—El tren tendría corredor, ¿no es eso?
—Sí.
—¿En qué lado se hallaba?
—En el del andén. Mi hija estaba de pie en él cuando habló con Mason.
—¿Y usted no duda de...?, pardon! —Poirot se levantó colocando en correcta posición el tintero que se había movido—. Je vous demande pardon —dijo volviendo a sentarse—, pero me atacan los nervios las cosas torcidas. Es extraño, ¿no? Bien. Decía, monsieur, ¿no duda que ese encuentro inesperado ocasionara el súbito cambio de plan de su hija?
—No lo dudo. Me parece la única suposición razonable.
—¿Tiene alguna idea de la identidad del caballero?
—No, no, en absoluto.
—¿Quién encontró el cadáver?
—Un joven oficial de Marina que se apresuró a dar la voz de alarma. Había un médico en el tren, y examinó el cuerpo de mi pobre hija. Primero la cloroformizaron y después la apuñalaron. Flossie llevaba muerta unas cuatro horas, de manera que debió cometerse el crimen a la salida de Bristol, probablemente entre éste y Weston o entre Weston y Tauton seguramente.
—¿Y el estuche de las joyas?
—Ha desaparecido, míster Poirot.
—Todavía otra pregunta, monsieur, ¿a quién debe ir a parar la fortuna de su malograda hija a su fallecimiento?
—Flossie hizo testamento después de su boda. Lo deja todo a su marido —el millonario titubeó aquí un momento y en seguida agregó—: Debo confesar, míster Poirot, que considero un perfecto bribón a mi hijo político, y que de acuerdo conmigo, mi pobre hija iba a verse libre de él por vía legal, lo que no es cosa difícil de conseguir. Él no puede tocar un solo céntimo en vida de ella, pero hace unos años, aunque viven separados, Flossie accedía a satisfacer sus peticiones de dinero para no dar lugar a un escándalo. Por ello estaba yo resuelto a poner término a tal estado de cosas. Por fin Flossie se avino a complacerme y mis abogados tenían órdenes de iniciar las gestiones preliminares del divorcio.
—¿Dónde habita el Honorable Carrington?
—En esta ciudad. Tengo entendido que ayer estuvo ausente, pero que volvió por la noche.
Poirot reflexionó un momento. Luego dijo:
—Creo que esto es todo, monsieur. ¿Desea ver a la doncella, Jane Mason?
—Sí, por favor.
Halliday tocó un timbre y dio una breve orden al criado que acudió a la llamada. Minutos después entró Jane en la habitación. Era una mujer respetable, de facciones duras y parecía emocionarle tan poco la tragedia como a todos los servidores.
—¿Me permite unas preguntas? —dijo Poirot—. ¿Reparó en si su señora estaba lo mismo que de costumbre ayer por la mañana? ¿No estaba excitada ni nerviosa?
—¡Oh, no, señor!
—¿Y en Bristol?
—En Bristol, sí, señor. Me pareció que se sentía trastornada y tan nerviosa que no sabía lo que hablaba.
—¿Qué fue lo que dijo exactamente?
—Bien, señor, si mal no recuerdo dijo: «Mason, debo alterar mis planes. Ha sucedido algo que... No. Quiero decir que no pienso apearme del tren, esto es todo. Debo continuar viaje. Saque mi equipaje del furgón y llévelo a consigna; tome luego una taza de té y espéreme en la estación.»
»—¿Que la espere, madame? —pregunté.
»—Sí, sí. No salga de ella. Yo volveré en el último tren. Ignoro a qué hora. Pero será tarde.
»—Está bien, madame —repuse yo. No estaba bien que le hiciera ninguna pregunta, pero pensé que lo que sucedía era muy extraño.
—¿No entraba eso en las costumbres de su señora?
—No, señor.
—¿Y qué pensó usted?
—Pues pensé, señor, que lo que sucedía guardaba relación con el caballero que iba en el coche. La señora no le habló, pero una o dos veces se volvió a mirarle.
—¿Le vio el rostro?
—No, señor, porque me daba la espalda.
—¿Podría describírmelo?
—Llevaba puesto un abrigo castaño claro y una gorra de viaje. Era alto y esbelto y tenía el cabello negro.
—¿Le conocía usted?
—Oh, no. No lo creo, señor.
—¿No sería por casualidad su antiguo amo, míster Carrington?
—¡Oh, no lo creo, señor!
—Pero, ¿no está segura?
—Tenía la misma estatura del señor. Pero lo he visto tan pocas veces que no afirmo que fuera él. ¡No, señor!
Había un alfiler sobre la alfombra. Poirot lo cogió y me miró con rostro severo, frunciendo el ceño. Luego continuó :
—¿Le parece posible que el desconocido subiera al tren en Bristol antes de que llegara usted al reservado?
Mason se detuvo a pensarlo.
—Sí, señor. Es posible. Mi departamento iba atestado y pasaron varios minutos antes de poder salir del vagón. Luego la gente que llenaba el andén hizo que me retrasase. Pero supongo que de ser así, el desconocido hubiera dispuesto únicamente de un minuto o dos para hablar con mi señora, por lo que me parece más probable que llegase por el corredor.
—Sí, ciertamente. Es más probable.
Poirot hizo una pausa, siempre con el ceño fruncido.
—¿Sabe el señor cómo iba vestida la señora?
—Los periódicos dan poquísimos detalles, pero puede ampliarlos, si gusta.
—Llevaba, señor, una toca de piel blanca, velo blanco de lunares y un vestido azul eléctrico,
—¡Hum! ¡Qué llamativo!
—Sí —observó míster Halliday—. El inspector Japp confía en que ese atavío nos ayudará a determinar el lugar en que se cometió el crimen ya que toda persona que ha visto a mi hija conservará su recuerdo.
—Precisament! Gracias, mademoiselle.
La doncella salió de la biblioteca.
—Bien —Poirot se levantó de un salto—. Ya no tenemos que hacer nada aquí. Es decir, si monsieur no nos explica todo, ¡todo!
—Ya lo hice.
—¿Está bien seguro?
—Segurísimo.
—Bueno, pues no hay nada de lo dicho. Me niego a ocuparme del caso.
—¿Por qué?
—Porque no es usted franco conmigo.
—Le aseguro...
—No, me oculta usted algo.
Hubo una pausa. Luego Halliday se sacó un papel del bolsillo y lo entregó a su amigo.
—Adivino qué es lo que anda buscando, míster Poirot... ¡aunque ignoro cómo ha llegado a saberlo!
Poirot sonrió y desdobló el papel. Era una carta escrita en pequeños caracteres. Poirot la leyó en voz alta.
Chére madame:
Con infinito placer contemplo la felicidad de volver a verla. Después de su amable contestación a mi carta, apenas puedo contener la impaciencia. Nunca he olvidado los días pasados en París. Es cruel que tenga que salir de Londres mañana. Sin embargo, antes de que transcurra largo tiempo, es decir, antes de lo que cree, tendré la dicha de volver a ver a la dama cuya imagen reina, suprema, en mi corazón.
Crea, madame, en la firmeza de mis devotos e inalterables sentimientos.
ARMAND DE LA ROCHEFOUR.
Poirot devolvió la carta a Halliday con una inclinación de cabeza.
—¿Supongo, monsieur, que ignoraba usted que su hija pensaba renovar sus relaciones con el conde de la Rochefour?
—¡La noticia me ha causado la misma sensación que si un rayo hubiera caído a mis pies! Encontré esta carta en el bolso de Flossie. Pero, como usted probablemente ya sabe, el llamado conde es un aventurero de la peor especie.
Poirot afirmó con el gesto.
—¿Cómo conocía usted la existencia de esta carta?
Mi amigo sonrió.
—No la conocía en realidad —explicó—. Pero tomar huellas dactilares e identificar la ceniza de un cigarrillo no son suficientes para hacer un buen detective. ¡Debe ser también buen psicólogo! Yo sé que su yerno le es antipático y que desconfía de él. ¿A quién beneficia la muerte de su hija? ¡A él! Por otra parte, la descripción que del individuo misterioso hace la doncella se parece a la de él. Sin embargo, usted no se apresura a seguirle la pista, ¿por qué? Seguramente porque sus sospechas toman otra dirección. Por ello deduje que me ocultaba algo.