Ya no eran los mismos, y pasada la medianoche las cuatro golfas pudieron incluso irse a cumplir otros „servicios“, dejándoles durmiendo espatarrados sobre el mullido colchón, reflejados una y otra vez — ellos y sus ronquidos— en los infinitos espejos de la estancia.
Por la maсana, entre la dueсa y el mariquita del lugar vistieron al ex sargento y casi a rastras lo subieron a un taxi en el que „la loca“ lo acompaсó hasta la pasarela del barco donde lo confió a las amorosas manos de un camarero igualmente afeminado que se entusiasmó por la idea de pasarse el viaje atendiendo a un hombre tan macho y tan cuajadito de cicatrices.
Caía la tarde y el sol extraía destellos cobrizos de los acantilados de la isla de La Gomera que se iba alejando por la banda de babor, cuando Damián Centeno hizo su aparición sobre cubierta y se acomodó en la barandilla a aspirar un denso olor a mar que le despejó la cabeza de los últimos vapores del alcohol, mientras contemplaba aquel Océano azul e ilimitado que se extendía ante él, y del que únicamente sabía y quería saber que ocultaba a sus enemigos; aquellos que constituían el último obstáculo que le impedía convertirse en un hombre rico.
Cuando el sol se ocultaba ya sobre el recto horizonte le vino a la memoria aquel otro atardecer que disfrutaba desde el porche de la Hacienda de Mozaga, cuando aquel mismo sol descendía sobre la cadena de cráteres de Timanfaya extrayendo mil destellos de los muros de negra piedra, los viсedos, los cultivados campos, las higueras, o las multicolores buganvillas del jardín.
Se sorprendió a sí mismo al advertir que constantemente se sorprendía a sí mismo pensando en Lanzarote; recordando aquella isla maldita, pedregosa e inhabitable por la que experimentó un rechazo instintivo desde el primer momento, incapaz entonces de entender su paisaje o sus gentes, pero que ahora parecía reclamarle de continuo luchando por abrirse un hueco en su corazón y en su memoria y atrayéndole con la fuerza de un poderoso imán irresistible.
No le desagradaba la idea de dejar transcurrir el resto de sus días en el caserón de la colina disfrutando de aquella calma infinita lejos de todas sus aventuras y sus guerras, pues constituiría, sin duda, un glorioso colofón para una vida tan intensa como había sido la suya; vida en la que partiendo de ser hijo de una „mechera“ de mercado y tranvía había llegado a un punto en el que podía viajar en el camarote de lujo de un gran trasatlántico, teniendo en el bolsillo los títulos de propiedad de una Hacienda, unas bodegas, tres casas en Arrecife y un hermoso y reluciente „Buick“ de color guinda.
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Apareció pasada la medianoche, y era casi tan grande como el barco contra el que se frotaba a un metro por debajo de la línea de flotación, haciendo que las tablas crujieran y se ondularan a su paso, siempre de popa a proa, para alejarse luego unos minutos y volver de igual modo, y resultaba espeluznante calcular en las tinieblas su tamaсo, si tan sólo con la presión de su cuerpo conseguía que el „Isla de Lobos“ se estremeciera.
Encendieron los faroles „de cubierta e incluso antorchas improvisadas con palos y trozos de tela, pero aunque iluminaron el mar como hubieran podido iluminar una verbena, no consiguieron distinguirlo ni que aflorase a la superficie, por lo que llegaron a la conclusión de que no se trataba de una ballena, una orea asesina, ni aun de un tiburón gigante, ya que este último, dada la escasa profundidad a que se encontraba, hubiera tenido que mostrar necesariamente su aleta dorsal.
Al fin, más por su sombra que por apreciación directa, dedujeron que se trataba de un enorme congrio o la más desproporcionada morena que hubiera existido nunca en el fondo del Océano; una auténtica serpiente de mar mitológica de las que tan sólo habían oído hablar en los fantasiosos relatos de Maestro Julián „el Guanche“, quien aseguraba que en los abismos marinos habitaban calamares de casi veinte metros de longitud, pulpos con rejos tan gruesos como un hombre, y serpientes capaces de luchar con éxito contra semejantes bestias apocalípticas.
Los Perdomo siempre habían creído que aquellas historias constituían tan sólo imaginaciones de los „antiguos“ que eran demasiado dados a dejar volar su fantasía y tratar de impresionar a la pobre gente de tierra adentro, pero resultaba evidente que tan sólo los „antiguos“ conocían bien la realidad de los Océanos, puesto que en los últimos cien aсos, desde que el hombre comenzó a navegar en barcos de vapor y no tuvo que sufrir las consecuencias de calmas como las que estaban padeciendo, pocos habían tenido la ocasión que a ellos se les estaba presentando, de vivir tan de cerca el mundo e las aguas profundas.
— Si nos embiste de frente, nos hunde… — seсaló Abel por último—. Pero no parece que sean ésas sus intenciones… Se diría que está calculando nuestras fuerzas y el daсo que podemos causarle…
— ¡Como no le escupamos…! — comentó Asdrúbal—. Lo único que se me ocurre es intentar clavarle un „bichero“ de los de halar tiburones…
— No creo que eso sirviera más que para enfurecerle… — le advirtió su hermano—. Lo mejor será dejarle en paz hasta que amanezca… De día podremos verle y actuar… Mientras tanto deberíamos bajar a la camareta… Un bicho de ese tamaсo puede alzarse de improviso y arrastrarnos al agua.
Era la decisión más sensata y Abel la impuso, por lo que tuvieron que apiсarse los cinco, dos sobre cada litera y Asdrúbal en el centro, pendientes de las sucesivas pasadas de la bestia que parecía ir aumentando su presión hasta un punto en que la goleta comenzó a balancearse como si una mano de cíclope la estuviera meciendo y algunas tablas restallaron, amenazando saltar convertidas en astillas.
— ¡Cierra…! — suplicó Aurelia, seсalando a su hijo la portezuela—. Si nos hunde quiero que nos vayamos al fondo todos juntos sin ver cómo ese animal nos devora uno tras otro… ¡Cierra, por favor…!
— ¡Nos moriremos de calor…!
— Lo prefiero a servir de cena a esa bestia…
Asdrúbal hizo ademán de levantarse y obedecer a su madre, pero Yaiza, que permanecía adormilada abrazada a sus rodillas, le interrumpió con un gesto.
— No hace falta… — dijo—. El abuelo asegura que no nos hundirá, y que al amanecer llegará el viento.
Su madre la observó severamente, pero la expresión de su rostro la desarmó.
— ¿Lo has visto? — quiso saber.
— Me ha hablado… Está fuera espantando a ese bicho…
Todos la miraron ansiosos por creer en sus predicciones y permanecieron muy quietos, casi sin atreverse a respirar, aguardando la siguiente arremetida de la bestia, que llegó con una precisión casi cronométrica, aumentando una vez más la potencia de su empuje.
— No parece que le haga mucho caso al abuelo… — comentó Sebastián con un punto de ironía en la voz—. Quizá las serpientes de mar no creen en aparecidos.
— ¡Se irá…! —sentenció la muchacha segura de sí misma—. Cuando el viento llegue, se irá.
Faltaban casi tres horas aún para el amanecer y fueron sin duda las tres horas más angustiosas que cualquiera de ellos hubiera vivido hasta el presente, porque los ataques se repitieron con obsesiva monotonía y el „Isla de Lobos“ era ya como un juguete inarticulado; un enorme „tentempié“ al que un niсo caprichoso se empeсase en propinar constantes papirotazos.
Yaiza, que era la única que parecía creer a pies juntillas en sus propias palabras, había vuelto a adormilarse con la cabeza apoyada en un mamparo, pero de improviso abrió los ojos, escuchó y sin mirar a nadie murmuró roncamente:
— ¡Ya viene…! ¡Ya viene el viento…!
La tensión en la diminuta camareta se hizo tan palpable que se diría que el aire ya de por sí recargado se electrificaba de improviso; todos sintieron cómo hasta el último de sus músculos se enervaba, y manteniendo la respiración para no hacer el menor ruido esperaron ansiosos hasta que un lejano susurro que se les antojó la más maravillosa de las músicas llegó correteando por encima de la quieta superficie del mar y se estrelló contra las dormidas velas que despenaron alborotadas restallando y llenando la cubierta de chasquidos.