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Comenzó sus pesquisas por la habitación del secretario, donde ni cajón ni estantería quedaron por examinar. Luego colocó apresuradamente todo en su sitio y dio el registro por concluido. Jorge, que estaba de guardia a la puerta, tosió con respeto.

—¿Me permite el señor?

—Sí, mi buen Jorge.

—Los zapatos, señor. Los dos pares de color oscuros estaban en el segundo estante y los de cuero abajo. Al volver a ponerlos en ellos ha invertido usted el orden. Téngalo en cuenta.

—¡Maravilloso! —Poirot juntó las manos—. Pero no nos preocupemos, porque no vale la pena. No tiene importancia, Jorge, te lo aseguro. Mister Trefusis no es capaz de reparar en cosa tan pequeña.

—Como guste el señor.

—Claro que tú tienes el hábito de fijarte en todo —observó Poirot animándole mediante una palmadita en el hombro— y por cierto que te honra mucho.

El sirviente no contestó. Cuando, más adelante, Poirot repitió la operación matinal en la habitación de Víctor Astwell no hizo el menor comentario a pesar de que el detective no puso la ropa blanca en los cajones con el debido cuidado. Sin embargo, en este segundo caso la razón estaba de su parte, no de la de Poirot, ya que Víctor les armó un escándalo a su llegada por la noche.

—¿Qué se propone el belga del demonio, con el registro de mi habitación? —vociferó—. ¿Qué diantre supone que va a encontrar en ella? ¡No toleraré que se repitan estas cosas!, ¿comprende? ¡Vean lo que se saca con tener en casa a un hurón, a un espía!

Poirot abrió los brazos con gesto elocuente, y las palabras surgieron a cientos, a miles, a millones de su boca. Había estado torpe, oficioso, y se sentía confuso. Se tomaba una libertad excesiva, por lo que pidió a Víctor mil perdones. De manera que el enfurecido caballero tuvo que ceder refunfuñando todavía.

Cuando, más tarde, se tomó el detective la taza de tisana, murmuró:

—Esto marcha, mi buen Jorge, sí ¡esto marcha! El viernes es mi día —observó pensativo Hércules Poirot—. Me trae suerte.

—Ciertamente, señor.

—¿Eres supersticioso también, mi buen Jorge?

—Prefiero no sentar a trece a la mesa, señor, y me disgusta tener que pasar por debajo de una escalera, pero no albergo ninguna superstición acerca de los viernes.

—Bien, hoy has de ver nuestro Waterloo.

—Sí, señor.

—Sientes tal entusiasmo, mi buen Jorge, que ni siquiera me preguntas lo que me propongo hacer...

—¿Qué es ello, señor?

—El registro final de la habitación de la Torre.

En efecto, después de desayunarse y con permiso de lady Astwell, Poirot pasó a la escena del crimen. Allí, a horas diversas de la mañana, los habitantes de la casa le vieron gatear por el suelo, someter a meticuloso examen las cortinas de terciopelo negro, ponerse de pie sobre las sillas y escudriñar los marcos de los cuadros que colgaban de las paredes. Y por primera vez lady Astwell se sintió realmente intranquila.

—Debo confesar que ese hombre me ataca los nervios —dijo—. No sé qué es lo que se trae entre manos, pero se arrastra por el suelo como un perro y me estremece. Desearía saber qué es lo que anda buscando. Lily, querida, levántate y ve a ver lo que hace. No, aguarda, prefiero que te quedes a mi lado.

—¿Desea que vaya yo a ver, lady Astwell? —preguntó el secretario, saliendo de detrás de la mesa.

—Si no tiene inconveniente, mister Trefusis...

Owen Trefusis salió de la habitación y subió la escalera que llevaba a la habitación de la Torre. A primera vista diríase vacía, no se veía a Hércules por ninguna parte. Trefusis disponíase a volver sobre sus pasos cuando oyó un ligero ruido, levantó la mirada y vio al hombrecillo que se hallaba, de pie, en mitad de la escalera de caracol que conducía al dormitorio, situado encima.

Se hallaba agachado y en la mano izquierda sostenía una lente de aumento con la que examinaba minuciosamente el zócalo de madera y la alfombra.

Al posar los ojos en él el secretario, profirió un gruñido y se guardó la lente en el bolsillo. Luego se puso de pie sosteniendo algo entre los dedos índice y pulgar. En aquel momento se dio cuenta de la presencia de Trefusis.

—¡Ah, ah, el secretario! —dijo—. No le he oído llegar.

Parecía otro hombre. El triunfo, la exaltación, resplandecían en su rostro. Trefusis le miró sorprendido.

—Le veo muy satisfecho, monsieur Poirot. ¿Qué sucede? ¿Hay novedades?

—Ya lo creo —respondió—. Sepa que por fin encuentro lo que desde un principio andaba buscando. Lo tengo aquí.

El hombrecillo ensanchó el pecho.

—La solución de este caso la tengo entre el índice y el pulgar. Es la prueba que necesito de la culpabilidad del criminal.

El secretario arqueó las cejas.

—¿De modo que no es mister Carlos Leverson?

—No. No es Carlos Leverson. Ahora ya sé quién es, aun cuando no estoy seguro de su nombre. Sin embargo, todo está claro como la luz.

Poirot bajó los últimos peldaños de la escalera y le dio un golpecito en el hombro al secretario.

—Debo marchar inmediatamente a Londres —le participó—. Comuníqueselo a lady Astwell en mi nombre. Dígale que deseo que esta noche, a las nueve en punto, estén todos ustedes en la habitación de la Torre. Yo me reuniré con ustedes y les revelaré la verdad del caso. ¡Ah!, estoy muy satisfecho.

Y tras marcar el compás de una danza de su invención, Poirot salió de la Torre. Aturdido, Trefusis le siguió con la mirada.

Poco después Poirot entró en la biblioteca para pedirle una cajita de cartón.

—No poseo ninguna, por desgracia —explicó— y debo guardar dentro un objeto de valor.

Trefusis sacó una del cajón de la mesa y Poirot se manifestó encantado.

Al correr escaleras arriba con su tesoro se tropezó con Jorge que a la sazón estaba en el descansillo y le entregó la caja.

—Dentro hay un objeto de suma importancia —le explicó—. Colócala, mi buen Jorge, en el segundo cajón del tocador, junto al estuche que contiene los gemelos de perlas.

—Bien, señor.

—Ten cuidado no vayas a romperla —le encargó el detective—. Dentro hay algo que llevará a la horca al criminal.

—¡No me diga, señor! —exclamó el criado.

Poirot volvió a bajar de prisa la escalera, tomó el sombrero y se alejó a buen paso.

* * *

Su vuelta fue menos ostentosa. De acuerdo con sus órdenes el fiel Jorge le franqueó la entrada en la casa por la puerta de servicio.

—¿Están todos en la habitación de la Torre?

—Sí, señor.

Los dos cambiaron unas palabras, a media voz, y luego Poirot subió la escalera con el aire triunfante del vencedor y entró en la misma habitación en que, poco menos de un mes atrás, se había verificado el crimen. Todo el mundo se hallaba reunido ya allí: lady Astwell, Lily Murgrave, el secretario y Parsons, el mayordomo. Este último se mantenía con visible azoramiento cerca de la puerta y preguntó a Poirot:

—Jorge, señor, me ha dicho que es necesaria mi presencia, pero no sé si debo...

—Sí, quédese, por favor —repuso el detective.

Y avanzó unos pasos hasta situarse en el centro de la habitación.

—Éste es un caso interesantísimo —dijo reflexivamente—, sobre todo porque todos ustedes han podido asesinar a sir Ruben. En efecto, ¿quién hereda su fortuna? Carlos Leverson y lady Astwell. ¿Quién estuvo a su lado hasta el fin la última noche de su vida? Lady Astwell. ¿Quién riñó violentamente con él? ¡Siempre lady Astwell!

—¡Oiga! ¿De qué está usted hablando? —exclamó la aludida—. No le comprendo...

—Pero no fue ella sola; otras personas discutieron también con su marido —siguió diciendo Poirot con acento pensativo—. Una de ellas se separó de él con el rostro blanco de coraje. Suponiendo que lady Astwell dejara a su marido con vida a las doce y cuarto de la noche, transcurrieron diez minutos en que le fue posible a alguien que se hallaba en el segundo piso bajar de puntillas, llevar a cabo la hazaña y volver después cautelosamente a su habitación.