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»Yo debía entrar en casa primero para asegurarme de que estaba libre el camino, y cuando volví a entrar por la puerta de servicio oí dar las doce en el campanario de la iglesia. Cuando me hallaba a mitad de la escalera que conduce a la Torre oí un golpe sordo y gritar una voz: «¡Dios mío!» Pero después se abrió la puerta de la habitación de la Torre y salió por ella Carlos Leverson. Hubiera podido verme la cara con claridad porque había luna, pero me hallaba agachada, más abajo, en un sitio oscuro y no me vio.

«Estuvo tambaleándose un momento con el rostro blanco como la cera. Parecía escuchar; luego, haciendo un esfuerzo, se rehizo y asomando la cabeza por el hueco de la escalera gritó que no había pasado nada con una voz alegre y despreocupada, que desmentía la expresión de su semblante. Aguardó un minuto más, y después subió lentamente la escalera y desapareció de mi vista.

«Cuando se marchó entré en la habitación de la Torre tras aguardar un instante. Presentía un acontecimiento trágico. La lámpara central estaba apagada, pero la de pie se hallaba encendida y a su luz vi a sir Ruben tendido en tierra, cerca de la mesa.

»Todavía ignoro cómo tuve valor para avanzar, pero lo hice y me arrodillé junto a él. Le habían atacado por detrás dejándole sin vida, pero no hacía mucho que le habían matado porque le toqué una mano y estaba todavía caliente. ¡Fue horrible, monsieur Poirot, horrible!

Miss Murgrave se estremeció al recordarlo.

—¿Y después...? —interrogó Poirot con una mirada penetrante.

—¿Después? Ya veo lo que está pensando. ¿Que por qué no di la voz de alarma y desperté a todos los habitantes de la casa? Le diré; pensé en hacerlo, de momento, pero mientras estaba allí arrodillada, vi, tan claro como la luz, que mi discusión con sir Ruben, mi salida furtiva de casa para ir al encuentro de Humphrey y mi despedida de ella, al día siguiente, podían tener fatales consecuencias. Se diría que yo había franqueado a Humphrey la entrada en la Torre y que para vengarse había matado a sir Ruben. Nadie me daría crédito cuando declarase que había visto salir de ella a Carlos Leverson.

»¡Qué horror, monsieur Poirot, qué horror! Pensaba, pensaba, y cuanto más reflexionaba más me faltaba el valor. Mis ojos se posaron de pronto en un manojo de llaves que siempre llevaba sir Ruben en el bolsillo y que estaban en el suelo, sin duda desde que cayó. Entre ellas estaba la de la caja fuerte, cuya combinación ya conocía, porque la oí en cierta ocasión de los labios de lady Astwell. Tomé el llavero, abrí la caja y realicé un rápido examen de los papeles que contenía.

»Por fin hallé lo que buscaba. Humphrey estaba en lo cierto. Sir Ruben respaldaba en secreto a la Compañía de Mpala y había estafado deliberadamente a mi hermano. El hecho venía a empeorar las cosas porque constituía un motivo bien definido, que pudo impulsar a Humphrey a cometer el crimen. Por ello volví a meter los documentos en la caja, cuya llave dejé en la cerradura, y subí a mi habitación.

»Cuando más adelante descubrió una doncella el cadáver, fingí sorprenderme y horrorizarme tanto como los demás habitantes de la casa.

Lily calló y miró con ojos suplicantes al detective.

—¿Me cree usted? ¡Diga que me cree, por favor! —exclamó.

—La creo, mademoiselle —repuso Poirot—. Acaba de explicarme usted varias cosas que me tenían perplejo. Entre ellas la convicción que alberga de la culpabilidad de Carlos Leverson y sus visibles esfuerzos para impedirme que viniera a esta casa.

Lily bajó la cabeza.

—Le tenía miedo —confesó con franqueza—. Lady Astwell no tiene los motivos que yo tengo para juzgarme culpable y no podía decirlo. Por eso confiaba, contra toda esperanza, que se negara usted a encargarse de la solución del caso.

—Quizá me hubiera negado —dijo Poirot en un tono seco— de no haber reparado en su ansiedad disimulada.

—Y ahora, ¿qué piensa hacer, monsieur Poirot? —preguntó.

—Respecto a usted, nada, mademoiselle, nada. Creo en su historia y la acepto por buena. Mi próximo paso es la ida a Londres, pues deseo ver al inspector Miller.

—¿Y después?

—Después... ya veremos.

Al salir del estudio, el detective miró una vez más el pedacito de chiffon verde que todavía llevaba en la mano.

«Es sorprendente la astucia de Hércules Poirot», se dijo complacido.

* * *

El detective-inspector Miller simpatizaba poco con monsieur Hércules Poirot. No pertenecía ciertamente a aquel grupo reducido de inspectores que acogían con agrado la cooperación del pequeño belga. Solía decir que andaba despistado. En el presente caso sentíase tan seguro de sí mismo que saludó a Poirot con visibles muestras de buen humor.

—¿Representa a lady Astwell? Bien, creo que no debe hacerle mucho caso.

—¿De manera que no cabe dudar de la culpabilidad del criminal?

Miller le guiñó un ojo.

—Le hemos cogido, como quien dice, con las manos en la masa. No existe caso más claro.

—¿Ha prestado ya declaración?

—Sí, pero más le hubiera valido tener la boca cerrada —dijo Miller—. Repite a todo el que quiere oírle que pasó directamente de la calle a su habitación y que no vio para nada a su tío. Pero es un cuento... mal urdido.

—Sí, va contra toda evidencia —murmuró Poirot—. ¿Qué opinión le merece ese joven, mister Miller?

—Le tengo por un bobo rematado.

—Y por un carácter débil, ¿no?

El inspector hizo un gesto afirmativo.

—La verdad es que parece mentira que haya tenido ¿cómo dicen ustedes?, el cuajo de hacer una cosa así.

—En efecto —dijo el inspector—. Pero no es la primera vez que sucede. Coloque usted entre la espada y la pared a un mozalbete débil y disipado como éste, llénele el cuerpo de unas gotas de vino y verá en lo que se convierte. Un hombre débil, acorralado, es más peligroso que otro cualquiera.

—Es cierto, sí; es mucha verdad lo que dice.

Miller siguió diciendo:

—Para usted es lo mismo, monsieur Poirot, porque percibe un sueldo fijo y naturalmente tiene que hacer un examen de las pruebas para satisfacer a su señoría. Lo comprendo.

—Usted comprende muchas cosas interesantes —murmuró Poirot, despidiéndose.

Luego fue a ver al abogado encargado de la defensa de mister Leverson. Mister Mayhew era un caballero seco, delgado, prudente, que recibió a monsieur Poirot con cierta reserva. Sin embargo, este último sabía despertar confianza y poco después los dos hablaban amistosamente.

—Ya comprenderá —dijo Poirot— que en este caso actúo exclusivamente en beneficio de mister Leverson. Tales son los deseos de lady Astwell. Su Señoría está convencida de la inocencia de su sobrino.

—Sí, sí, naturalmente —repuso Mayhew sin ningún entusiasmo.

Poirot le guiñó un ojo.

—A pesar de que ni usted ni yo —agregó— demos gran importancia a la opinión de lady Astwell.

—No, porque del mismo modo que cree hoy en su inocencia —dijo secamente el abogado— dudará mañana de ella.

—Sus intenciones no son una demostración, es claro —dijo Poirot— y en vista de lo ocurrido, el caso se presenta mal, muy mal, para el pobre muchacho.

—Sí, es una lástima que dijera lo que dijo a la policía; no le conviene seguir aferrado a la misma historia.

—¿Le refirió a usted lo mismo?

—Sin variar ni un ápice —repuso—; parece un lorito.

—Claro, y esto destruye la fe que podría tener en él —murmuró Poirot—. ¡Ah, no lo niegue! —agregó rápidamente levantando la mano—. Usted no cree en el fondo en su inocencia. Lo veo claramente. Pero escuche a Hércules Poirot. Vea la distinta versión del caso:

»Cuando ese joven llega a Mon Repos ha bebido un cóctel, luego otro, y otro, muchos cócteles de whisky con soda al estilo del país, y se siente lleno de un valor... ¿cómo lo denominan ustedes? ¡Ah, sí! Un valor holandés. Introduce la llave en la cerradura, abre la puerta y sube con paso vacilante a la habitación de la Torre. Al mirar desde la escalera ve a la luz difusa de la lámpara a su tío que escribe sentado a la mesa.