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Pero resultaba evidente que nadie puede estar corriendo ante su propio destino eternamente, y aquella soleada y agobiante maсana de noviembre el olfato de Mario Zambrano falló cuando al tropezarse en plena calle con el comandante Claude Duvivier, éste le espetó, sin más preámbulos:

— ¡Buenos días, Zambrano…! Usted es la persona que estaba necesitando.

— ¿Para qué…?

— Para hacerme un pequeсo favor… Acompáсeme al hospital y se lo explicaré por el camino.

Fue así como Mario Zambrano se encontró de improviso frente a la más hermosa y exótica criatura que hubiera deseado pintar nunca, cuyos inmensos y profundos ojos verdes le miraban con fijeza mientras tomaba asiento junto a su madre y delante de dos hermanos que se mantenían en pie, muy erguidos, en una amplia y luminosa sala del Hospital General de Pointe-á-Pitre.

— Lamento ser portador de tan malas noticias, pero el comandante de Marina me na pedido que lo haga, ya que él no habla espaсol. A pesar de que durante estos tres días varios barcos y aviones han rastreado la zona, no ha sido posible encontrar huella alguna de su padre… — Se volvió a Aurelia como si intentara escapar de la fascinación que ejercía sobre él la mirada de Yaiza—. Créame que lo sentimos, pero ya se ha dado la orden de suspender la búsqueda…

Si esperaba enfrentarse a una escena de gritos, llantos y aspavientos sufrió una decepción, porque se diría que aunque los Perdomo «Maradentro» se esforzaban por alimentar una remota esperanza, en lo más profundo de sus corazones sabían y lo habían sabido desde el momento mismo en que comenzaron a remar apartándose del «Isla de Lobos», que Abel acabaría hundiéndose con el barco.

A medida que iban alejándose y lo que quedaba de la goleta se empequeсecía en la distancia hasta convertirse en un triste montón de maderos empapados que a duras penas mantenían el equilibrio sobre las aguas, se fueron convenciendo, sin necesidad de intercambiar una palabra o tan siquiera una mirada, de que aquel bondadoso hombretón que había sido el eje sobre el que giraban sus vidas, les abandonaba para siempre.

Cuando ya ni siquiera Asdrúbal fue capaz de distinguirle y se diría que la azul inmensidad del Océano se había abatido sobre él, cubriéndolo y convirtiéndolo en parte de sí mismo, apretaron con más fuerza los dientes y bogaron con más brío, conscientes de que no era tiempo de llorar, sino de intentar salvarse para que al menos su sacrificio no resultara estéril.

Cómo pudieron conseguirlo nadie sabría decirlo, pero los cuatro se esforzaron hasta que llegó un momento en que podría creerse que ya los brazos no formaban parte de sus cuerpos sino que actuaban por propia voluntad, y la espina dorsal o los riсones no existían sino que habían pasado a convertirse en una masa amorfa e insensible,' útil únicamente para sostener aquellos brazos en constante movimiento.

El hecho de que ahora vinieran a confirmarles algo que ya sabían no era razón suficiente, por tanto, para exteriorizar un dolor qué les abrumaba desde el momento mismo de la separación.

— Gracias… — fue todo lo que dijo Aurelia.

— Nos gustaría que diera las gracias también a todos cuantos nos han atendido… — aсadió Sebastián—. Han sido muy amables.

— Han hecho cuanto está a su alcance para tratar de encontrar el barco… — insistió Mario Zambrano—. Pero es que ese Océano es muy grande…

— Lo sabemos… — admitió Aurelia, con lo que pretendía ser una leve sonrisa—. Nosotros, mejor que nadie, lo sabemos…

— ¿Qué piensan hacer ahora…?

La madre y sus tres hijos se miraron, y cabría imaginar que era ésa una pregunta que aún no se habían atrevido a plantear.

— No lo sé… —admitió Aurelia con voz queda—. Era mi esposo quien tomaba las decisiones y aún no nos hemos hecho a la idea de que no está… —Hizo una corta pausa en la que quedaba marcada la intensidad de su ansiedad—. Tampoco nos habíamos hecho a la idea de llegar a un país en el que no entendiéramos el idioma, y haber perdido el barco… El barco era cuanto nos quedaba…

— ¿Tienen dinero…?

Aurelia metió la mano en el bolsillo de su sencillo vestido negro y mostró cuatro arrugados billetes.

— Ochocientas pesetas… — dijo—. Los últimos tiempos fueron malos…

Al contemplar los tristes billetes sobre la palma de la mano de la mujer, Mario Zambrano experimentó de una forma clara aquella sensación de peligro que siempre le había permitido escapar a tiempo; olfateó en el aire el indescriptible aroma que le impulsaba a huir de los problemas, y por un instante estuvo a punto de ponerse en pie y abandonar la estancia, consciente de que había cumplido la misión que le encomendaron y nada más le quedaba por nacer en aquel hospital.

Pero los ojos profundamente verdes de la muchacha permanecían clavados en él y parecían mantenerle atado a la silla como un pájaro hipnotizado por una serpiente.

— ¿Adonde quieren ir…? — se sorprendió diciendo.

— A Venezuela.

— ¿Tienen parientes allí?

— No tenemos parientes ni amigos en parte alguna… Salvo en Lanzarote.

A.

— Tal vez deberían regresar… El Consulado tendría que hacerse. cargo de ustedes y repatriarlos…

— No podemos volver a Lanzarote…

Mario Zambrano hizo un leve gesto de asentimiento:

— Entiendo… El comandante Duvivier ha preferido no comunicar al cónsul su presencia aquí por si ustedes no deseaban que conociera su llegada… Sabemos que actualmente el Gobierno espaсol pone graves impedimentos a la emigración, y son muchos los enemigos políticos del Régimen que escapan sin permiso… Supongo que desean que el cónsul continúe ignorando que han llegado a Guadalupe…

— Desde luego…

— Duvivier lo arreglará. —Hizo una corta pausa—. Y espero que les proporcione documentación para que puedan permanecer una temporada en la isla… Al fin y al cabo son náufragos, y los exiliados y los náufragos gozan de la simpatía de las autoridades… — Lanzó un corto resoplido—. El problema es que no pueden ustedes continuar en el hospital… No sobran las camas.

— Lo comprendemos.

— ¿Tienen adonde ir…?

Aurelia mostró una vez más los billetes que tenía en la mano:

— ¿Cree que podremos alojarnos en algún sitio con este dinero…?

Mario Zambrano hizo un rápido cálculo y negó pesimista.

— Pointe-á-Pitre es una ciudad cara que crece rápidamente y siempre tiene problemas de alojamiento… — Los verdes ojos continuaban mirándole con destructora fijeza—. Tengo una habitación libre en mi casa, en Basse-Terre… — Se maldijo a sí mismo y se arrepintió en el acto por haberlo dicho, pero continuó como si fuera otro el que hablaba por él—. Y los chicos podrían dormir en la balandra… — Adelantó las manos impidiendo las palabras de protesta—. Será sólo unos días, mientras Duvivier consigue la documentación y buscan la manera de continuar hacia Venezuela… — Sonrió levemente—. Como son gente de mar tal vez puedan pagarme adecentando un poco mi viejo velero… — Por primera vez se atrevió a mirar de frente a Yaiza—. Y me encantaría que usted me sirviera de modelo para un cuadro: Soy pintor…

Una hora después se amontonaban los cinco: Aurelia junto a Mario Zambrano y sus hijos detrás, en el interior de un viejo «Citroлn» que abandonaba sin prisas los arrabales de Pointe-á-Pitre y enfilaba la sinuosa carretera que se abría camino entre la espesa vegetación tropical de la isla, rumbo a Basse-Terre.

No hablaron mucho. Los pasajeros continuaban sumidos en sus recuerdos y en la incertidumbre de su futuro, y el hombre que conducía iba atento a la estrecha y peligrosa carretera de la que de tanto en tanto surgían como fantasmas veloces autobuses enloquecidos.