El mozo se retiró satisfecho de la generosa propina.
Las portezuelas se cerraron de golpe: una voz estentórea gritó:
«Cambio de tren de Torquay. Próxima parada Plymouth.» Sonó luego un silbido y el tren salió lentamente de la estación.
El teniente Simpson tenía todo el coche para él solo. El aire de diciembre era frío y subió la ventanilla. Luego olfateó expresivamente y frunció el entrecejo. ¡Qué olor más particular! Le recordaba el hospital y la operación de la pierna. Eso es. Olía a cloroformo.
Volviendo a bajar la ventanilla varió de asiento ocupando el que daba la espalda a la locomotora. Hecho esto sacó la pipa del bolsillo y la encendió. Luego permaneció pensativo un instante, fumando, mirando la oscuridad.
Cuando salió de su ensimismamiento abrió la maleta, sacó de su interior libros y revistas, volvióla a cerrar y trató sin éxito de colocarla debajo del asiento. Un obstáculo invisible se lo impedía. Impaciente la empujó con más fuerza. Pero continuó sin meterse.
—¿Por qué no entrará del todo? —se preguntó.
Maquinalmente tiró de ella y se agachó para ver lo que había detrás. En seguida sonó un grito en la noche y el gran tren hizo alto obedeciendo a un imperioso tirón del timón de alarma.
* * *
—Ya sé, mon ami, que le interesa el caso misterioso del expreso de Plymouth —me dijo Poirot—. Lea esto detenidamente.
Extendí el brazo y tomé la carta que me alargaba desde el otro lado de la mesa.
Era muy breve y decía así:
«Muy señor mío:
»Le quedaré muy agradecido si se sirve venir a verme cuándo y cómo le acomode.
»Su afectísimo servidor,
Ebenezer Halliday.»
Como no me parecía muy clara la relación que guardaba esta carta con el acontecimiento que acabo de narrar miré a Poirot con aire perplejo.
Por toda respuesta cogió un periódico y leyó en voz alta:
«Anoche se verificó un descubrimiento sensacional en una de las líneas férreas de la capital. Un joven oficial de Marina que volvía a Plymouth encontró debajo del asiento del coche el cadáver de una mujer que tenía un puñal clavado en el corazón. El oficial dio la señal de alarma y el tren hizo alto. La mujer, de unos treinta años sobre poco más o menos, no ha sido identificada todavía.»
—Vea lo que el mismo periódico dice más adelante: «Ha sido identificado el cadáver de la mujer asesinada en el expreso de Plymouth. Se trata de la Honorable mistress Rupert Carrington.» ¿Comprende, amigo mío? Si no lo comprende, sepa que mistress Rupert Carrington se llamaba, antes de su matrimonio, Flossie Halliday, hija del viejo Halliday, rey del acero, que reside en América.
—¿Y este señor... se llama? ¡Magnífico!
—En cierta ocasión tuve la satisfacción de prestarle un pequeño servicio. Se trataba de unos bonos al portador. Y una vez cuando fui a París, para presenciar la llegada de una persona real hice que me señalasen a mademoiselle Flossie. La denominaban la jolie petite pensionnaire y tenía también una jolie dot. Causó sensación. Pero estuvo en un tris que no hiciera un mal negocio.
—¿De veras?
—Sí, con un llamado conde de la Rochefour. Un bien mauvais sujet! Una mala cabeza, como dirían ustedes. Era un aventurero que sabía cómo se conquistaba a una muchacha romántica. Por suerte el padre lo advirtió a tiempo y se la llevó a América. Dos años después supe que había contraído matrimonio, pero no conozco al marido.
—¡Hum! —exclamé—. El honorable Rupert Carrington no es lo que se dice un Adonis. Además todos sabemos que se arruinó en las carreras de caballos e imagino que los dólares del viejo Halliday fueron a parar muy oportunamente a sus manos. Es un mozo bien parecido, tiene buenos modales, pero en materia de pocos escrúpulos, ¡no tiene rival!
—¡Ah, pobre señora! Elle n'es pas bien tombée!
—Supongo, no obstante, que debió ver en seguida que no era ella sino su fortuna la que seducía a su marido, porque no tardó en separarse de él. Últimamente oí decir que habían pedido la separación legal y definitiva.
—El viejo Halliday no es tonto y debe tener bien amarrado el dinero.
—Probablemente. Además todos sabemos que el Honorable Carrington ha contraído deudas.
—¡Ah, ah! Yo me pregunto...
—¿Qué?
—Mi buen amigo, no se precipite. Ya veo que el caso despierta su interés. Acompáñeme, si gusta, a ver a Halliday. Hay una parada de taxis en la esquina.
* * *
Pocos minutos después estábamos delante de la soberbia finca de Park Lane alquilada por el magnate americano. En cuanto llegamos se nos condujo a la biblioteca donde, casi al instante, se nos incorporó un caballero de aventajada estatura, corpulento, de mentón agresivo y ojos penetrantes.
—¿Míster Poirot? —preguntó, dirigiéndose al detective—. Supongo que no hay necesidad de que le explique por qué le he llamado. Usted lee el periódico y yo no estoy dispuesto a perder el tiempo. Supe que estaba aquí, en Londres, y recordé el buen trabajo que para mí llevó a cabo en cierta ocasión, porque jamás olvido a las personas que me sirven a mi entera satisfacción. No me falta el dinero. Todo lo que he ganado era para mi pobre hija y ahora que ha muerto estoy resuelto a gastar hasta el último penique en la búsqueda del malvado que me la arrebató. ¿Comprende? A usted le encargo ese cometido.
Poirot saludó.
—Y yo acepto, monsieur, con tanto más gusto cuanto que la vi varias veces en París. Ahora le ruego que me explique con todo detalle las circunstancias de su viaje a Plymouth, así como todo lo que crea conveniente.
—Bien, para empezar diré a usted —repuso Halliday— que mi hija no se dirigía a esa localidad. Pensaba asistir a una fiesta en Avonmead Court, finca que pertenece a la duquesa de Paddington, en el tren de las doce y cuarto, llegando a Bristol donde tenía que efectuar un trasbordo a las dos cincuenta minutos. Los expresos que van a Plymouth corren vía Westbury, como ya es sabido, y por ello no pasan por Bristol. Además, tampoco el tren de las doce y cuarto se para en dicha localidad después de detenerse en Weston, Tauton, Exeter y Newton Abbot. Mi hija viajaba sola en su coche, un reservado para señoras, y su doncella iba en un coche de tercera.
Poirot hizo seña de que había entendido y Halliday prosiguió:
—En las fiestas de Avonmead se incluían varios bailes y mi hija se llevó casi todas sus joyas, cuyo valor asciende en total a unos cien mil dólares.
—¡Un momento! —interrumpió Poirot—. ¿Quién se hizo cargo de ellas, ella o la doncella?
—Mi hija. Siempre las llevaba consigo en un estuche azul de tafilete.
—Bien. Continúe, monsieur...
—En Bristol, la doncella, Jane Mason, tomó la maleta y el abrigo de su señora y se dirigió el departamento de Flossie. Mi hija le notificó que no pensaba apearse del tren sino que iba a continuar el viaje. Ordenó a Mason que sacara del furgón de cola el equipaje y que lo depositara en la estación. Mason podía tomar el té en el restaurante, pero sin moverse de la estación hasta que volviera a Bristol su señora en el último tren de la tarde. La muchacha se sorprendió, pero hizo lo que se le ordenaba. Dejó en consigna el equipaje y se fue a tomar una taza de té. Pero aun cuando los trenes fueron llegando, uno tras otro, durante toda la tarde, su señora no apareció. Finalmente dejó donde estaba el equipaje y se fue a un hotel vecino donde pasó la noche. Por la mañana supo la tragedia y volvió a casa sin perder momento.
—¿Conoce algo que pueda explicarnos el súbito cambio de plan de su hija?
—Bien: según Jane, en Bristol, Flossie ya no iba sola en el coche. La acompañaba un hombre que se asomó a la ventanilla opuesta para que ella no le viera la cara.