente y se lanzara a navegar por esos rumbos.
A los tres meses Santos Dávila se murió de repente. Lo que no consiguió la tisis lo logró la nostalgia, y alguien tuvo la idea de enterrarlo en su barco, pero el cura se opuso tenazmente y el buzo se negó a revelar el lugar del naufragio, porque aquél era un secreto que sólo pertenecía al difunto.
El „Isla de Lobos“ hubiera merecido más que ningún otro navío de este mundo el respeto de un final semejante, sin tener que convenirse en el hazmerreír de un Océano dormido que parecía estar despreciándole hasta el punto de no dignarse alzar contra él ni siquiera la más diminuta de sus olas o el más inofensivo soplo de viento.
— Lo que más me molesta es irme al fondo sin pelea… — comentó una noche Asdrúbal expresando el sentimiento general—. Yo soy hombre de mar y no de sopa.
Era en verdad como una sopa aquel Océano oscuro y caliente en el que una luna inmensa se reflejaba con tan absoluta perfección, que parecía nacer de lo más profundo del abismo y estar por el contrario reflejándose en la inmensidad del espacio tachonado de estrellas.