— ¡Ahí está…! —exclamó casi con un sollozo de alegría Abel Perdomo—. ¡Dios mío, es cierto…! ¡Ahí está el viento…!
Se precipitaron en tromba al exterior y estaba allí, golpeándoles la cara dulcemente y jugueteando burlón con sus cabellos, y como si ese viento o la primera claridad del día que llegaba tras él hubiera espantado al monstruo, éste lanzó un último ataque contra el maltrecho casco y se sumergió silenciosamente hacia oscuros abismos de los que jamás debió emerger.
A qué especie pertenecía o cuáles eran sus auténticas intenciones nunca llegarían a saberlo, pero tampoco les importaba gran cosa en ese instante, porque en aquel momento su única preocupación era correr de un lado a otro cazando drizas, tensando velas, alzando el trapo que habían mantenido aferrado durante tanto tiempo, y haciendo girar nerviosamente la rueda del timón para que aquel bendito viento de levante tomara el barco de popa y lo impulsara hacia las lejanas costas americanas.
Aurelia no pudo contenerse, y aferrando entre sus manos el rostro de su hija lo besó impetuosa, y por primera vez en su vida le dio las gracias por aquel extraсo „DON“ que poseía de agradar a los muertos.
— No me las des a mí… —replicó la muchacha con su calma de siempre—. ¡Dáselas al abuelo…!
— ¡Pues trasmíteselas tú, ya que a mí no parece escucharme…! — exclamó su madre, feliz—. Dale las gracias y dile que le quiero… Que siempre lo he querido.
— Ya lo sabe.
El viento era el justo; de fuerza cuatro a cinco, sin rachas que alarmaran al maltrecho navío, pero con la constancia y la firmeza que necesitaba para ir cogiendo velocidad, y en el momento en que el sol hizo al fin su aparición a sus espaldas, el viejo „Isla de Lobos“, aquella barraca de feria ambulante que no era ya más que una ridícula sombra de la orgullosa goleta que construyera tantos aсos atrás Ezequiel „Maradentro“, se lanzó a navegar de nuevo abriendo orgullosamente las aguas con el mismo espíritu e idéntico valor con que hendió el amado Canal de la Bocaina el día en que acudió a recoger a una niсa recién nacida en un faro para que un cura le pusiera de nombre Margarita.
— ¡Llegaremos!.. — aseguró convencido Abel Perdomo—. ¡Oh, Dios, si mantienes este viento y este mar, conseguiré llevar a mi familia hasta la costa…!
— La costa está aún muy lejos…
Se volvió a Sebastián, que era quien lo había dicho.
— ¿Cómo de lejos…?
— Más de trescientas millas…
El experto ojo de Abel Perdomo observó el mar, lanzó hacia proa un pedazo de madera y contó el tiempo que tardaba en cruzar a lo largo de la borda.
— ¡Cinco nudos…! — dijo—. Si bombeamos el agua que llevamos en la bodega subiremos a seis; tal vez a siete… ¿Cuánto tiempo tardaríamos en llegar si las cosas no cambian…?
Su hijo hizo un rápido cálculo mentaclass="underline"
— Seis días… Tal vez ocho…
— ¡Bien…! Ya haré que este barco se mantenga a flote una semana, cueste lo que cueste… ¡Yaiza…! — llamó—. Hazte cargo del timón… Vosotros abajo conmigo; a echar fuera el agua… ¡Aurelia…!: Empieza a tirar por la borda todo lo que no sea imprescindible: los muebles, las barricas, las literas, el espejo… ¡Todo!
— ¡El espejo, no…! — suplicó ella—. Prometiste que el espejo siempre vendría conmigo… Es el único recuerdo de mi madre que me queda…
Abel Perdomo fue a decir algo, pero pareció cambiar de idea y sonrió. Le dio a su mujer una cariсosa palmada en el trasero y asintió con un gesto:
— ¡Está bien…! — aceptó—. Conserva de momento el espejo y las literas, pero te juro que si esta tarde no navegamos a seis nudos, se lo tiro al monstruo de anoche para que se mire y vea lo feo que es…
Saltó sobre los travesaсos de proa, y se dejó descolgar a la bodega en la que ya sus hijos habían comenzado a accionar briosamente las bombas de achique.
— ¡Fuerza, muchachos…! — pidió—. Vamos a demostrarle a este Océano quiénes son los „Maradentro“ y por qué cojones nos pusieron el apodo…
E hicieron fuerza. Toda la fuerza que les confería la desesperación; toda la fuerza que eran capaces de imprimir a sus brazos tres hombres decididos a sobrevivir y que acababan de recuperar la fe y la confianza en su propia salvación y la de los seres que amaban.
Cuatro horas después, cuando aún quedaban dos cuartas de agua en el fondo del barco y ya parecían a punto de caer agotados, Abel Perdomo hizo un alto, lanzó un resoplido y girando la vista a su alrededor como si buscara a alguien a quien no podía ver, exclamó:
— ¡Echa una mano, viejo…! No te quedes ahí como si la cosa no fuera contigo… Ya sé que te has pasado la noche espantando a ese bicho, pero tú siempre fuiste un tipo duro que podía pasarse tres días sin dormir sacando atunes.
Sebastián, que había tomado asiento a su vez y se limpiaba los chorros de sudor que le corrían por la frente, sonrió divertido:
— ¿Realmente empiezas a creer que el abuelo viene con nosotros…?
— Sabiendo lo que teníamos que pasar, tu abuelo, ¡ni muerto! se hubiera quedado en tierra… — replicó convencido—. Y si tu hermana dice que está aquí, es que está… Sólo hay una cosa que yo haya aprendido de mayor: esa chiquilla no se equivoca nunca. ¿Dónde estaríamos ahora sin ella?
Sebastián se sintió tentado de responder que pescando tranquilamente en el Canal de la Bocaina, pero no lo hizo, en parte porque comprendía que hubiera sido una crueldad, y en parte porque en esos momentos la propia Yaiza hizo su aparición en equilibrio sobre lo que quedaba de cubierta:
— ¿Queréis agua…? — inquirió—. Mamá la está fabricando. ¡Venid a verlo…!
En efecto, Aurelia se encontraba atareada destilando agua con ayuda de un alambique fabricado con una tetera y un pedazo de tubo de cobre, semejante al que empleara Asdrúbal durante su estancia en el Infierno de Timanfaya.
— Me pareció una estupidez tirar los muebles… — dijo a modo de explicación—. Los estamos quemando y aunque no mucha, algo de agua conseguimos…
El agua se había convertido desde hacía ya más de una semana en uno de sus principales problemas, porque en contra de lo que Sebastián había supuesto, las lluvias no habían hecho su aparición y habían tenido que reducir una y otra vez las raciones hasta el punto de que la sed era ya un compaсero más en aquel inacabable viaje.
Inclinados sobre el fuego observaron cómo una a una las gotas de agua dulce se iban condensando en el interior de la botella que Aurelia había colocado al final del alambique, y que se encontraba ya más que mediada.
— ¿Cuánta madera has necesitado para eso…? — quiso saber Abel.
— Las patas de la cómoda de nuestro dormitorio… — replicó Aurelia con una leve sonrisa—. Si tenemos suerte, nuestro mejor mueble se convertirá en tres litros de agua potable.
El le pellizcó la cara con un cariсoso gesto que era tal vez un intento de consolarla:
— No creo que ningún mueble tuviera nunca un destino mejor… — sentenció—. Cuando acabes con ellos podemos quemar la caseta del timón, la camareta, las literas, las bordas y hasta los palos… Mientras en el mar siga habiendo „dorados“ y quede algo que quemar, sobreviviremos…
— Siempre que nos mantengamos a flote… — le hizo notar Asdrúbal.
— Seguiremos a flote, hijo… — aseguró Abel—. Seguiremos a flote aunque tengamos que aflojarnos los riсones achicando agua. — Se diría que Abel Perdomo había recuperado su espíritu combativo desde el momento en que el viento le dio en la cara, convirtiéndose nuevamente en lo que siempre había sido: el capitán de un barco que estaba dispuesto a todo por llegar a su destino—. Hemos recorrido casi tres mil millas… — continuó—. Y recuerdo que nadie en Lanzarote apostó a que llegaríamos siquiera a la mitad de esa distancia. Elegimos la ruta más difícil; aquella en la que todos fracasan, y estamos ya a menos de una semana del fin de nuestro viaje… ¡Llegaremos!