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— Resulta evidente.

— ¿Y crees que ése es tu destino?

— Desde luego…

— ¿No te sientes con fuerzas para evitarlo…?

— Sí… —replicó con absoluta seriedad—. Pero no quiero evitarlo. Nosotras somos como los drogadictos o los alcohólicos. Podríamos apartarnos del vicio, pero cuando alguna vez lo hacemos, llegamos a la conclusión de que la existencia no vale la pena… Tendríamos que acabar suicidándonos, y estarás de acuerdo conmigo en que más vale puta viva que arrepentida muerta… Al menos ayudamos a la gente a desfogarse…

— ¡Resultas increíble…! — Damián Centeno lanzó un resoplido de asombro y admiración—. ¡Absolutamente increíble…! Si no te hubiera conocido donde te conocí, juraría que no eres más que una lady snob que está tratando de asombrarme.

— ¡Oye…! — exclamó ella divertida—. Eso de «lady snob» te ha salido muy bien… ¿Dónde lo has aprendido…?

— Supongo que en el mismo sitio en que tú aprendes las cosas: en los prostíbulos… — Bebió largamente de su copa, se apoyó en la barra y la observó de medio lado—. Dime una cosa: ¿Crees que conmigo podrías alcanzar ese orgasmo portentoso…? ¿Sería capaz de arrancártelo de las entraсas…?

— ¿Por qué tenéis que preguntar todos lo mismo…? — inquirió Muсeca—. ¡No! No lo creo… Ya te he dicho que es un sueсo inalcanzable… Tan sólo una vez un tipo, un agregado de Embajada estuvo cerca de conseguirlo…

— ¿Qué tenía de especial…?

— Que se estaba muriendo… — Soltó una corta carcajada que casi la hizo atragantarse con el Martini—. Yo estaba sentada sobre él haciéndole el amor y de pronto le dio un ataque al corazón… Se me moría entre las piernas, y comprender que follarme a mí era lo último que iba a nacer en esta vida me excitó hasta volverme loca… — Chasqueó la lengua con aire de fastidio—. Sin embargo, cuando creí que iba a conseguirlo, me dio un puсetazo que me tiró al suelo… Estuve a punto de estrangularle y, para colmo, ni siquiera se murió…

— Eso es macabro… Y sádico…

— Cuando alguien sacrifica su vida a la búsqueda del «Gran Orgasmo», tiene que aceptar ser macabra, sádica, masoquista, puta y lesbiana, porque ese «Gran Orgasmo» es como un dios al que tienes que estar dispuesta a ofrecerle cuanto eres y cuanto tienes, pese a que no estés segura de que exista o de que algún día lo vas a alcanzar.

— ¡Estás loca…!

— Es posible… — admitió—. Pero no mucho más que tú, que te has pasado la vida de guerra en guerra, matando gente por razones estúpidas, ideologías trasnochadas o un sueldo de miseria… Al fin y al cabo yo no me he hecho daсo más que a mí misma, a mi pobre marido que ya lo ha superado, y a aquel pendejo que casi mato de un polvo… — sonrió divertida—. ¡Y aquí estamos ahora los dos, tan tinos y elegantes con nuestros trajes nuevos, que quien nos vea nos toma por una pareja de burgueses…!

Dejó la copa y se alejó despacio entre las mesas, para salir a cubierta y acodarse en la barandilla a contemplar una luna enorme y luminosa que hacía su aparición en el horizonte.

Damián Centeno continuó bebiendo apoyado en la barra, observándola y advirtiendo cómo los hombres, al pasar, no podían por menos de volverse a mirarla, pues no cabía duda de que Muсeca Chang era una mujer profundamente atractiva.

Le gustaba. Le gustaba su cuerpo, pequeсo y pétreo; su piel, de un color aceitunado irrepetible; su rostro, sofisticado, cruel y desconcertante, y su personalidad, rufianesca, desgarrada, y casi demoníaca.

Cuando esa misma noche el primer oficial, un holandés rubicundo y empalagoso se desvivió en atenciones con ella y se pasó la mayor parte de la cena comiéndosela con los ojos y haciendo comentarios en alemán para que su supuesto marido no consiguiera captar su significado, Damián Centeno se preguntó qué cara pondría si le confesara que veinticuatro horas antes podría haberle conseguido por un puсado de francos en uno de los más concurridos burdeles de Fort-de-France, y probablemente dentro de una semana volvería a estar en el mismo burdel cobrando los mismos francos. Pero le resultó hasta cierto punto divertido interpretar al menos por una vez en su vida el papel de marido complaciente, e incluso en la fiesta que siguió a la cena permitió que bailaran muy juntos.

Una hora después se llevó a Muсeca a dar un largo paseo por cubierta, y no le costó mucho trabajo adivinar que desde el puente de mando el excitado oficial les espiaba con ayuda de unos prismáticos.

— Es una lástima que una mujer como tú se desperdicie en un prostíbulo… — comentó mientras contemplaban el mar desde la punta misma de la proa—. Podrías llegar muy lejos…

— Llegué muy lejos… — le hizo notar ella con naturalidad—. Y era allí donde me sentía desperdiciada… — Se apretó contra él, que se excitó de inmediato ante la presencia de aquel cuerpo prodigiosamente provocador—. Pero no quiero hablar más de ese tema. Maсana vamos a desembarcar en una de las islas más bellas del mundo, y a hospedarnos en uno de los hoteles más encantadores que conozco… Lo único que quiero es disfrutar de eso… Y de ti.

Damián Centeno no pudo por menos que estar de acuerdo con Muсeca en el hecho de que el hotel de Barbados era uno de los lugares más hermosos y seсoriales que hubiera conocido, alzado frente a una hermosa playa de arena coralina, aguas transparentes y altas palmeras, pero impregnado al propio tiempo de un claro estilo Victoriano que reflejaba a la perfección el concepto que tenía la aristocracia inglesa de lo que significaba adaptarse a la vida en los trópicos.

La penumbra de los salones, los uniformes de los criados, o el respetuoso murmullo de las charlas en el inmenso comedor, contrastaban con la luminosidad del cielo, la chillona vestimenta de los nativos, o el estruendo de sus risas y sus bailes.

Y se diría que allí, en aquel pedazo de Inglaterra trasplantado a un rincón del Caribe, era donde Muсeca Chang se encontraba más en su ambiente y a nadie podía caberle duda de que en cierta época, no muy lejana de su vida, debió de comportarse como una auténtica «lady».

Al día siguiente bajaron a Bridgetown, donde un hierático funcionario muy inglés les comunicó que sentía enormemente no poder ofrecerles ninguna clase de información sobre un velero espaсol llamado «Isla de Lobos», pero que con muchísimo gusto y cumpliendo con su deber realizaría una encuesta a todo lo largo y lo ancho de las posesiones británicas en el Caribe por si en alguna de las islas había recalado el citado navío.

Emplearon el resto de la maсana en visitar la ruidosa ciudad en la que nubes de chiquillos negros como el carbón se empeсaban en venderles toda clase de recuerdos, y por la tarde recorrieron la paradisíaca isla, deteniéndose a hacer el amor en una escondida playa de Sotavento. Luego, regresaron al hotel, y Damián Centeno se dispuso a disfrutar de las primeras vacaciones de hombre rico que se le ofrecían en casi cincuenta aсos de existencia.

Cuando, al acabar la cena, salió a aspirar el fresco de la noche con una enorme copa de coсac en una mano y un grueso habano en la otra, se prometió a sí mismo que si para continuar viviendo de aquel modo necesitaba buscar a los Perdomo «Maradentro» y matarlos, no una, sino mil veces, valía la pena buscarlos y despellejarlos uno tras otro.

Luego, y antes de retirarse a su espléndido dormitorio a hacer de nuevo el amor con Muсeca Chang, le pidió al impertérrito conserje que enviara un telegrama a la oficina portuaria de Fort-de-France, en Martinica, rogando que si tenían alguna noticia del «Isla de Lobos» se lo comunicaran al hotel.

Ni en sus más locos sueсos hubiera podido imaginar que veinticuatro horas más tarde llegaría una respuesta.

— Anoche vino a verme don Matías.