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— Dieciocho grados Norte, cincuenta y nueve Oeste… Quizá, sesenta Oeste… — agitó la cabeza pesimista—. Eso nos sitúa a más de cien millas al Nordeste de la isla de Antigua.

Su padre se volvió a Aurelia.

— ¿Cómo estamos de agua…? — quiso saber.

— Unos cinco litros… Y lo que podamos destilar — Hizo un gesto a su alrededor—. Pero ya no hay mucho que quemar… Está todo empapado…

Abel seсaló hacia lo alto.

— Los palos no… Quemaremos el de Mesana, y si el viento vuelve, que lo dudo, me arreglaré con la Mayor… — Lanzó un trozo de madera al agua y lo estudiaron detenidamente—. Hay corriente… — seсaló por último—. Nos empuja hacia el Oeste.

— ¿Qué fuerza tiene…? — quiso saber su esposa.

— Es difícil averiguarlo, pero con suerte tal vez nos arrastre diez millas diarias…

Aurelia hizo un rápido cálculo mental y fue a aсadir algo, pero cambió de idea y mordiéndose los labios dio media vuelta y descendió de nuevo a la camareta en la que fingió atarearse recogiendo las colchonetas que descansaban directamente sobre el suelo desde que las literas habían sido quemadas.

Yaiza hizo ademán de seguirla, pero su padre le interrumpió con un gesto.

— Déjame a mí —pidió.

Abel Perdomo no recordaba haber visto llorar nunca a su esposa, una mujer fuerte y valiente que había soportado con entereza las innumerables pruebas que la vida había ido poniendo en su camino, pero ahora se diría que su inquebrantable firmeza amenazaba con resquebrajarse y la obligó a tomar asiento en aquel pequeсo pedazo de suelo que era casi lo único que les quedaba ya.

— No me falles… — susurró con una suave sonrisa—. Los chicos te necesitan más que nunca… Recuerda que aún continuamos juntos y continuamos vivos… ¡No desesperes…!

— ¡Pero es tan duro…! Os matáis bombeando agua todo el día y a cada hora que pasa el nivel de ese agua aumenta… ¡Se me antoja todo inútil…!

— ¡Vivir no es inútil…! — respondió él—. Es lo único que importa… No hemos criado a unos hijos, ni los hemos hecho llegar hasta aquí para darnos ahora por vencidos… ¡Hay que continuar…!

— ¿Pero continuar haciendo qué, Abel…? ¿Qué? Sin viento no somos nada… Es la impotencia lo que me desespera… No podemos hacer nada… ¡Nada!

— Seguir a flote… Con eso basta… Tú lo dijiste el otro día. Hay quien ha sobrevivido meses sobre una balsa y este barco es más que una balsa…

— Ya no… — replicó segura de sus palabras—. Ya no, y tú lo sabes… En una balsa no es necesario achicar constantemente… ¡Mírate…! Y mira a los chicos… Tenéis los pies y las piernas ulcerados de estar todo el día ahí abajo con el agua salada por las rodillas… Sebastián ya ni siquiera puede caminar, y me doy cuenta de lo que sufre a pesar de que no se ha quejado ni una sola vez… ¡Y la sed…! Trabajáis como locos y os estáis muriendo de sed… — Apretó con fuerza la mano de su esposo y su voz se hizo aún más ronca, bajando el tono y convirtiéndose en casi inaudible—. ¡No tengo miedo a morir, Abel…! — aсadió—. ¡No es eso lo que me asusta…! Lo que en verdad me espanta es la idea de ver morir a mis hijos sin poder impedirlo… ¿Lo comprendes, verdad?

— Sí… —admitió él—. Naturalmente que lo comprendo… Son también mis hijos y también es eso lo que me aterroriza… ¡Yaiza es tan débil…! Y a Sebastián lo veo tan vencido… Únicamente Asdrúbal se mantiene entero…

— ¡No…! — le contradijo ella—. No lo creas… Asdrúbal se derrumbará en cualquier momento porque se siente culpable por cuanto ocurre… ¡Pero Yaiza aguantará…!

— ¿Ya no se le aparece el abuelo…?

— A veces tengo la impresión de que sabe algo, pero no quiere decirlo… Y eso me desmoraliza.

— ¿Has hablado con ella…?

— Cuando se encierra en sí misma no hay quien le saque una palabra… — Se encogió de hombros—. Tal vez sean imaginaciones mías y lo que ocurre es que está tan cansada, sedienta y asustada como todos… O tal vez también se sienta culpable… — Hizo un gesto hacia arriba—. Vuelve con ellos… — pidió—. Te necesitan más que yo… Ha sido un mal momento, pero na pasado… Tienes razón: seguimos juntos y vivos y hemos recorrido tres mil millas… ¡Demonios…! ¿Imaginaste alguna vez que este viejo cascarón fuera capaz de semejante hazaсa…? — Se esforzó por sonreír pese a lo fatigada que se encontraba—. Prométeme que si nos lleva a tierra lo conservaremos para siempre, pase lo que pase…

El le golpeó la mano suavemente, como dando por sentado que aquello era algo fuera de toda discusión, y subió de nuevo a cubierta, donde sus hijos aparecían sentados en silencio, contemplando desalentados aquel Océano impasible.

— ¡Asdrúbal, trae el hacha…! — ordenó roncamente—. Vamos a echar abajo el mástil y cortarlo en pedazos… Si sabemos aprovecharlo puede dar agua para un par de días… ¡Tú, Yaiza, ocúpate de pescar…! Necesitamos conservar las fuerzas y ya los «dorados» son os únicos que pueden proporcionárnoslas, porque se diría que hasta los «peces-voladores» han desaparecido… ¡Vamos…! ¡Moveos…!

Fue como cortarle un brazo a un viejo amigo al que se le había despojado ya de todo, incluida la dignidad, porque privar a un velero de sus palos, era tanto como privarle de la razón de ser de su existencia y los motivos por los que había sido creado.

El «Isla de Lobos» vivía en función del viento y para el viento, y sin sus altos mástiles que soportaran las orgullosas velas se transformaba en un simple pedazo de madera que flotaba inútilmente a la deriva.

¿Cómo ser gobernado? ¿Cómo avanzar una sola milla cortando el agua alegremente si le arrebatan uno de esos mástiles, lo que equivalía a despojar a un corredor de una de sus piernas…?

¡Ni bordas, ni cubiertas, ni superestructura, y ahora ya, ni siquiera mástiles! ¡Tanto mejor hubiera sido dejarse ir al fondo tiempo atrás y hundirse con la dignidad con que habían acabado tantísimos barcos de la historia!

Perder la batalla luchando contra el mar era algo lógico, y ningún navío podía avergonzarse de naufragar porque las fuerzas del Océano serían siempre superiores a cualquier fuerza que el hombre pudiera crear, pero perder la batalla por desmembramiento, dejándose la piel, los huesos y hasta el mismísimo corazón en una sucia cocina con el fin de pasar a convertirse en agua potable resultaba en verdad doloroso y humillante.

Por eso, Abel Perdomo, para el que aquella altiva goleta había constituido desde que tenía memoria parte de su existencia y lo más valioso que hubiera poseído nunca, experimentaba no sólo tristeza al empuсar el hacha, sino incluso vergьenza, como si cada golpe lo estuviera dando contra sí mismo, su vida y su pasado, y a punto estuvo de que le saltaran las lágrimas cuando el mástil cayó sobre lo que quedaba de cubierta, y le vino a la memoria con cuánto amor su padre había elegido aquel tronco y juntos lo habían cepillado, lijado y embreado para acabar ajustándolo donde ahora se encontraba.

Los aсos, el mar y el viento habían acerado aquella madera que durante más de tres décadas había soportado el peso de las velas, el sol o las borrascas, haciendo que el «Isla de Lobos» recorriera miles de millas sobre las aguas en busca de atunes, langostas y sardinas, y sobre la cima de aquel erguido palo habían pasado millones de nubes y habían dormido miríadas de estrellas. A su sombra se acostaron tres generaciones de Perdomo «Maradentro» y se había engendrado al actual primogénito de la estirpe, pero se dejó cortar sin un gemido de protesta ni perder sus treinta aсos de altivez, aun a sabiendas de que se encontraba con fuerzas suficientes como para empujar a la goleta alrededor del mundo si el viento fuera bueno y el resto del navío respondiera.