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Víctor dio un grito y se levantó de un salto.

—¿Qué demonios...? —comenzó a decir iracundo. Y calló porque le ahogaba la rabia.

—Usted, mister Astwell, mató a un hombre en África durante un ataque de cólera...

—¡No lo creo! —exclamó Lily Murgrave.

Y avanzó con las manos cerradas, con dos manchas de color en las mejillas.

—No lo creo —repitió colocándose al lado de Víctor Astwell.

—Es cierto, Lily —dijo este último—, pero por causas que ese hombre ignora. El hombre a quien maté en un arrebato era un médico brujo que acababa de asesinar a quince niños. El hecho justificaba mi locura. Así lo considero.

Lily se aproximó a Poirot.

—Monsieur Poirot —dijo con acento grave—, se engaña usted. Un hombre puede tener mal genio, puede llegar a romper cosas, a proferir insultos, o amenazas, pero no cometerá un crimen sin motivo. Lo sé, lo sé, repito, mister Astwell es incapaz de semejante cosa.

Poirot la miró y una sonrisa particular iluminó su rostro. Luego la asió por una mano y dio varias palmaditas suaves en ella.

—Veo, mademoiselle, que también usted tiene sus intuiciones. ¿Cree en mister Astwell, no es cierto?

Lily repuso sin alterarse:

—Mister Astwell es un hombre excelente, un hombre honrado; no tiene que ver con el trabajo de zapa de los campos de oro de Mpala. Es bueno de pies a cabeza y le he dado palabra de matrimonio.

Víctor se acercó a ella y le tomó la otra mano.

—¡Declaro ante Dios, monsieur Poirot —dijo con acento solemne—, que no maté a mi hermano!

—Lo sé —repuso el detective.

Sus ojos abarcaron la habitación de una sola ojeada.

—Escuchen, amigos —dijo—. En trance hipnótico lady Astwell ha confesado que aquella noche vio el bulto de un hombre escondido detrás de las cortinas.

Todas las miradas se dirigieron a la ventana.

—¿De manera que el asesino se escondió ahí detrás? ¡Magnífica solución! —exclamó Astwell.

—No se escondió ahí; se escondió allí —dijo con un tono suave el detective.

Giró sobre los talones y les señaló las cortinas que tapaban la escalera de caracol.

—Sir Ruben había utilizado el dormitorio la noche antes. Desayunóse en la cama e hizo subir a mister Trefusis para darle instrucciones. Ignoro qué fue lo que mister Trefusis se dejó en esa habitación, pero se dejó algo. Después de dar las buenas noches a sir Ruben y a lady Astwell lo recordó y corrió en su busca escaleras arriba. No creo que sir Ruben ni lady Astwell reparasen en él porque habían iniciado ya una violenta discusión. Cuando estaban enzarzados en ella volvió a bajar la escalera mister Trefusis.

»Las cosas que el matrimonio se decían eran de naturaleza tan íntima y personal que, naturalmente, colocaron al secretario en una situación embarazosa. Se daba cuenta de que le creían lejos de la Torre y por temor a suscitar la cólera de sir Ruben decidió quedarse donde estaba en espera de poder escurrirse, sin ser visto, más adelante. Permaneció, pues, oculto, tras las cortinas de la escalera y por ello al salir lady Astwell reparó, inconscientemente, en un bulto que formaba su cuerpo.

«Trefusis trató luego de salir a su vez sin que le vieran, pero sir Ruben volvió de improviso la cabeza y se dio cuenta de la presencia del secretario.

«Señoras y caballeros, debo decirles que no he seguido en balde unos cursos de Psicología. Por consiguiente durante estos días he estado buscando no al hombre o la mujer de mal genio, sino al hombre paciente, al que por espacio de nueve años ha sabido dominar sus nervios y ha desempeñado el último papel de los ocupantes de la casa. Por ello me doy cuenta de que no existe una tensión más exagerada que la que él ha soportado durante este tiempo, ni tampoco existe resentimiento mayor del que en su interior ha sido acumulado.

«Por espacio de nueve años seguidos, sir Ruben le ha ofendido, le ha insultado, ha abusado de su paciencia y él todo lo ha soportado en silencio.

Pero al fin llega un día en que la tensión llega a su colmo, en que se rompe la cuerda tirante y ¡pum! salta. Esto es lo que sucedió aquella noche. Sir Ruben volvió a sentarse a la mesa, pero en lugar de dirigirse humilde y mansamente a la puerta, el secretario tomó la azagaya de madera y asestó el golpe con ella al hombre que tanto le había provocado.

Trefusis se había quedado de piedra. Poirot se volvió a mirarle.

—Su coartada era de las más simples. Todos le creían en su habitación, sin embargo, nadie le vio dirigirse a ella. Mientras procuraba salir de la Torre sin hacer ruido, oyó un rumor y se apresuró a ocultarse otra vez detrás de la cortina. Allí estaba, pues, cuando entró Carlos Leverson y también seguía allí cuando llegó Lily Murgrave. Después de desaparecer esta última, cruzó andando de puntillas, la casa silenciosa. ¿Lo niega, mister Trefusis?

Trefusis balbució:

—Yo... jamás...

—Ea, terminemos. Hace dos semanas que representa usted una comedia y hace dos semanas que me esfuerzo por demostrarle cómo se cierra la red a su alrededor. Las huellas digitales, las de los pies, respondían a un solo objeto: el de aterrorizarle. Usted ha debido permanecer despierto por las noches, temiendo y preguntándose continuamente: «¿Habré dejado huellas de mis manos o de mis pies en la habitación?»

»Más de una vez habrá pasado revista a los acontecimientos pensando en lo que hizo o dejó de hacer y de esta manera le he ido atrayendo a un estado propicio para que diera el resbalón. Cuando cogí hoy un objeto en la misma escalera donde estuvo escondido, he visto retratado en sus ojos el miedo y por ello le pedí la cajita que confié a Jorge antes de salir de casa.

Poirot se volvió a medias.

—¡Jorge! —llamó.

—Aquí estoy, señor.

El criado avanzó unos pasos.

—Da cuenta de mis instrucciones a estas señoras y caballeros.

—Yo debía permanecer escondido, señor, en el armario ropero de su habitación después de guardar la cajita en el sitio que me señaló. A las tres y media de esta tarde vi al criminal.

—En esta caja había yo guardado un alfiler común —explicó Poirot—. Digo la verdad. Esta mañana lo encontré en la escalera de caracol y como dice el refrán: «quien ve un alfiler y lo recoge tiene asegurada la suerte», lo cogí y ya lo ven ustedes. ¡Acabo de descubrir al criminal!

Poirot se volvió al secretario.

—¿Lo ve? —dijo en un tono suave—. ¡Usted mismo se ha hecho traición!

Trefusis cedió de repente. Sollozando se dejó caer en una silla y ocultó la cara en las manos.

—¡Me volví loco —gimió—, loco, Dios mío! Ya no podía más. Hace años que odiaba y despreciaba a sir Ruben.

—¡Lo sabía! —exclamó lady Astwell.

Dio un salto hacia delante; de su rostro irradiaba la luz del triunfo.

—¡Sabía que era él quien había cometido el crimen!

Y se colocó de súbito delante del detective, salvaje y triunfante.

—Sí, tenía razón —confesó éste—. Es verdad que pueden darse nombres distintos a una misma cosa, pero el hecho queda. Su intuición, lady Astwell, no la engañaba. La felicito cordialmente.

El expreso de Plymouth

Alec Simpson, R. N.[1] subió en la estación de Newton Abbot a un departamento de primera clase del expreso de Plymouth. Le seguía un mozo con la pesada maleta. Al ir a colocarla en la red se lo impidió el joven marino.

—No, déjela encima del asiento. Yo mismo la colocaré en la red. Tome usted.

—Gracias, señor.