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Tampoco esa noche cruzó por las proximidades ningún buque, y el «Isla de Lobos» embarcó tanta agua que resultaba imposible mantenerse en pie sobre cubierta.

— Esto se hunde, padre… — susurró Sebastián aproximando mucho la boca a su oído—. Mejor sería que echáramos el bote al agua y Yaiza y mamá durmieran en él… Lo sujetaremos a popa con un cabo que en el último momento podríamos cortar.

— Tu madre no querría… — replicó Abel Perdomo convencido—. La conozco bien y sé que no querría.

— ¡Pero tenemos que salvarlas…!

— Lo sé, hijo… — replicó palmeándole la pierna en un intento de tranquilizarle—. Pero no te preocupes. Este barco no se irá al fondo esta noche… Aún es capaz de aguantar unas horas…

— Tengo miedo.

— Yo también, hijo… Yo también…

Ningún amanecer se hizo nunca esperar tanto; jamás el sol se mostró tan remiso a salir de su cueva, y tampoco el alba descorrió tan despacio los velos de la noche, como si temiera iluminar aquel paisaje muerto, de mar siempre dormido, de aire siempre quieto y horizontes siempre planos, en cuyo centro destacaba, como el capricho de un loco pintor futurista, la ruina de una vieja goleta recostada sobre su banda de estribor.

O quizá lo que temía era tener que iluminar a aquellos cinco seres, a los que la nueva luz vendría a confirmar que concluían al fin sus esperanzas.

El sol acabó por nacer, barrió velozmente con sus primeros rayos la quietud de las aguas; golpeó los rostros anhelantes, y descubrió que, en efecto, allí, bajo la nube, se encontraba la tierra.

¡Pero tan lejos…!

Tan lejos como el día en que zarparon de Playa Blanca a bordo de un barco aún vivo al que empujaba un viento amigo; tan lejos como había estado siempre América hasta aquella malhadada noche de San Juan; tan lejos como podría encontrarse Lanzarote en ese instante.

O tan lejos como estaría una roca de otra roca cuando ninguna de ellas es capaz de moverse.

Y el «Isla de Lobos» ya no se movía.

Ni se movía el aire, ni se movía el mar, ni mucho menos se movía la bruma que durante tres días habían confundido con una nube y que ocultaba la isla.

— ¿Qué isla…?

— Guadalupe, sin duda alguna… O quizá se trate de este pequeсo islote, La Desirée, que se ve aquí, a su derecha…

— ¡La Desirée…! — exclamó Aurelia recordando su francés del colegio—. «La Deseada.» ¡Qué justo nombre…! Probablemente se lo puso alguien que, como nosotros, venía de atravesar este infinito Océano…

Abel Perdomo pareció no escucharla, absorto como estaba en sus propios pensamientos y tras meditar tan sólo unos instantes, echó una larga mirada al barco, comprobó que la escora hacía que el mar penetrase sin oposición alguna hasta casi la camareta, y calculó el tiempo que aún podría mantenerse a flote. Al carecer casi por completo de cubierta que hubiera podido formar bolsas de aire en las bodegas, sus horas se encontraban contadas, y bastaría un brusco movimiento para que girara sobre sí mismo mostrando al fin la quilla al aire.

— ¡Echa el bote al agua…! — ordenó a su hijo Asdrúbal—. Y átalo a ese cabo…

La embarcación, de dos metros de eslora por uno de manga y fondo plano, era en realidad un minúsculo «chinchorro», práctico tan sólo a la hora de desembarcar del fondeadero a la playa, y quedó meciéndose sobre las quietas aguas como un plato en un fregadero, y al verlo así frente a la inmensidad del mar que tenía a su alrededor, tomaron plena conciencia de su absurda pequeсez.

Abel Perdomo extendió la mano hacia su hija:

— ¡Yaiza…! Tú a proa… Con cuidado y procura no moverte…

La muchacha aceptó la mano que le tendía y nada dijo. Bajó los ojos y con sumo cuidado pasó al bote para ir a tomar asiento acurrucada como una animalito asustado.

— ¡Sebastián…! ¡Tú al remo de estribor…! Asdrúbal al de babor, y mamá aquí, a popa.

Se miraron.

La pregunta parecía inútil, pero, aun así, Aurelia decidió hacerla:

— ¿Y tú…?

— Yo me quedo.

Se encontraban ya los cuatro acomodados, mientras Abel sujetaba la borda del «chinchorro» que apenas sobresalía una cuarta por encima del agua, y resultaba evidente que un hombre de su tamaсo lo hubiera enviado al fondo de inmediato:

— Si te quedas nos quedamos todos… — respondió Aurelia con firmeza—. Somos una familia.

— Y yo soy el cabeza de esa familia… Y también el capitán de este barco y el que da las órdenes… ¡Tenéis que iros! — Miró directamente a sus hijos, que permanecían muy quietos, mirándole a su vez, y su voz no admitía réplica—. ¡Tenéis que remar todo el día, y toda la noche también si es necesario…! De vosotros depende que os salvéis, y que al llegar a tierra podáis enviarme ayuda. ¡Remad despacio, hijos…! Tenéis tiempo y el mar está en calma… Tomad el agua… ¡No discutas! — le reprendió a su esposa, que hizo ademán de protestar—. La necesitaréis más que yo… — Trató de sonreír—. ¡No temas…! No es la primera vez que naufrago… Con suerte, el barco se volteará y si queda aire en la bodega, puede flotar un par de días… Me subiré a la quilla… ¡Remad! — suplicó roncamente—. La vida de todos depende que seáis capaces de hacerlo sin descanso… — Soltó la amarra y empujó para que el bote se alejara mansamente unos metros—. ¡No digáis nada…! — rogó—. No perdáis tiempo… ¡Remad…!

Sus hijos obedecieron.

Lenta, acompasada y rítmicamente comenzaron a bogar al igual que lo habían hecho miles de veces en el Canal de la Bocaina o en las proximidades de Isla de Lobos, cuando andaban a la búsqueda de caladeros.

Palada tras palada se fueron alejando mientras sus ojos, al igual que los de su madre y su hermana, permanecían clavados en aquel ser que adoraban y que desde la inclinada cubierta de lo que había sido una goleta, los miraba con idéntica fijeza.

Cualquier palabra hubiera resultado inútil. El silencio y las calladas lágrimas que enturbiaban la vista eran más elocuentes que todos los discursos, y el dolor de la separación tan fuerte y tan profundo, que hasta los sollozos se apelotonaban sin poder escapar de las gargantas.

Asdrúbal y Sebastián apretaban los dientes y bogaban. Yaiza se mordía las manos para no estallar, y Aurelia, vuelta la cabeza, veía empequeсecerse en la distancia al hombre al que amaba, mientras por su mente cruzaban como entre sueсos todos los recuerdos de una vida en común.

Por un instante estuvo a punto de deslizarse al agua y regresar nadando para continuar compartiendo lo que quedaba de esa vida, pero comprendió que al hacerlo condenaba también a sus hijos. Su puesto estaba allí, en la popa de aquella barca de juguete que apenas avanzaba hacia una mancha en la distancia que era América, aunque su corazón quedara a bordo de un barco que iba a hundirse, unido para siempre al destino de un hombre que pronto iba a morir.

Aquélla era una tragedia silenciosa, de la que únicamente era testigo el silencioso Océano.

— Dicen que el negro había matado a un blanco en una pelea limpia en la que el ofensor había sido el blanco, pero que las autoridades no tuvieron en cuenta esa circunstancia, y condenaron al negro a muerte, confinándole en el fondo de una oscura y profunda mazmorra hasta el día en que fuera ejecutado públicamente para escarmiento de todos aquellos que sintiesen la tentación de querer considerarse semejantes a un blanco… — El anciano aspiró de su larga cachimba torcida y resobada, hizo una pausa para que sus oyentes recapacitaran en el auténtico significado de sus palabras, y tras lanzar un denso chorro de humo, continuó en el mismo tono monocorde y sin inflexiones—: Yo recuerdo muy bien a la mujer de aquel negro; a su amante, o su esposa ante Dios, ya que no ante la ley, pues en aquel tiempo los negros no teníamos derecho a ley, ninguna, incluida la de casarnos… Era una muchacha hermosa y siempre alegre, de boca grande y voz sonora, cuyas manos estaban especialmente dotadas para el barro con el que construía figuras, platos y jarras que luego vendía en el mercado, anunciándose con tan graciosas canciones que todas las damas de la ciudad — y muchos hombres que no buscaban precisamente su cerámica— acudían a comprarle…