— De acuerdo… Le esperaré hasta las doce. A esa hora tengo que irme. Me aguardan unos clientes en Trinidad.
— No se aleje del avión.
— Descuide.
Un taxi le condujo directamente a las Oficinas del Puerto, en las que el comandante Claude Duvivier le comunicó que sentía notificarle la triste nueva de la desaparición de su pariente Abel Perdomo, cuya búsqueda había sido dada ya por concluida, pero que el resto de su familia podría encontrarla sana y salva en casa de un pintor espaсol llamado Mario Zambrano, en Basse-Terre.
— No tiene pérdida… — concluyó—. Es una casa blanca, con una gran galería que cae sobre el mar justamente en lo alto de la colina, frente al viejo fuerte de Richepanse… — Le tendió la mano—. Salude a su familia de mi parte… Deben de estar esperándole, porque ayer mismo le comuniqué a Zambrano qué nos habíamos puesto en contacto con usted.
Media hora después Damián Centeno estaba sentado frente a una hermosa langosta y una botella de vino blanco en «Chez Félix», a la entrada del puerto, meditando sobre la forma de acabar con sus víctimas y abandonar la isla en el mismo avión en que había venido. Se sentía tranquilo e incluso casi agradablemente relajado, pese a que, por lo que Duvivier dijera, los «Maradentro» ya debían de saber, a aquellas horas, que los andaba buscando. Hubiera preferido que creyesen que había abandonado la persecución meses atrás, pero ahora que el padre estaba muerto y el barco se había hundido as dificultades se reducían de modo considerable. Ya no tenía que enfrentarse más que a una mujer, una chiquilla y dos muchachos, y empezaba a abrigar el convencimiento de que lo mejor sería acabar con toda la familia y evitarse de ese modo futuros problemas. No había visto a Aurelia Perdomo más que de lejos, pero no tenía aspecto de ser mujer que se cruzara de brazos si le mataban a los hijos.
«No me gustaría pasarme el resto de la vida esperando a que aparezca… — se dijo—. Tendré que librarme de ella.»
Aunque pudiera resultar sorprendente, la idea de asesinar a cuatro personas no le inquietaba en absoluto. Las muertes ajenas habían dejado de preocuparle treinta aсos atrás, incluso en el caso de tratarse de unos crímenes tan fríamente calculados como aquellos, porque en lo íntimo de su ser, Damián Centeno no se consideraba a sí mismo más que una víctima del tiempo y las circunstancias que le tocaron vivir. Había pasado por una infancia y una juventud miserables que no le ofrecieron otra alternativa que la delincuencia o la Legión, y la Legión le había enseсado a matar sin el menor remordimiento de conciencia cuando aún no había cumplido veinte aсos. Pretender que a aquellas alturas estuviese en condiciones de distinguir en qué se diferenciaban las muertes justificadas por razones de guerra o política, de las muertes injustificables puramente privadas, constituía, en verdad, una ilusión estúpida. Le había dado el «paseo» a untos inocentes diez aсos antes tan sólo porque el capitán Quintero o cualquier otro oficial se lo ordenaba; había enviado a tantos muchachos a misiones sin esperanzas, y había participado en tantos pelotones de ejecución, que aquellas cuatro vidas no serían nunca más que cuatro números de una lista interminable. Que tuvieran nombre y apellidos, nada significaba. Todos cuantos llevaban aсos enterrados y de los que nadie se acordaba, también lo habían tenido.
El problema por tanto no estribaba en asesinar a cuatro personas, sino en hacerlo pulcramente y esfumarse. Del fondo de su maleta había extraído ya el pesado revólver que le había acompaсado a lo largo de casi media vida y cuyo familiar contacto advertía ahora sobre la piel, bajo el cinturón y la camisa. Una vez trató de calcular cuántos «tiros de gracia» habrían escapado por el caсón de aquel arma, pero perdió pronto la cuenta. Si alguien le obligaba a enumerar cuántas de aquellas muertes no sirvieron de nada también perdería la cuenta. Sin embargo, tanta inutilidad nunca le produjo hastío o remordimientos. Tan sólo le condujo al convencimiento de que era hora de que las muertes sirvieran de provecho.
Terminó de comer sin prisas, pidió café, encendió el último habano que le quedaba de la caja que comprara en La Guaira y con él aún en la boca buscó un taxi y pidió que le condujera al fuerte Richepanse, en Basse-Terre. Había dejado su maleta en la consigna del aeropuerto y no llevaba encima más que el arma, dinero y el pasaporte, que era cuanto necesitaba para sentirse cómodo y poder poner tierra por medio en un momento dado.
Visitó el fuerte como un turista más, y desde su torre norte observó detenidamente las casas que se desparramaban por la colina. Había dos que podían corresponder a la descripción que el comandante había hecho, y durante largo rato permaneció inmóvil espiando cualquier seсal de vida, pero no distinguió a nadie. Luego, muy despacio, descendió hasta el mar y buscó el sendero que desde el borde del agua trepaba por la colina.
A unos treinta metros bajo la primera casa se detuvo entre la espesa maleza y aguardó. Aquella debía de ser probablemente la que buscaba, puesto que era la única que contaba con una amplia galería y se encontraba justo frente al castillo. Dejó transcurrir media hora larga sin advertir movimiento alguno ni escuchar un ruido ni una voz, se cercioró de que el arma se encontraba cargada y lista para ser empleada y entreabriendo un poco la camisa para poder empuсarla con facilidad, decidió recorrer la corta distancia que le separaba del comienzo de la escalera que conducía directamente a la terraza de la casa cuando ya comenzaba a oscurecer.
Los resecos peldaсos de madera crujieron bajo su peso, y tuvo la impresión de que su estruendo sería capaz de alarmar a cuantos se encontraban cerca, pero llegó a la altura de la amplia ventana que se abría sobre el mar, hacia poniente, y continuó sin percibir el menor rastro de vida o movimiento en el interior de la casa.
Atisbo hacia dentro. En la penumbra distinguió algunos muebles impersonales e infinidad de cuadros que ocupaban la mayor parte de las paredes e incluso parecían amontonarse en una esquina. Continuó su lenta ascensión, alcanzó la galería y, desde donde se encontraba, pudo entrever parte de una mesa cubierta de frascos, botes de pintura, trapos y pinceles. Permaneció muy quieto pegado a la esquina, escuchó de nuevo, tanteó una vez más la culata de su arma, y al fin, convencido de que no había nadie en la casa, dio dos pasos y se situó en el centro mismo de la terraza.
La oscuridad era casi total debido a la rapidez con que caía la noche sobre el trópico, y tardó en descubrir la figura de la enorme negra que dormía en un alto sillón de mimbre. La observó de cerca y durante unos instantes dudó entre despertarla o regresar por donde había venido, pero al fin decidió que tenía que actuar con rapidez si no quería que el avión le dejara en tierra y accionó el interruptor de la luz que colgaba directamente sobre la mujer dormida.
Pero ni siquiera esa luz la despertó y Damián Centeno buscó un taburete, tomó asiento frente a ella, y agitó las manos cruzadas sobre el regazo que aún sujetaban el chal de colorines que había estado tejiendo.
— ¡Oiga…! — llamó—. ¡Eh, oiga…! ¡Despierte, por favor…!
«Mamá Shá» abrió los ojos como si le costara un gran esfuerzo y los fijó, sin comprender muy bien lo que ocurría, en el desconocido que se sentaba frente a ella.
— ¿Qué pasa…? — inquirió al fin—. ¿Qué quiere usted?
— Estoy buscando al seсor Mario Zambrano… ¿Vive aquí?
— Sí. Aquí vive… Pero ha salido…
— ¿Dónde está…?
— Bajó al pueblo.
— ¿Cuándo volverá…?
La negra observó a su interlocutor como si tratara de averiguar algo sobre él, y tras un corto silencio negó convencida.
— No tengo ni idea… — admitió—. Depende de la borrachera que agarre o de las amiguitas que encuentre… Si tropieza con Geneviиve o con «la Gringa» de las tetorras puede pasarse tres días fuera…