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—Tiene razón, monsieur Poirot. Estaba seguro de la culpabilidad de Rupert hasta que encontré esta carta, que me ha trastornado muchísimo.

—Sí. El conde dice: «antes de que transcurra largo tiempo, antes de lo que se figura». No cabe duda de que no quiso esperar a que usted supiera su reaparición. Ahora bien: ¿fue él quien bajó de Londres en el tren de las doce y cuarto? ¿Quien se llegó por el pasillo hasta el departamento que ocupaba mistress Carrington? Porque si mal no recuerdo, ¡también el conde de Rochefour es esbelto y moreno!

El millonario aprobó con el gesto estas palabras.

—Bien, monsieur, le deseo muy buenos días. En Scotland Yard deben tener la lista de las joyas desaparecidas, ¿no es verdad?

—Sí, señor. Si desea ver al inspector Japp, allí está.

* * *

Japp era un antiguo amigo y recibió a Poirot con un desdén afectuoso.

—¿Cómo está, monsieur? Celebro volver a verle a pesar de nuestra manera distinta de ver las cosas. ¿Qué tal las células grises? ¿Se fortifican?

Poirot le miró con rostro resplandeciente.

—Funcionan, mi buen Japp, funcionan, se lo aseguro —respondió.

—En tal caso todo va bien. ¿Quién cree que cometió el crimen? ¿Rupert o un criminal vulgar? He mandado vigilar los sitios acostumbrados, naturalmente. Así conoceremos si se han vendido las joyas, porque quienquiera que las posea no se quedará con ellas, digo yo, para admirar su brillo. ¡Nada de eso! Ahora trato de averiguar dónde estuvo ayer Rupert Carrington. Por lo visto es un misterio. Le vigila uno de mis hombres con todo celo.

—Precaución algo retrasada, ¿no le parece? —dijo Poirot.

—Usted dice siempre la última palabra, Poirot. Bien. Me voy a Paddington, Bristol, Weston y Tauton. ¡Hasta la vista!

—¿Tendría inconveniente en venir a verme por la tarde para que yo sepa el resultado de sus averiguaciones?

—Cuente con ello... si vuelvo.

—Ese buen inspector es partidario del movimiento —murmuró Poirot cuando salió nuestro amigo—. Viaja; mide las huellas de los pies; reúne cenizas de cigarrillo. ¡Es extraordinariamente activo! ¡Celoso hasta el límite de sus deberes! Si le hablara de psicología, ¿qué le parece que haría, amigo mío? Sonreiría. Se diría: «Ese pobre Poirot envejece, Llega a la edad senil.» Japp pertenece a la nueva generación, y ma foi! ¡Esta generación moderna llama con tal prisa a las puertas de la vida, que no se da cuenta de que están abiertas!

—¿Qué piensa hacer ahora?

—Pues en vista de que se nos da carte blanche voy a gastarme tres peniques en llamar al Ritz desde un teléfono público, porque es donde se hospeda nuestro conde. Después, como tengo húmedos los pies, volveré a mis habitaciones y me haré una tisana en el hornillo de bencina.

* * *

No volví a ver a Poirot hasta la mañana siguiente, en que le hallé tomando pacíficamente el desayuno.

—¿Bien? —interrogué lleno de interés—. ¿Qué ha sucedido?

—Nada.

—Pero ¿y Japp?

—No le he visto todavía.

—¿Y el conde?

—Se marchó del Ritz anteayer.

—¿El día del crimen?

—Sí.

—¿Para qué decir más? ¡Rupert Carrington es inocente!

—¿Porque ha salido del Ritz el conde de la Rochefour? Va usted muy de prisa, amigo mío.

—De todos modos, deben ustedes seguirle, arrestarle. Pero, ¿qué razones le habrán impulsado a cometer ese asesinato?

—Podría responder: unas joyas que valen cien mil dólares. Mas no, no es esa la cuestión y yo me pregunto: ¿para qué matar a mistress Carrington cuando ella no hubiera declarado jamás en contra del ladrón?

—¿Por qué no?

—Porque era una mujer, mon ami. Y porque otro tiempo amó a ese hombre. Por consiguiente soportaría su pérdida en silencio. Y el conde, que tratándose de mujeres es un psicólogo excelente, lo sabe muy bien. Por otra parte, si la mató Rupert Carrington, ¿por qué motivo se apoderó de las joyas? ¿Para qué demostrar su culpabilidad de la manera más patente?

—Quizá pensara en utilizarlas como tapadera.

—No le falta razón, amigo mío. ¡Ah, ya tenemos aquí a Japp! Reconozco su llamada.

El inspector parecía estar de un humor excelente y entró sonriendo.

—Buenos días, Poirot. Acabo de llegar. ¡He llevado a cabo un buen trabajo! ¿Y usted?

—Yo he puesto en orden mis ideas —repuso Poirot plácidamente.

Japp rió la ocurrencia de buena gana.

—El hombre envejece —me dijo a media voz. Y agregó en voz alta—: A los jóvenes no nos convence su actitud.

Quel dommage! —exclamó Poirot.

—Bueno. ¿Quiere que le explique lo que he hecho?

—Permítame antes que lo adivine. Ha encontrado el cuchillo con que se cometió el asesinato junto a la vía del ferrocarril entre Weston y Tauton y ha entrevistado al vendedor de periódicos que habló, en Weston, con mistress Carrington.

Japp abrió, atónito, la boca.

—¿Cómo demonios lo sabe? ¡No me diga que gracias a esas «pequeñas células grises»!

—Celebro que, siquiera esta vez, admita que me sirven de algo. Dígame, ¿mistress Carrington regaló o no al vendedor un chelín para caramelos?

—No, media corona —Japp se había recobrado de la sorpresa del primer momento y sonreía—, ¡Son muy extravagantes los millonarios americanos!

—¡Y naturalmente, el chico no la ha olvidado!

—No, señor. No caen del cielo medias coronas todos los días. Parece que ella le llamó para comprarle dos revistas. En la cubierta de una había una muchacha vestida de azul. «Como yo», observó mistress Carrington. Sí, el chico la recuerda muy bien. Pero eso no basta, compréndalo. Según la declaración del doctor debió de cometerse el crimen antes de la llegada del tren a Tauton. Supuse que el asesino debió arrojar en seguida el cuchillo por la ventanilla y por ello me dediqué a recorrer la vía; en efecto, allí estaba. En Tauton hice averiguaciones. Deseaba saber si alguien había visto a nuestro hombre, pero la estación es muy grande y nadie reparó en él. Probablemente regresaría a Londres, utilizando para su desplazamiento el último tren.

Poirot hizo un gesto.

—Es muy probable —concedió.

—Pero a mi regreso me comunicaron que alguien intentaba pasar las joyas. Anoche empeñaron una hermosa esmeralda de muchísimo valor. ¿Y a que no acierta quién empeñó esa joya?

—Lo ignoro. Lo único que sé es que era un hombre de poca estatura.

Japp se quedó mirando al detective.

—Bien, tiene razón. El hombre es bastante bajo. Fue Red Narky.

—¿Quién es Red Narky? —pregunté yo.

—Un ladrón de joyas, señor, que no tendría aprensión de cometer un asesinato. Por regla general trabajaba con una mujer llamada Gracie Kidd. Pero en esta ocasión actuó solo por lo visto. A no ser que Gracie haya huido a Holanda con el resto de la banda.

—¿Ha ordenado la detención de Narky?

—Naturalmente. Pero nosotros queremos apoderarnos del hombre que habló con mistress Carrington en el tren. Supongo que sería él quien planeó el robo, pero Narky no es capaz de delatar a un compañero.

Yo me di cuenta de que los ojos de Poirot asumían un precioso color verde.

—Creo —dijo con una voz suave— que ya sé quién es el compañero de Narky.

Japp le dirigió una mirada penetrante.

—Acaba de asaltarle una de sus ideas particulares ¿no es cierto? Es maravilloso cómo a pesar de sus años consigue adivinar en ocasiones toda la verdad. Claro que es cuestión de suerte.