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— ¡Tres días…! — No cabía duda de que semejante posibilidad espantaba a Damián Centeno, que lanzó una larga mirada a su alrededor como buscando una solución a su problema. Por último, y aunque resultaba evidente que no deseaba implicar a la negra en el asunto, inquirió—: ¡Escuche…! Yo en realidad a quien busco es a unos parientes que acaban de llegar de Espaсa… Me dijeron que estaban aquí, en casa del seсor Zambrano… ¿Los ha visto?

La gorda «Mamá Shá» meditó de nuevo, observando con extraсa fijeza al hombre del tatuaje en el brazo y la cicatriz en el pecho, v al fin asintió con un leve ademán de la cabeza.

— Sí. Los he visto.

— ¿Dónde están?

— Se fueron.

— ¿Se fueron…? — repitió Damián Centeno alarmado y casi a punto de dar un salto—. ¿Cuándo te fueron?

— Esta maсana. Al amanecer…

— ¿Adónde…?

La dominicana se encogió de hombros.

— No lo sé…

— ¿Cómo que no lo sabe…? Tiene que saberlo… ¿Cómo te fueron?

Ella apuntó con un gesto hacia adelante; a la sombra de la noche que cubría por completo el horizonte:

— En barco… Mario les prestó su barco y se fueron… Creo que a Cuba…

— ¿A Cuba…? — exclamó incrédulo Damián Centeno—. ¿Está segura?

— Eso dijeron… — admitió la negra—. O tal vez fuera a México, o a Panamá… ¡Cualquiera sabe…! — Seсaló en dirección opuesta a aquella por la que se había alejado la «Graciela»—. Hace un rato, cuando me quedé dormida, aún se les veía allí, en el horizonte…

Pareció dar por concluida la charla, visto que no tenía nada más que aclarar, tomó de nuevo su labor, dispuesta a reanudar su tarea de tejer, y al hacerlo el ovillo de lana escurrió entre sus dedos y fue a caer al suelo, a sus pies. Hizo ademán de agacharse a cogerlo, pero debió de pensar que el esfuerzo resultaba excesivo para su voluminosa humanidad, y se quedó mirando fijamente a Damián Centeno, en espera de que tuviera a bien facilitarle la tarea.

Absorto como estaba en sus pensamientos, el ex sargento tardó en averiguar qué era lo que pretendía de él, y cuando al fin lo hizo, se inclinó hacia adelante y alargó la mano hacia el ovillo.

En principio el dolor y la sorpresa le impidieron comprender lo que había ocurrido, y al erguirse de nuevo y llevarse la mano al hombro advirtió que allí, sobre el omóplato, apenas a unos centímetros del nacimiento de su cuello sobresalía la chata cabeza de una larga aguja de hacer calceta. Asombrado, trató de decir algo, pero su voz quedó truncada, porque «Mamá Shá» acababa de extraer del chal la segunda aguja y con un veloz y brutal golpe se la clavó con toda la fuerza de sus ciento veinte kilos en pleno pecho, casi a la altura del corazón.

Damián Centeno se precipitó hacia atrás, cayendo de su taburete, y en su vano intento de mantener el equilibrio buscó apoyo en la mesa, que se desplomó volcándole encima su contenido de pinceles, botes de pintura y frascos de petróleo y aguarrás.

Desde el suelo, vencido por la sorpresa y el insoportable dolor, e incapaz de entender qué era con exactitud lo que había ocurrido, luchó inútilmente por arrancar la segunda aguja que apenas sobresalía de su verdosa camisa y al fin, con un jadeo casi ininteligible exclamó:

— ¿Pero por qué ha hecho eso…? ¿Por qué?

Inmóvil, tan impasible como un negro buda viviente, «Mamá Shá» le observó con extraсa fijeza y sus ojos relampaguearon al replicar:

— Porque ella es la elegida de Dios, y tú eres «el Mal»… porque ella es hija de Elegbá, y yo la última de sus siervas… Porque ella tiene un destino que cumplir, y mi obligación es defenderla… ¿Cómo te has atrevido, cerdo inmundo, a intentar alzar tu mano contra una Criatura amada por los Cielos? ¡Estúpido! Desde el momento que abrí los ojos supe quién eras… Antes incluso de que llegaras sabía que vendrías, porque Elegbá me ordenó que me quedara aquí, a proteger a su hija… — Buscó en su bolso, extrajo uno de sus estrafalarios habanos, y lo encendió manteniendo la larga cerilla de madera en la mano—. ¡Ve a quemarte a los infiernos! — aсadió—. Vete a donde ya no puedas hacer daсo…

Damián Centeno advirtió entonces que se encontraba empapado de pintura, petróleo y aguarrás, y tratando de erguirse sobre un brazo, alargo la otra mano suplicante:

— ¡No, por favor…! — aulló—. ¡No lo hagas…!

Pero la negra no pareció escucharle, lanzó al aire una bocanada de espeso humo, y le arrojó la cerilla a la entrepierna; allí donde la mancha de petróleo era más densa.

Convertido en una antorcha viviente, Damián Centeno lanzó un alarido y comenzó a revolcarse por el suelo de la ancha terraza, hasta que, al llegar al borde, se puso trabajosamente en pie, se dobló sobre la barandilla y se precipitó al vacío ante la indiferente mirada de la voluminosa «Mamá Shá».

Con la primera luz del día hizo su aparición en el horizonte la alta línea oscura de la costa. Una larga cadena de montaсas se recortaba contra el azul muy pálido del cielo, y Sebastián, que manejaba el timón, supuso desde el primer momento que el mayor de los picachos tenía que ser el Monte Avila, más allá del cual se extendía el largo Valle de Caracas.

— ¡América…! — musitó y le supo bien la palabra en la boca, como si la isla de donde venían, aquella Guadalupe poblada de franceses a los que no lograra entender apenas, no hubiera sido en realidad América también. La América auténtica; aquella con la que él venía soсando desde tanto tiempo atrás, era únicamente la verde y alta costa de Tierra Firme; el inmenso y en parte aún semisalvaje Continente en el que todos los asesinos de este mundo perderían su rastro.

El viaje desde Basse-Terre había sido largo; largo y pesado luchando con aquella embarcación renuente y descastada, pero a pesar de la maldita balandra y de cuantos impedimentos les había puesto en cada milla de travesía, allí estaban al fin a la vista de un Nuevo Mundo en que habrían de iniciar una nueva vida, y a trancas y barrancas, aunque fuera a patadas, conseguiría que la «Graciela» los llevara a buen puerto.

¿Y luego?

Aquélla era una pregunta que tenían ya ante la proa de la nave, y para la que nadie más que el tiempo tendría nunca respuesta, porque era la misma pregunta sin respuesta que se habían planteado a través de los siglos millones de emigrantes cuando avistaron la Tierra Prometida. Si tantos de ellos habían logrado triunfar sacando adelante a su familia, Sebastián Perdomo tenía la certeza de que él también lo conseguiría.

— ¡Tan sólo una cosa necesito! — se dijo—. Que Yaiza pierda el «DON» y deje de complicarnos la existencia.

Pero le constaba que eso nunca ocurriría; que fueran donde fueran e hicieran lo que hicieran, su hermana continuaría siendo un ser excepcional que atraería a los peces, amansaría a las bestias, aliviaría a los enfermos y agradaría a los muertos.

Y que enloquecería cada vez más a los hombres.

Por qué se había empeсado el Creador en conceder tanto a una sola criatura para que, en conjunto, tales dones se convirtiesen en una maldición era algo que Sebastián Perdomo nunca entendería, pero resultaba a todas luces evidente que aquél era el destino reservado a su hermana, y entre los «Maradentro» lo que afectaba a uno de los miembros de la familia afectaba también a los restantes.

Sabía que a donde quiera que fueran, y por mucho que se escondieran de Damián Centeno, siempre tendrían que arrastrar con ellos la indescriptible hermosura y el aire de misterio de la menor de la estirpe, y que aquello significaría tanto como ir por el mundo haciendo sonar una bolsa de monedas que despertaba el ansia de posesión de cuantos la conocieran.