Dolía verle convertirse en astillas que iban desapareciendo una tras otra en la negra y sucia boca de una herrumbrosa cocina, devorado por aqueícruel e implacable enemigo al que siempre había temido: el fuego; el único que en verdad podía vencerle definitivamente.
Y se hizo agua.
Y el hombre que lo había cepillado y pulido tantísimo tiempo atrás bebió ese agua y en cierto modo pasó a formar parte de ese hombre, al igual que formaba ya parte de su mente.
Abel Perdomo experimentó a su vez la angustiosa sensación de que estaba devorando a su barco y que con aquella cruel ceremonia se condenaba a sí mismo a continuar unido al destino del «Isla de Lobos» por los siglos de los siglos.
Al caer la noche su hija vino a tomar asiento a su lado y le acarició el antebrazo con ternura:
— No te entristezcas… — dijo—. «El» sabía que nunca podría llegar a América… Pertenece a la otra orilla…
— ¿Ya qué orilla pertenecemos nosotros…?
La chiquilla, de la que podría creerse que había madurado veinte aсos en el transcurso de aquella larga travesía, se encogió de hombros mostrando su ignorancia:
— ¿Quién sabe…? — replicó—. Los humanos podemos adaptarnos a los cambios… Los barcos, no… — sonrió—. No cuando se está ya tan viejo y tan cansado como éste…
— Yo también estoy viejo… Y muy cansado… ¿Crees que sabré adaptarme a la otra orilla…?
La muchacha que desde el día en que nació «aplacó a las bestias, atrajo a los peces, alivió a los enfermos y agradó a los muertos» nada dijo, porque desde mucho atrás presentía que para aquella pregunta no existía respuesta. Apoyó la cabeza en el hombro de su padre tal como solía hacerlo antes de que su cuerpo de mujer la expulsara de su maravilloso paraíso infantil, y permaneció muy quieta escuchando los latidos del corazón que palpitaba en el interior de aquel enorme y velludo pecho junto al que siempre se había sentido protegida.
— Te quiero… — susurró.
Abel Perdomo bajó los ojos, la miró con ternura y sonrió levemente:
— Yo también, hija… Yo también.
— Pero nunca me lo dices…
— Porque ya eres mujer.
— ¿Qué tiene que ver…? Ahora es cuando más necesito oírlo… A los demás no les creo.
— ¿Por qué?
— Porque ya no me quieren… No como tú.
— No puedes pretender seguir siendo niсa para siempre — le; advirtió—. Es propio de cobardes y tú has demostrado que no eres cobarde… Y, además, eres hija mía: una «Maradentro».
Ella negó moviendo apenas la cabeza:
— Los «Maradentro» siempre fueron hombres… Recuerda que yo soy la primera chica que nace en la familia en el transcurso de las cuatro últimas generaciones…
— Aunque así sea, continúas siendo una «Maradentro»… Llevas mi sangre, la del abuelo Ezequiel, y la de algunos de los hombres más valientes que han navegado nunca… ¿Sabías que tu bisabuelo Zacarías hizo la ruta a China por el Cabo de Hornos dieciocho veces…?
Yaiza Perdomo lo sabía. Lo sabía de memoria, porque las aventuras del bisabuelo Zacarías habían sido las más contadas en la historia de la familia, pero no dijo nada y permitió que su padre repitiera de nuevo las andanzas — en su mayor parte imaginadas— que se habían ido transmitiendo a lo largo de los aсos. Se sentía bien allí, recostada en el hombro en el que siempre había deseado recostarse, sintiendo el fuerte brazo alrededor de su espalda y escuchando aquella voz ronca y profunda que constituyera desde que tenía memoria una de las columnas fundamentales de su hogar.
Se durmió así, abrazada a su padre, que acabó por dormirse a su vez, y ninguno de ellos hubiera podido decir cuánto tiempo permanecieron soсando con grandes vasos de agua, heladas cervezas, o desconocidos ríos saltarines hasta que un sordo rumor que crecía y crecía precipitándose sobre ellos como un monstruo apocalíptico les obligó a despenar dando gritos.
Era inmenso. Inmenso en altura, eslora y poder, e inmenso en su estruendo y su iluminación, pues de proa a popa aparecía encendido y resplandeciente y llegaba con la potencia y la velocidad de un tren expreso dispuesto a aniquilar a la diminuta embarcación que había tenido la mala ocurrencia de cruzarse en su camino.
Los enfilaba rectamente y no existía forma humana de esquivarle, pues su altísima y afilada proa era como «La Espada de Dios» que viniera a segar sus vidas para siempre.
Aullando, aunque sus alaridos y agitar de brazos se perdían en la nada y en la noche ahogados por el retumbar de los motores y el batir de las hélices, contemplaron horrorizados cómo aquella ingente masa de hierro y luces se precipitaba sobre el «Isla de Lobos» para enviarle al más profundo de los abismos de un solo golpe, pero en el último momento y sin más razón que el capricho del destino o la voluntad del abuelo Ezequiel que desvió un punto el pulso del timonel, el «Mongolia» varió su rumbo un grado a estribor, y pasó y siguió pasando durante un tiempo que se les antojó infinito a no más de quince metros de distancia.
Atrapada de plano por la marejada enloquecida que provocaban las enormes hélices, la goleta se estremeció de proa a popa, crujió, cabeceó y se balanceó a punto a cada instante de mostrar su quilla al aire; se sacudió arrojando de un lado a otro a sus pasajeros que tuvieron que aferrarse entre sí y a cuanto encontraban, y con el último y definitivo esfuerzo de su larga existencia resistió aturdida los embates de aquel Océano violentamente despertado de su largo sopor y quedó meciéndose herido de muerte sobre unas aguas que, poco a poco, volvían a amansarse. Aquél había sido su canto del cisne, y lo sabía.
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Ya el «Isla de Lobos» no se le antojaba «el callado barco de los muertos». Ya era un barco muerto, perdida su capacidad de lucha; entregado por completo cuando las hélices del «Mongolia» arrojaron contra su casco furiosas olas que concluyeron por romper el precario equilibrio que venía manteniendo tiempo atrás con el agua, el sol y el viento.
Si al arrancarle tan cruelmente el mástil de Mesana lo habían convertido en un ente agonizante, el zarandearle de forma tan brutal lo había rematado, y se iba descomponiendo a ojos vista, como la putrefacta carne de un cadáver que comienza a heder y a caerse a pedazos sin que exista fuerza alguna capaz de contener su deterioro.
Y si, como Abel Perdomo dijera un día, donde mejor se captaba el espíritu de un barco era en las vibraciones de su timón, resultaba evidente que a la goleta le había abandonado ya ese espíritu, pues su timón no era más que una rueda cuyos giros nada significaban y ninguna orden transmitían.
Un tronco de árbol, una simple rama o una botella a la deriva hubiera navegado con más gracia y entusiasmo que el «Isla de Lobos», que escorado de babor y levemente hundido por la proa, ni siquiera se esforzaba por fingir que era un barco o recordar a quien pudiera verle que en un tiempo hizo frente a olas de cuatro metros.
Echaron abajo también el mayor de los palos que se había convertido más en peligro que en ayuda, y tuvieron que arrancar de sus soportes la cocina y calzarla con tacos para poder quemar el mástil y transformarlo a su vez en agua dulce.
En las bodegas no existía ya una concreta vía de agua contra la que luchar desde dentro o haciendo que Sebastián y Asdrúbal se sumergieran por fuera mientras Abel permanecía atento a la presencia de tiburones, porque ya el agua se filtraba por cada una de las junturas de los mamparos e incluso rezumaba a través de la empapada madera.
El desánimo con que aquel cadáver de navío se mantenía a duras penas sobre el Océano se había transmitido también a sus pasajeros, que se tumbaban sobre cubierta a la sombra de la mayor de las velas que habían extendido sobre los muсones de lo que fueran mástiles, preguntándose una y otra vez por qué razón había querido el destino que aquel inmenso buque tuviera que cruzarse con ellos en plena noche.