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La noche era el momento en que preferían reunirse en torno al timón, porque la noche alejaba el calor agobiante y borraba la monotonía obsesiva de aquel horizonte sin relieves frente al que se sentían empequeсecidos hasta convertirse prácticamente en nada.

— Ya lo dijo el abuelo… — comentó Yaiza, cuyo rostro, a la sombra del tambucho de popa, resultaba inescrutable—. Al barco no le gusta la calma… Siempre tuvo miedo a las calmas.

— Pues ahora le ha llegado el momento de tenerle miedo a todo… — sentenció Sebastián, pesimista—. Bastará un soplido para ponerlo panza arriba.

— Yo aún tengo confianza.

Aurelia continuaba siendo la que se mantenía más firme y más entera, incapaz de consentir que su ánimo decayera un solo instante, y a medida que su esposo y sus hijos, mejores conocedores del mar y de los problemas de la nave, se iban desmoronando ante la evidencia, ella parecía ir creciéndose y era siempre la más dispuesta, la que más hablaba, y la que incluso gastaba bromas o se lanzaba a cantar con aquella su voz suave y profunda:

— Hay comida suficiente: los „dorados“ se dejan coger y racionándola, el agua aún puede durarnos quince días… — aсadió al advertir los ojos de su familia fijos en ella—. Puede que tengamos que rompernos el espinazo achicando la bodega, pero América continúa estando ante nosotros, y la corriente nos empuja hacia allí… ¡Algún día llegaremos!

Hubiera sido cruel aclararle que aquella corriente necesitaría semanas para arrastrar al „Isla de Lobos“ hasta la costa americana, y que resultaba absurdo suponer que en ese tiempo el Océano no se decidiría a despertar y acabar de un solo golpe con la presencia de aquel ridículo montón de trapos y maderas.

— Hay quien ha logrado mantenerse a flote sobre una balsa… — insistió Aurelia machacona—. Y este barco es más que una balsa…

— ¡Pero mamá…!

Se volvió a su hijo Sebastián que era el que había protestado:

— ¡No hay pero que valga…! — replicó—. Reduciremos la ración de agua y empezaremos a pensar en la forma de construir una balsa, porque de lo que puedes estar seguro es de que no vamos a quedarnos cruzados de brazos viendo cómo esto se hunde.

— Viene un hombre.

Los cuatro se volvieron a observar a Yaiza, que llevaba largo tiempo contemplando la luna sobre el mar:

— Viene un hombre y le siguen dos perros… — repitió—. Anda a zancadas y quiere decir algo, pero no llega nunca.

Seсaló un punto frente a ella, sobre las aguas, pero ni sus padres ni sus hermanos pudieron ver nada más que la infinita quietud del Océano.

— ¿Quién es? — quiso saber Abel Perdomo, que ya había perdido incluso su capacidad de indignarse por las excentricidades de su hija—. ¿Le conoces…?

— No consigo ver su cara. Camina hacia nosotros todo el tiempo, pero cada vez está más lejos… Ahora grita.

— ¿Qué dice?

— Grita algo sobre don Matías Quintero, pero no logro entenderlo… — Guardó silencio un instante—. Ya se ha marchado… Comprendió que nunca podría alcanzarnos y ha vuelto a Lanzarote… — Hizo una nueva pausa y aсadió como si el hecho le sorprendiera a ella misma—. No estaba muerto, ni va a morirse… Es la primera vez que alguien que está vivo y no conozco quiere acercarse así…

— ¡Locos…! — exclamó Sebastián malhumorado—. ¡Estamos todos locos! Trepados como gallinas en la popa de un barco que se hunde y haciendo caso de apariciones… — Lanzó un furioso resoplido—. Si consiguiéramos llegar a América no me extraсaría que nos mandaran de vuelta a casa… Allí no admiten carne de manicomio… — Extendió la mano y apretó con afecto el antebrazo de su hermana—. ¡Perdona…! — rogó—. Sé que no tienes la culpa, pero estas cosas me sacan de quicio… — Chasqueó la lengua con gesto de fastidio—. Quizá creo en ellas más de lo que me gustaría admitir, y eso me asusta… ¿De verdad has visto a un hombre que venía caminando hacia nosotros…?

— Tan claro como te estoy viendo a ti… Era un hombre alto, flaco y zanquilargo, con dos perros…

— ¡Pedro „el Triste“!

Era Asdrúbal el que había hablado.

— ¿Qué tiene que ver con todo esto Pedro „el Triste“? — inquirió su padre.

— No lo sé… —admitió el muchacho—. Pero la descripción concuerda, y cuando estaba escondido en Timanfaya lo vi de lejos acompaсado de dos hombres… Tuve la sensación de que andaba en mi busca, pero de pronto desapareció.

— Si Pedro „el Triste“ hubiera querido encontrarte en Timanfaya, lo habría hecho… — sentenció Abel Perdomo—. No creo que te buscara, ni que fuera el que Yaiza ha visto.

— ¿Entonces quién era ese hombre…? — quiso saber Aurelia.

— Nadie que deba preocuparnos, ni nadie en quien debamos seguir pensando… Vino y se fue, y cuanto menos nos acordemos de él, más tranquilos estaremos… Ya tenemos bastantes problemas sin necesidad de que vengan a visitarnos hombres ni perros…

Damián Centeno y Justo Garriga decidieron pasar su última noche en „Casa de la Húngara“, en la calle Miraflores de Tenerife, en una especie de homenaje a las muchas noches de putas que habían compartido a lo largo de sus aсos en la Legión.

A la maсana siguiente el primero embarcaría en el „Montserrat“ con destino a La Guaira, y dos días más tarde Justo Garriga lo haría en el „Villa de Madrid“ rumbo a Cádiz, desde donde continuaría hacia Ceuta y Teman, pues sentía nostalgia de aquel Marruecos en el que había transcurrido la mayor parte de su vida.

Ninguno de los dos había planteado la posibilidad de continuar juntos la aventura de dar caza a los Perdomo „Maradentro“, pues para el alicantino aquélla era una empresa en la que no tenía ninguna confianza y le repugnaba la idea de tener que matar a una muchacha cuyo único delito era haberse convertido en una mujer demasiado hermosa demasiado pronto.

Damián Centeno no deseaba tampoco compaсía, porque había llegado al convencimiento de que lo que empezara como simple trabajo rutinario se había convertido en una cuestión personal entre él y los Perdomo „Maradentro“, a los que estaba dispuesto a perseguir y aniquilar aun en el caso de que don Matías Quintero renunciara para siempre a su venganza.

Fracasar a su edad tan estrepitosamente como estaba fracasando frente a aquella estúpida familia de palurdos, hubiera significado para el ex sargento perder la confianza en sí mismo, ya que después de haber desperdiciado la única oportunidad que la vida le había ofrecido de ser alguien, no se hubiera sentido capacitado más que para continuar siendo durante unos cuantos aсos matón barriobajero o chulo de prostíbulo y acabar de un navajazo o pidiendo limosna en una esquina.

Había un momento y un estado de ánimo para todo y aquél era el momento de atravesar el Océano y buscar en la inmensidad de América a tres personas a las que debía matar. Y tenía que hacerlo solo, porque la necesidad de soledad era su actual estado de ánimo. Soledad para tomar las cosas con calma, para meditar cada movimiento sin sentirse presionado, y para ir y venir con aquella paciencia que únicamente eran capaces de desarrollar los cazadores solitarios para los que la persecución llegaba a ser tan importante o más que la consecución misma de la pieza.

El dinero de don Matías Quintero estaba a su disposición, y tal como había comprobado durante su última visita, el viejo había perdido toda esperanza de ver cumplida su venganza. El día que regresara a Lanzarote probablemente no estaría ya allí para pedirle cuentas de sus actos, y por lo tanto poco importaba el tiempo que empleara en llevar a cabo su misión.