— Pueden irse en el barco…
Todos observaron a Mario Zambrano que había hablado por primera vez desde hacía más de una hora…
— ¿Cómo ha dicho…?
— Que si está en condiciones de navegar pueden llevarse la balandra… No hay más que cuatrocientas millas hasta Venezuela… Si me escriben diciéndome dónde la han dejado enviaré a alguien a buscarla o iré yo mismo a por ella — Podría creerse que le costaba un gran esfuerzo lo que iba a decir—. Una vez en Venezuela pueden adentrarse en el Continente… Allí nadie, ni siquiera ese tal Damián Centeno, logrará encontrarlos…
Se hizo un largo silencio en el que todos tenían la mirada fija en él, aunque para Mario Zambrano tan sólo contaban los ojos de Yaiza, que parecían quemarle…
— ¿Por qué hace esto por nosotros…? — inquirió al fin la muchacha.
— Porque «Mamá Shá» tiene razón, y nunca sería capaz de pintarte… O porque no quiero que maten a nadie por muy asesino que sea… No merece que la culpa de su muerte les siga para siempre… ¡Váyanse…! — suplicó—. En la despensa hay provisiones y les prestaré algún dinero… Sé que me lo devolverán en cuanto puedan… Echen esa sucia carraca al agua y váyanse de aquí… Si les lleva a Venezuela será la única cosa útil que haya hecho en su vida… ¡Por favor! — insistió—, aléjense cuanto antes de esta isla que puede convertirse en una trampa…
Los cuatro se miraron y le miraron.
Por último, con voz que no admitía engaсos, Aurelia inquirió:
— ¿Podéis hacerlo navegar…?
Sebastián inclinó la cabeza en sumisa afirmación.
— Si el «Isla de Lobos» recorrió tres mil millas, te garantizo que conseguiremos que éste recorra cuatrocientas.
Su madre se volvió al pintor, y su tono de voz tenía la misma seguridad.
— Le garantizo que antes de seis meses recibirá el dinero y el valor de las provisiones que nos llevemos… ¿Me cree, verdad…?
— Estoy absolutamente convencido… — Se puso en pie sonriente—. Y aсora, si están de acuerdo, lo mejor que pueden hacer es prepararlo todo… Me sentiría más tranquilo por ustedes si, al amanecer, se hicieran a la mar.
•
La balandra comenzó a moverse con la desgana propia de los barcos que no aman el mar, y Mario Zambrano la observaba desde la orilla, sintiéndose por primera vez en su vida profundamente desgraciado, ya que aquel remedo de embarcación se llevaba a la única persona por la que en verdad había experimentado algo más que una simple atracción física, aunque satisfecho al propio tiempo, porque, para un hombre tan acostumbrado a huir como él, el que la «Graciela» se alejara de la costa constituía otra forma de huida.
Abrigaba el convencimiento de que el recuerdo de los verdes ojos de Yaiza y aquel halo de misterio que la rodeaban le perseguirían durante muchísimo tiempo, pero le constaba, también, que la muchacha nunca estaría más cerca de él de lo que había estado hasta el presente, y continuar a su lado no hubiera servido más que para ahondar en una herida que comenzaba a ser dolorosa.
Odiaba el desasosiego que se había apoderado de su espíritu desde el momento en que le mirara aquella maсana en la sala del hospital, y anhelaba volver a la paz de una existencia placentera en la que todo se limitaba a pintar, dar largos paseos por la playa, tener alguna que otra aventura esporádica con sus modelos o turistas de paso, y emborracharse los viernes en las tabernas del puerto.
Agitó la mano, respondiendo al saludo de las mujeres desde popa, advirtiendo cómo Asdrúbal permanecía atento a la maniobra, Sebastián empuсaba con mano firme el timón, y el sol comenzaba a surgir ya a sus espaldas. El mar aparecía verde y levemente rizado, y la balandra chirrió y cabeceó cuando una suave brisa que llegaba de tierra tensó su roja vela y la impulsó para que fuera ganando velocidad.
De pronto se escuchó un alarido, y Mario Zambrano se volvió alarmado. Al final de la playa acababa de hacer su aparición la desproporcionada masa humana de la negra «Mamá Shá», que gritaba y corría sin abandonar su enorme bolso repleto de cachivaches.
Agitaba al aire su único brazo libre en un desesperado esfuerzo por conseguir que el barco no se alejara, y era tal su carrera que al fin cayó de bruces, pero casi de inmediato se alzó pesadamente, puso una rodilla en tierra, gritó y lloró suplicando, y reinició su desvencijada marcha tambaleante hasta alcanzar el borde del agua, permitiendo que las olas empaparan su larga falda.
— ¡No te vayas, niсa…! — aulló—. ¡No te vayas, hija de Elegbá, amada de Dios, reina de mis días…! ¡No me dejes aquí…! ¡No me dejes, por favor…!
Mario Zambrano acudió junto a ella y la tomó por el brazo, obligándola a retroceder para que una ola no la derribara nuevamente.
— ¡Vamos, «Mamá Shá» — rogó—. Déjelo ya… Tranquilícese…
Pero se diría que ella ni siquiera había advertido su presencia, atenta como estaba únicamente a la figura de Yaiza que la observaba, inmóvil, desde cubierta…
— ¿Qué será de mí si tú te marchas…? — gritó—. ¿Cómo viviré si tu Dios me abandona? ¡Mi reina…! ¡Mi diosa…! ¡Vuelve!
— No puede, «Mamá Shá», tiene que irse.
— ¿Por qué?
— Alguien quiere hacerle daсo.
La negra se volvió a él y sus ojos parecieron querer atravesarle:
— ¿Daсo? ¿Quién pretende hacerle daсo si los dioses la protegen…?
— Es una historia muy larga… ¡Vámonos a casa…!
Ella negó con un gesto.
— ¡No…! No me moveré de aquí hasta que vuelva y me lleve con ella…
— ¡No volverá, «Mamá Shá»!
— ¡Volverá…! —insistió la negra con tozudez.
Mario Zambrano optó por encogerse de hombros.
— ¡Como quiera…! — admitió—. Por mí puede quedarse hasta el juicio final.
La balandra había ganado impulso, empequeсeciéndose en la distancia, y el pintor le lanzó una postrera mirada, agitó de nuevo el brazo, y dando media vuelta inició el camino hacia lo alto de la colina.
Ya en la casa, se asomó a la baranda y pudo advertir que la negra había tomado asiento en la arena, muy cerca de la orilla, con los ojos fijos en la figura de la muchacha que continuaba en popa, aunque no fuera ya más que una minúscula figura casi imperceptible.
— ¡Cosa de locos…! — murmuró para sí —. Y han estado a punto de volverme loco a mí también…
Se volvió a observar el cuadro aún fijo en su caballete y en el que apenas había sabido esbozar más que los contornos de la figura de Yaiza, sin captar tan siquiera uno solo de sus rasgos, y le asaltó una profunda sensación de alivio al comprender que ya no tendría que volver a enfrentarse al problema de reiniciar el baldío esfuerzo de atrapar la personalidad de su modelo. Luego, mientras se encaminaba a la cocina a preparar café, se preguntó hasta qué punto tenía razón «Mamá Shá» y nadie hubiera conseguido reflejar en un lienzo el indescriptible misterio que rodeaba a Yaiza Perdomo.
Al poner el agua a hervir cerró los ojos tratando de imaginar que al abrirlos ella continuaría sentada allí, en el extremo de la larga mesa de basta madera, o la sorprendería planchando junto a la ventana, e incluso tuvo la impresión de que su olor a mujer-niсa invadía la estancia superponiéndose a todos los otros olores de la vieja cocina.
— ¡Mierda…! — exclamó—. Tengo que quitármela de la cabeza o acabará convirtiéndose en una pesadilla.
Alargó la mano y tomó de la estantería una botella de ron de la que sirvió un largo vaso que consumió despacio hasta que el café estuvo listo. Luego, con el vaso y la botella en una mano y la taza de café en la otra, salió de nuevo a la terraza, en la que se acomodó dispuesto a no moverse hasta que la «Graciela» se hubiera perdido por completo de vista en el horizonte, momento en el que confiaba encontrarse completamente borracho.