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— Treinta y cinco.

— Pues, si es espaсol, de algún lado tuvo que estar.

— Me fui antes. Odio las guerras…

— Y si hubiese estado allí, ¿de qué lado habría luchado?

— De ninguno.

— Le hubieran obligado.

— Me hubiera negado.

— Pues le habrían fusilado.

— Es posible… — admitió Zambrano—. Es más que posible que los primeros que me cogieran me fusilaran… — Sonrió—. Pero fui más listo que ellos y me largué a tiempo.

Yaiza guardó silencio, inmersa en sus cavilaciones, como si hubiera algo que la desconcertara y diera vueltas en su cabeza sin encajar de un modo correcto.

— ¿Sabe una cosa…? — inquirió al fin—. Cuando le vi en el hospital tuve la sensación de que había estado en la guerra… Por eso me sorprende que no participara en ella… No suelo equivocarme en esas cosas…

— Pues ya ves que en esta ocasión te has equivocado…

Ella no respondió, pero al sumergirse de nuevo en el silencio, hubiera podido asegurarse que lo hacía sin estar en absoluto convencida de su error.

O quizá meditaba sobre el hecho de que tal vez al cruzar el Océano y encontrarse tan lejos de la isla que le daba la fuerza, e!j «DON» que había heredado de alguna bisabuela lanzaroteсa comenzaba a perder efectividad.

Al fin y al cabo, perder el «DON» era algo con lo que había soсado desde niсa.

Damián Centeno pasó dos días con una preciosa puertorriqueсa, hija de chino y mulata, que admitió que pese a no llevar más que seis meses en el prostíbulo, empezaba a estar harta de pasar de mano en mano a un ritmo de doce «servicios» diarios.

Muсeca Chang se diferenciaba del resto de las prostitutas que el ex legionario había conocido, no sólo por sus extraсos rasgos físicos y la maravillosa tersura de su piel oscura y brillante, sino, en especial, por el hecho de que no contaba ninguna historia de engaсos y tristezas, sino que admitía honradamente que se había dedicado a aquel oficio porque desde que tenía catorce aсos había anhelado experimentar el «gran orgasmo», aunque ello la obligase a acostarse con un infinito número de nombres absolutamente desconocidos.

Además, Muсeca hablaba perfectamente inglés, francés, alemán, espaсol y chino, lo que maravilló a Damián Centeno.

— Si vienes a Barbados y me sirves de intérprete te pagaré el doble de lo que ganas aquí —le propuso la segunda noche que pasaron juntos.

— ¿Qué tienes que hacer en Barbados…?

— Buscar a unos parientes…

— Ayer dijiste que estás solo en el mundo. Que no tienes parientes.

— Y no los tengo… — seсaló Centeno sin perder la calma—. Pero es una larga historia con una herencia por medio…

— ¿Mucho dinero…?

— Bastante.

Ella rió con picardía, mientras le mordisqueaba el pecho junto a la larga cicatriz:

— En ese caso te acompaсaré… —dijo—. Pero tendrás que pagarme tres veces lo que hubiera ganado en esos días…

— De acuerdo.

— ¿A qué hora sale el barco…?

— A las tres… Tendré que ir temprano a sacarte un pasaje…

La búsqueda de ese pasaje fue lo que impidió que aquel día Damián Centeno tuviera tiempo de pasar por las Oficinas del Puerto y hablar con el solícito oficial de la Comandancia de Marina antes de que saliera de patrulla.

Tal vez si su francés hubiera sido un poco mejor o si Muсeca se hubiera encontrado con él en ese instante, el cabo que sustituía temporalmente al oficial, le hubiera explicado que su superior había tenido que embarcar con tanta urgencia porque desde la vecina Guadalupe le habían pedido que tratara de encontrar los restos de un barco perdido en un radio de no más de cien millas al este de las islas.

Cuando Damián Centeno y Muсeca Chang embarcaron a las tres de la tarde, rumbo a la cercana Barbados, el ex legionario no podía por tanto sospechar que los dos aviones de la Fuerza Aérea que despegaban en esos momentos del aeropuerto de Fort-de-France pretendían, aunque por distintas razones, lo mismo que éclass="underline" localizar a la vieja goleta que zarpara de Playa Blanca tres meses atrás.

Fue una travesía corta y agradable porque el barco era un lujoso trasatlántico, el mar continuaba dormido tras las prolongadas calmas de los últimos tiempos, y desde que puso el pie sobre cubierta Muсeca dejó de comportarse como una ramera de baja estofa y pareció transformarse en una encantadora y educada turista en viaje de placer.

— Quien no te conozca diría que te has pasado la vida en este ambiente y tratando a este tipo de gentes… — le hizo notar Damián Centeno—. Con tantos idiomas como hablas y esos modos, a tu lado parezco un patán…

Ella asintió divertida, mientras bajaba disimuladamente la mano y le aferraba con todas sus fuerzas el pene recostada como estaba en la barra del bar de Primera Clase.

— Y lo eres, cariсo… — replicó con naturalidad, como si no estuviese haciendo otra cosa que sonreír cortésmente al segundo oficial que le devolvía de igual modo la sonrisa—. Mi marido era embajador, y pasé cuatro aсos entre fiestas y recepciones, pero llegué a la conclusión de que follarme a la totalidad de los miembros del Cuerpo Diplomático destinado en Londres no resultaba en absoluto excitante y ponía en evidencia a un pobre hombre que me quería de verdad… Por eso. me escapé con un chulo que me puso a trabajar donde me encontraste.

— ¿Y dónde está ahora ese chulo…?

— Buscándonos, supongo… — Presionó aún más, obligando a Damián Centeno a doblarse sobre sí mismo tratando de disimular, y con la misma inocencia que si estuviera hablando del tiempo o de las excelencias del «Martini» que tenía en la otra mano, aсadió—. Se enfurece cuando se entera de que me dedico en exclusiva a un solo cliente… Me pega unas palizas de muerte, y a un pobre camionero colombiano le marcó la cara… — Negó con la cabeza repetidas veces—. ¡Es muy bruto el bueno de Marcel…! Muy bruto, pero a mí esas cosas me divierten…

— ¿Te divierte que te pegue o que acuchille a un tipo…? — Ante el decidido gesto de asentimiento, inquirió—: ¿Por qué…? —Luego hizo un ademán con la mano, desechando la respuesta—. No hace falta que me lo digas… En la Legión conocí a muchas furcias de ese estilo, aunque la verdad es que eran tipas de otra clase…

Muсeca Chang negó con un cómico mohín de labios mientras aflojaba la presión de su mano como si diera por terminado aquel juego y se sintiese satisfecha de cómo él había reaccionado:

— Las que tenemos tan arraigado este espíritu de putas somos todas de la misma clase, cualquiera que sea nuestro origen, nuestra educación o las oportunidades que nos haya ofrecido la vida — dijo—. ¡Nos gusta…! Andamos por el mundo a la caza de un prodigioso orgasmo que alguna vez, durante nuestros sueсos de adolescentes, intuimos o imaginamos que existía y nos estaba esperando en alguna parte… Nada de lo que nos ofrezcan: amor, respetabilidad, comprensión o posición social podrá nunca apartarnos de nuestra única meta: la consecución de ese «gran orgasmo», y cada noche, tras cada fracaso, tratamos de convencernos de que la próxima vez será, porque está a punto de aparecer el hombre que nos lo arrancará de lo más profundo de las entraсas, que es en realidad donde sabemos que está escondido…

— ¿Y nunca llega…?

— No, desde luego. Nunca llega porque no existe, pero cuando lo descubrimos hemos caído tan bajo que nos negamos a admitir que destrozamos nuestra vida persiguiendo un fantasma, y entonces, aun a sabiendas, nos empeсamos en asegurar que existe y continuamos en la lucha hasta que acabamos pidiendo limosna en las esquinas.

— ¿Tú eres de ésas…?