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—¿Y queda espacio entre las cortinas y el alféizar de la ventana para que pueda ocultarse alguien?

—Sí, pero un espacio muy justo, quizá.

—Entonces existe la posibilidad —dijo el médico lentamente— de que, en efecto, se hubiera ocultado alguien en la habitación, no el secretario, ya que se le vio salir de ella. No era Víctor Astwell, porque Trefusis se lo tropezó al salir, como tampoco pudo ser Lily Murgrave. Quienquiera que fuese estaba allí antes de que sir Ruben entrase en la habitación después de cenar. Usted ha descrito bien la situación. ¿Qué me dice del capitán Naylor? ¿Podía ser él quien estuviera escondido allí?

—Es siempre posible —admitió Poirot—. Porque si bien es verdad que cenó en el hotel es difícil precisar con exactitud a qué hora salió de éste. Lo que puede asegurarse es su regreso a las doce y media de la noche.

—Entonces fue él —dijo el doctor— quien se escondió y él también quien cometió el crimen, pues sabemos que no le faltaban motivos y además tenía el arma a mano. Pero, veo que no le satisface la idea....

—Es que... tengo otras en la cabeza —confesó Poirot—. Dígame, monsieur le Docteur, supongamos por un momento que la misma lady Astwell hubiera cometido el crimen, ¿se descubriría necesariamente en estado de trance?

El doctor silbó entre dientes.

—Conque vamos a parar a eso, ¿eh? —murmuró—. Usted sospecha de lady Astwell. Sí, naturalmente, es posible que sea criminal a pesar de no haber caído en ello hasta ahora. Es la última persona que estuvo al lado de sir Ruben... y ya nadie volvió a verle con vida. Respecto de su pregunta me inclino a responder, no. Si lady Astwell entrase en trance hipnótico firmemente resuelta a no declarar la parte que tomó en el crimen, respondería con toda sinceridad a sus preguntas, pero guardaría silencio acerca de este último punto. Tampoco demostraría tanta insistencia en afirmar la culpabilidad de mister Trefusis.

—Comprendido —dijo Poirot—. Pero no he dicho que sea culpable lady Astwell. Se trata de una idea, eso es todo.

—Este caso es uno de los más interesantes que he conocido —dijo minutos después el médico—. Ya que aun dando por hecho que sea mister Leverson inocente, existen muchos presuntos culpables: Humphrey Naylor, lady Astwell, incluso Lily Murgrave.

—Y otro que no menciona: Víctor Astwell —concluyó tranquilamente Poirot—. Según dice, estuvo sentado en su habitación, con la puerta abierta, en espera de que mister Leverson regresase. Pero, ¿podemos fiarnos de su palabra?

—¿Víctor Astwell? ¿Se refiere al individuo ese que tiene mal genio?

—Precisamente.

El médico se puso en pie.

—Bien, me vuelvo a la ciudad —dijo—. Ya me comunicará el giro que toman las cosas.

En cuanto se marchó el médico, Poirot tocó el timbre. Llamaba a su servidor.

—Una taza de tisana, Jorge. Tengo los nervios destrozados.

—Sí, señor. En seguida.

Diez minutos después volvió con una taza humeante en la mano. Poirot aspiró con placer el humo que se desprendía de ella y mientras se tomaba la tisana dijo en voz alta:

—Las leyes de caza son las mismas aquí que en el mundo entero. Para coger al zorro los cazadores montan a caballo y echan los perros. Se corre, se grita, es cuestión de velocidad. Para cazar el ciervo (lo sé por mi amigo Hastings, pues yo no lo he cazado jamás) se emplea distinto sistema. Hay que arrastrarse sobre el estómago por espacio de largas horas. Mi buen Jorge, aquí hay que emplear un procedimiento parecido al del gato doméstico. Éste se sitúa por espacio de largas horas aburridas ante la madriguera del ratón y le acecha, sin verificar el menor movimiento, sin dar síntomas de impaciencia y al propio tiempo sin renunciar a su propósito.

Poirot suspiró y dejó la taza en el plato.

—Te encargué que me trajeras lo necesario para varios días. Mañana, mi buen Jorge, marcharás a Londres y me traerás lo necesario para dos semanas.

—Bien, señor —repuso Jorge sin revelar la más leve sorpresa.

* * *

Sin embargo, la continua permanencia de Hércules Poirot en Mon Repos originó inquietud en otras personas y Víctor Astwell habló del hecho con su hermana política.

—Todo está muy bien, Nancy, pero tú no sabes cómo son estos detectives. Éste vive aquí como el pez en el agua, es evidente y se dispone a pasar en la finca todo un mes a tu costa, desde luego, ya que le pagas a razón de dos guineas diarias.

Lady Astwell contestó que sabía cuidarse sola de sus intereses.

Lily Murgrave trataba, muy en serio, de disimular su turbación. Estuvo segura de que Poirot creía en su historia, pero ahora lo dudaba.

Poirot no jugaba limpio. A los quince días de su estancia en Mon Repos sacó, a la hora de la cena, un álbum pequeño de huellas dactilares. Como procedimiento para obtener las de los habitantes de la casa parecía una estratagema muy gastada. Sin embargo, nadie se atrevió a negarse a poner sobre ellas yemas de los dedos. Sólo después que se retiró a descansar manifestó Víctor Astwell lo que pensaba.

—¿Comprendes lo que significa eso, Nancy? ¡Que sospecha de uno de nosotros!

—¡Víctor, no seas absurdo!

—¿Para qué ha exhibido ese álbum de huellas dactilares si no fuera por eso?

—Monsieur Poirot sabe muy bien lo que hace —dijo lady Astwell con complacencia, dirigiendo a Trefusis una mirada de soslayo.

En otra ocasión, Poirot introdujo un juego en la reunión: el de dibujar las huellas de los pies de los presentes sobre una hoja de papel. A la mañana siguiente entró con paso furtivo en la biblioteca sobresaltando a Owen Trefusis, que dio un salto en la silla como si de repente acabasen de dispararle un tiro.

—Perdone, monsieur Poirot —dijo con la habitual mansedumbre—, pero si he de serle franco nos tiene a todos con los nervios de punta.

—¿De veras? ¿Y por qué razón? —repuso el detective simulando inocencia.

—Pues porque considerábamos el asunto de mister Leverson como un caso patente, pero por lo visto opina usted de manera distinta.

Poirot, que miraba por la ventana, se encaró bruscamente con él.

—Voy a revelarle algo en confianza, mister Trefusis —dijo.

—¿Si?

Mas Poirot no se dio prisa en empezar. Aguardó, titubeando un momento, y cuando habló, sus palabras coincidieron con el ruido que hizo al abrirse y luego al cerrarse la puerta de la calle. Con una voz sonora que desmentía su reserva dijo ahogando los pasos que sonaban fuera en el vestíbulo:

—Afirmo, y que esto quede entre nosotros, mister Trefusis, que poseo la prueba de que cuando Carlos Leverson entró por la noche en la habitación de la Torre, sir Ruben había fallecido ya.

El secretario se le quedó mirando.

—¿Que posee la prueba? ¿Cómo no lo ha dicho antes? —interrogó.

—Lo sabrá a su debido tiempo. Entretanto, ¡chitón! Sólo usted y yo compartimos el secreto.

Al salir de la habitación se tropezó con Víctor Astwell, que estaba en el vestíbulo, al otro lado de la puerta.

—Ya veo, monsieur, que acaba usted de llegar.

Astwell hizo una seña de que así era, en efecto.

—Por cierto —comentó luego— que hace un día frío y ventoso, ¡un tiempo de perros!

—¡Ah! Si es así no daré el acostumbrado paseo. Soy como los gatos, amo el calor, prefiero sentarme junto al fuego.

—Esto marcha —dijo por la tarde, frotándose las manos, a su fiel servidor—. Pronto darán el salto. Es duro, Jorge, hacer el papel de gato y dura la espera, pero compensa, sí, compensa a las mil maravillas.

Al día siguiente, Trefusis tuvo que despachar determinado asunto en la ciudad y partió en el mismo tren que mister Víctor Astwell. En cuanto salieron de casa se apoderó de Poirot la fiebre de la actividad.

—Jorge! ¡Manos a la obra! —exclamó—. Si fuera la doncella a limpiar esas habitaciones, entretenla. Dile cosas bonitas, Jorge, ¡que no pase del corredor!