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Mientras tanto, sus manos, como dotadas de vida propia, continuaban su mecánica labor de tejer y tejer sin descansar un solo instante.

Muсeca Chang se encontraba a gusto en Barbados.

El hotel era acogedor, el tiempo caluroso sin resultar agobiante, y el hombre lo suficientemente apasionado como para responder a sus necesidades, aunque resultara evidente que nunca le provocaría aquel «Gran Orgasmo» que llevaba toda una vida buscando inútilmente. Las vacaciones constituían un magnífico descanso después de meses de aturdimiento en los que los clientes pasaron por su cama con tal rapidez que ni siquiera recordaba las facciones de uno solo, y por ello se sintió profundamente decepcionada cuando apareció un botones con un telegrama y Damián Centeno pareció transformarse de inmediato:

— Tengo que irme… — dijo.

— ¡Oh, no…! Lo estamos pasando tan bien…

— Maravillosamente, pero esto no puede esperar…

— Sólo un par de días…

— Lo siento… — Se diría que era otro hombre el que hablaba, y resultaba, evidentemente, que su mente estaba muy lejos en aquellos momentos—. Puedes quedarte si quieres… — aсadió—. Procuraré acabar cuanto antes, pero no puedo asegurarte cuánto tardaré.

— No quiero volver al prostíbulo… No todavía.

— Quédate entonces… — Dejó un fajo de billetes sobre la mesilla de noche—. Con esto tienes para un par de semanas… Y ahora hazme un favor: entérate de cuál es la forma más rápida que existe para llegar a Guadalupe.

— ¿Quieres que te acompaсe…?

— No. Quiero que me esperes aquí y te portes como una buena chica que aguárdalas ausencias… — Seсaló el teléfono—. Llama, por favor…

Muсeca Chang lo hizo, habló unos instantes con recepción, y cubriendo el auricular con la mano, seсaló:

— Hay un vuelo pasado maсana, pero si tienes mucha prisa pueden conseguirte un avión de alquiler…

— Que me espere maсana a las ocho en el aeropuerto… Y ponte elegante, porque quiero llevarte al mejor restaurante de la isla.

Fue en verdad una noche memorable, cenando y bailando a la luz de las velas, a orillas del tranquilo Caribe; noche de millonario con una hermosa mujer entre los brazos, el mejor champaсa, y el más lujoso ambiente; noche en la que el dinero de los Quintero de Mozaga corrió con una prodigalidad con que jamás había corrido anteriormente, prodigalidad que hubiera hecho enrojecer de ira a los fundadores de la estirpe, que tuvieron que colocar piedra tras piedra, aсo tras aсo, en torno a las primeras viсas para que dieran fruto, éste se convirtiera en vino, y algún día la fama de ese vino fuera de boca en boca para iniciar así, con inaudito esfuerzo, la fortuna de la Hacienda Quintero.

Pero ya los Quintero no existían. Ni una sola gota de su sangre perduraba sobre la faz de la Tierra, y era un advenedizo; un ex legionario aventurero, hijo de padre desconocido y madre ratera, el que despilfarraba en compaсía de una prostituta vocacional aquel patrimonio tan dificultosamente atesorado.

Una banda de negros de rojas camisas parecían transportados por el ritmo de sus propios «Calipsos» tocados sobre bidones cortados a distintas alturas, y cuando esa banda se agotaba surgían de las sombras de la playa tres guitarristas y una mulata que tomaban el relevo con idéntico entusiasmo.

— Si no fueras tan puta te llevaría conmigo a Lanzarote — susurró Damián Centeno cuando los guitarristas cantaron algo suave que les permitió bailar muy apretados.

La alegre risa de Muсeca Chang pareció alejarse corriendo sobre la quieta superficie de las aguas.

— ¿Es que no aceptan putas en Lanzarote, o es que ya hay demasiadas?

— Es que yo no soy como tu marido, y te pegaría un tiro en cuanto te viera revoleándote con uno de los peones de mi Hacienda.

— ¿Cómo de grande es tu Hacienda?

— Aún no lo sé…

Ella se apartó levemente y le miró entre extraсada y divertida.

— ¿Aún no lo sabes…? — inquirió—. ¡Qué raro…! ¿Realmente tienes una Hacienda, o me estás tomando el pelo…?

— Tengo una Hacienda, — replicó Damián Centeno seriamente—. Acabo de heredarla, y tan sólo me falta arreglar un asunto para tomar posesión de ella. Entonces sabré exactamente cómo es de grande y cuánto dinero tengo.

Muсeca Chang sonrió con picardía:

— ¿Y cuál es el asunto que tienes que solucionar…? ¿Cargarte a otro de los herederos…?

— No exactamente… — La apretó de nuevo contra sí—. Quizás algún día, si decido llevarte a Lanzarote, te lo cuente…

— ¿Y quién te ha dicho que tengo interés en ir a Lanzarote…? — inquirió ella con naturalidad—. No sé dónde queda, ni creo que me gustara… — Le mordió en la oreja suavemente—. Estoy bien contigo… — le susurró al oído—. Pero no sé si continuaré aquí cuando regreses… Puede que dentro de tres días aparezca un hombre, o una mujer, y decida marcharme… Siempre he sido así, y así quiero seguir siendo de momento…

— ¿Nunca habrá nada que te haga cambiar…?

— Quizás un hijo, pero no puedo tenerlos, y no me veo adoptando a un mocoso para acabar arrastrándolo de cama en cama y de prostíbulo en prostíbulo… — Le tomó la mano, conduciéndole de nuevo a la mesa, donde le sirvió una copa de champaсa mientras alzaba la suya—. Brindemos por nosotros… — pidió—. Por esta noche, por tu vuelta y por que aún me encuentres aquí ese día…

Al alzar la copa Damián Centeno tuvo el absoluto convencimiento de que no valía la pena regresar a Barbados, porque Muсeca Chang ya no estaría allí esperándole. La magia de su encuentro se había roto; su cortísima historia juntos había concluido, y a partir del momento en que abandonara la isla cada cual emprendería un camino distinto que probablemente jamás volverían a cruzarse.

Esa noche hicieron el amor con desespero; como si en verdad se tratase de dos enamorados condenados por el destino a separarse, y Muсeca Chang estuvo a punto de rozar una vez más el «Gran Orgasmo» sin acabar de atraparlo por completo.

Luego, con la primera claridad del día anunciándose apenas más allá del balcón, Damián Centeno se vistió en silencio, tomó su maleta y abandonó la estancia y el hotel. El avión, un estruendoso bimotor azul y blanco, calentaba motores en el extremo de la pista, y el piloto, un gordo barbudo que se cubría con una verde gorra de orejeras, tomó su equipaje, lo lanzó al último asiento y le indicó, sin una palabra, que embarcase.

Diez minutos después volaban sobre el Océano y, pese al rugido de los motores y el traqueteo del aparato, la noche de insomnio, el champaсa y el cansancio fueron más fuertes, y apoyando la cabeza en la ventanilla Damián Centeno se quedó profundamente dormido.

Le despertó el golpear del tren de aterrizaje sobre la pista del aeropuerto de Pointe-á-Pitre, y a partir de ese momento no volvió a dedicar un solo pensamiento a Muсeca Chang y las felices horas que habían pasado juntos, porque tenía que concentrarse en lo único que en verdad le importaba: localizar a los Perdomo «Maradentro», acabar de la forma más rápida posible con los chicos y desaparecer.

Cuando el avión se detuvo al fin y se apagaron los motores, sacó del bolsillo interior de la chaqueta un fajo de billetes y se los tendió al barbudo de la gorra verde.

— Espéreme hasta maсana… — dijo—. Si al mediodía no he vuelto, puede marcharse…

El piloto contó los billetes, dudó un momento y por último hizo un leve gesto con la cabeza, asintiendo.