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El administrador de la casa, un negro enorme y grasiento que no parecía interesado más que por cobrar cuanto antes y largarse, le firmó un recibo de alquiler sin preguntarle ni tan siquiera el nombre, comentó que lo encontraría siempre en su taberna y desapareció rápidamente tras dejarle un juego de llaves y recomendarle que no se fiase de aquel mar, porque la resaca lo arrastraría hacia fuera ™y serviría de merienda a los tiburones antes de que tuvieran tiempo de mandar una barca en su ayuda.

— Lo que sí hay es buena pesca — concluyó—. Y en el cuarto de atrás encontrará caсas y aparejos.

Damián Centeno nunca había dispuesto de una casa dado que su vida había transcurrido entre campamentos, cuarteles y pensiones, sin contar los aсos que pasara entre rejas en un castillo, y la sensación de poder pasar de una habitación a otra, salir al porche o freírse un huevo en la cocina sabiéndose completamente a solas le producía un placer casi voluptuoso, preguntándose qué hubiera dicho Justo Garriga de haberle visto columpiarse semidesnudo en la chirriante mecedora del porche a la sombra de susurrantes cocoteros agitados por el viento.

— Creería que me he vuelto loco — admitió sonriendo—. Completamente loco, aunque lo cierto es que jamás me he sentido tan cuerdo como ahora…

Le agradaba pensar esporádicamente en Justo Garriga, ya que era el único amigo que había tenido en su vida, aunque no lo echaba de menos porque — como el alicantino dijera la última noche que pasaron juntos— ambos eran lobos solitarios y no hubiera deseado compartir con nadie aquellos días pescando, baсándose en la orilla, dando largos paseos por la playa vacía y meciéndose en el porche entre puros y ron, antes de regresar a la oficina del mulato de la nariz porruda.

— ¡Ni rastro…! — comentó el hombre con manifiesta contrariedad al verle aparecer—. He consultado a todos los puertos de la costa y nadie sabe nada de ese barco… ¿Está seguro del nombre…?

— Completamente.

— Pues me he gastado una fortuna en telegramas… — Sacó de un cajón un montón de papeles—. Aquí están los recibos…

Damián Centeno les echó un vistazo; sumó la cantidad y colocó exactamente el doble sobre el mostrador.

— Siga buscando… — pidió—. La oferta continúa en pie.

Abandonó los muelles, subió a su automóvil y se encaminó al cercano aeropuerto de Maiquetia, donde se informó de los vuelos a Barbados, Martinica, Guadalupe y Trinidad.

— Esta tarde tiene uno a Martinica… — le respondió una preciosa muchacha de cabello rojizo y rostro salpicado de pecas—. Allí encontrará conexión para las otras islas…

Mientras permanecía apoltronado en una cómoda butaca contemplando por la ventanilla el azul del Caribe que nacía a pocos metros de la pista, y escuchando cómo los motores rugían al máximo a la espera de que el piloto soltara los frenos y se lanzaran a correr locamente para elevarse luego sobre el mar, evocó aquellos lentos y ruidosos «Junkers» en los que los alemanes los trasladaban urgentemente al frente ruso apretujados en bancos de hierro adosados a todo lo largo del avión, temblando de frío y sin otro paisaje bajo ellos que una desesperante extensión de hielo y nieve que únicamente Justo y él fueron capaces de recorrer a pie, de vuelta a casa.

El resto de aquellos con los que había compartido cientos de horas de lucha y fatigas durante largos aсos de guerra habían quedado tendidos para siempre sobre la estepa, y aún le asaltaba en ocasiones la sensación de que el tiempo vivido desde entonces había sido un regalo que le hicieron los dioses, pues en buena lógica sus posibilidades de salir con bien de aquella absurda aventura habían sido de una entre mil.

Con frecuencia sospechaba que el destino le había elegido como ejemplo del superviviente nato: de hombre condenado a vivir y seguir viviendo a todo trance mientras a su alrededor los demás iban cayendo como hojas barridas por el viento de otoсo, porque solo él había sabido mantenerse, aferrado con uсas y dientes a la rama de la vida, indiferente al hecho de que fuera la brisa o el huracán el que soplara, respetado por la muerte que desviaba los cuchillos, bombas o balas que únicamente habían conseguido dejar cicatrices en su cuerpo y recuerdos en su mente.

«Más vidas que un gato», habían dicho siempre de él en el Tercio, sabiendo como sabían que el sargento Centeno era de los que jamás escurrían el bulto y tal vez fuera el hombre que más veces había combatido en primera línea a todo lo largo del presente siglo.

Había nacido casi al mismo tiempo que ese siglo, pronto cumpliría, por tanto, cincuenta aсos y allí estaba, todavía en la lucha, sobrevolando un mar azul y transparente que nunca esperó conocer, a la búsqueda una vez más de enemigos a quien matar, con la única diferencia de que en esta ocasión no se trataba de cabileсos rebeldes, «rojos» espaсoles, partisanos franceses o rusos y polacos contra los que le enviaban a pelear a ciegas, sino que se trataba de sus propios y personales enemigos; aquellos que merecían morir más que ningún otro.

Damián Centeno había olvidado ya las motivaciones de la mayoría de las guerras en las que había combatido, pero sabía que jamás, por aсos que pasaran, podría olvidar las razones por las que ahora iba a matar: se trataba, pura y llanamente, de su futuro y su felicidad.

Cinco días sopló el viento.

Ni uno más. Ni siquiera una hora, porque al amanecer del sexto, Sebastián, que se mantenía al timón alentado por la esperanza de que con la primera claridad quizás alcanzaría a distinguir alguna seсal de tierra en el horizonte, advirtió de pronto cómo cesaba la maravillosa canción de las drizas, las escotas y los obenques, y una tras otra las velas comenzaban a flamear sin fuerza para quedar al fin mustias y fláccidas, muertas de nuevo; pero muertas esta vez para siempre.

— ¡Papá…! —llamó.

Abel Perdomo se puso en pie de un salto y su hijo Asdrúbal, el que dormía siempre de cara al viento, se limitó a mirarlos sin moverse, porque había comprendido ya lo que estaba ocurriendo.

— ¡No! ¡Maldita sea…! ¡Otra vez no…!

Pero sabían que era así; que aquella brusca calma que caía de improviso sobre ellos había sumido de nuevo al Océano en un profundo sueсo, y casi podían aspirar la quietud que crecía y en la que el «Isla de Lobos» comenzaba a integrarse, vencida por las aguas la inercia que traía.

Se borró la estela de popa; el navío cesó de cabecear y el silencio llegó a ser tan profundo que hacía daсo a los oídos.

De un puсetazo Abel Perdomo hundió una de las putrefactas tablas del tambucho de popa y el golpe resonó como un trueno, haciendo que su eco se perdiera resbalando mansamente sobre la quieta superficie del mar.

— ¿Por qué…? —exclamó—. ¿Por qué, Seсor, cuando ya estábamos tan cerca…? ¡Dos días más y hubiéramos llegado…!

Aurelia y Yaiza habían hecho su aparición sobre cubierta alarmadas por el silencio y la inmovilidad del barco y observaron cómo el sol comenzaba a hacer su aparición sobre un océano que parecía de aceite azul aсil.

— ¡Dios bendito…!

El lomo de un «dorado» lanzó un destello a popa que fue la confirmación que necesitaban para aceptar que habían dejado de navegar para convertirse nuevamente en náufragos, y por un momento Yaiza, que había aprendido a amarlos, los odió porque ella, más que nadie, sabía lo que significaba el regreso de los peces.

Abel Perdomo se volvió a su hijo mayor:

— Intenta calcular nuestra posición — rogó—. Toma el tiempo que quieras, pero procura acertar.

Casi media hora después, tras comprobar y recomprobar sus escasos datos, Sebastián aventuró no muy seguro de sí mismo: