—Supongo que tendrá sus razones para afirmarlo, ¿no es así?
—No, señor, ninguna.
—¡Ya! ¿De veras?
—Ya le he dicho —continuó Lily Murgrave— que de nada le va a servir acudir a usted y reclamar su ayuda sin tener nada que exponer ni nada en qué basar lo que cree.
—¿De verdad le ha dicho eso? Es interesante —dijo Poirot.
Sus ojos dirigieron a Lily una rápida y comprensiva ojeada desde la cabeza a la punta de los pies. Su mirada captó con todo detalle el pulcro y negro traje sastre, el lazo blanco del cuello, la blusa de crespón de China, adornada con gusto exquisito, el elegante sombrero de fieltro negro. Reparó en su elegancia, en el bonito semblante de barbilla afilada, las largas pestañas de un negro azulado e insensiblemente varió de actitud. No era el caso, sino la muchacha que tenía delante lo que despertaba en él un nuevo interés.
—Supongo, mademoiselle, que lady Astwell es una persona algo desequilibrada e histérica...
Lily Murgrave hizo un gesto ansioso de afirmación.
—Sí, la describe usted exactamente —dijo—. Es muy afectuosa, lo repito, pero es imposible discutir con ella, convencerla de que sea lógica.
—Posiblemente sospecha de alguien —insinuó Poirot—. De alguien tan inofensivo que son absurdas sus sospechas.
—¡Precisamente! —exclamó Lily Murgrave—. Le ha tomado ojeriza al secretario de sir Ruben, que es un pobre hombre. Dice que es el asesino de sir Ruben, que ella lo sabe, aunque está demostrado que mister Owen Trefusis no pudo cometer el crimen.
—¿Se funda en algún motivo, en algún hecho, para acusarle?
—Se funda exclusivamente en su intuición.
En la voz de Lily Murgrave se traslucía el desdén.
—Ya veo, mademoiselle, que no cree usted en la intuición —observó Poirot, sonriendo.
—Es una tontería.
Poirot se recostó en el sillón.
—A les femmes —murmuró— les gusta creer en ella. Dicen que es un arma que Dios les ha dado. Pero aunque algunas veces no las engaña otras las extravía.
—Lo sé. Pero ya le he dicho cómo es lady Astwell. No es posible discutir con ella.
—Por eso usted, mademoiselle, que es prudente y discreta, ha creído que de paso que viene a buscarme, debe ponerme au courant de la situación...
Una inflexión particular en la voz de Poirot hizo que Lily Murgrave levantase la cabeza.
—Sí —murmuró excusándose—, aunque conozco el valor de su tiempo.
—Usted me lisonjea, mademoiselle. Mas, en efecto, en estos momentos me encuentro ocupado en la solución de varios casos.
—Ya me lo temía —dijo Lily poniéndose en pie—. Le diré a lady Astwell que...
Pero Poirot no se levantó. Permaneció sentado mirando fijamente a la muchacha.
—¿Tiene prisa, mademoiselle? —interrogó—. Aguarde un momento, por favor.
Lily se ruborizó, luego se puso pálida, pero volvió a tomar asiento de mala gana.
—Mademoiselle es viva y adopta sus decisiones rápidamente. Perdone que un viejo como yo sea más lento. Usted se equivoca, mademoiselle. Yo no me niego a hacerle una visita a lady Astwell.
—Entonces, ¿vendrá a verla?
La muchacha se expresó en un tono frío. No miraba a Poirot, tenía los ojos fijos en el suelo y por esto no se dio cuenta del examen atento a que él la sometía en aquel momento.
—Diga a lady Astwell, mademoiselle, que estoy a su disposición. Iré por la tarde a Mon Repos. Es el nombre de la finca, ¿verdad?
Poirot se puso de pie y la muchacha le imitó.
—Se lo diré. Agradezco mucho la atención, monsieur Poirot. Sin embargo, temo que va usted a perder el tiempo.
—Bien pudiera ser. Sin embargo, ¡quién sabe!
Poirot la acompañó con versallesca cortesía hasta la puerta. Luego volvió a entrar en la salita pensativo, con el ceño fruncido. Abrió una puerta y llamó al ayuda de cámara.
—Mi buen Jorge, prepárame una maleta, te lo ruego. Me voy al campo.
—Sí, señor —repuso Jorge.
Era de tipo muy inglés: alto, cadavérico, inexpresivo.
—¡Qué fenómeno tan interesante es una muchacha, Jorge! —observó Poirot dejándose caer sobre el sillón y encendiendo un cigarrillo—. Sobre todo cuando es inteligente, ¿comprendes? Te pide una cosa y al propio tiempo pretende convencerte de que no lo hagas. Para ello se requiere suma finesse d'esprit. Pero esa muchacha es muy lista, sí, muy lista. Sólo que ha tropezado con Hércules Poirot y éste posee una inteligencia excepcional, Jorge.
—Se lo he oído decir al señor varias veces.
—No es el secretario quien le interesa y desprecia la acusación de lady Astwell, pero no quiere que «se altere el sueño de los que duermen». Y yo, Jorge, lo alteraré. ¡Les obligaré a luchar! En Mon Repos se está desarrollando un drama, un drama humano que me excita los nervios. Y aunque esa pequeña es lista no lo es lo suficiente. ¿Qué será, Señor, lo que vamos a encontrar allí?
Interrumpió la pausa dramática que sucedió a estas palabras la voz de Jorge, que preguntó con un tono natural en su voz:
—¿Desea llevarse el señor el traje de etiqueta?
Poirot le miró con tristeza.
—Siempre ese cuidado, esa atención constante a sus obligaciones. Eres muy bueno para mí, Jorge —repuso.
* * *
Cuando el tren de las 4.45 llegó a la estación de Abbots Cross descendió de él monsieur Hércules Poirot, vestido de manera impecable y con los bigotes rígidos a fuerza de cosmético. Entregó el billete, franqueó la barrera y se vio delante de un chófer de buena estatura.
—¿Monsieur Poirot?
El hombrecillo le dirigió una mirada alegre.
—Así me llaman —dijo.
—Entonces tenga la bondad de seguirme. Por aquí.
Y abrió la portezuela de un hermoso Rolls Royce.
Mon Repos distaba apenas tres minutos de la estación.
Allí el chófer descendió del coche, abrió la portezuela y Poirot echó pie a tierra. El mayordomo tenía ya la puerta de entrada abierta.
Antes de franquear el umbral, Poirot lanzó una rápida ojeada a su alrededor. La casa era hermosa y sólida, de ladrillo rojo, sin ninguna pretensión de belleza, pero con el aspecto de una comodidad positiva.
Poirot entró en el vestíbulo. El mayordomo le tomó de sus manos, con la desenvoltura que da la práctica, el abrigo y el sombrero, y a continuación murmuró con esa media voz respetuosa y característica de los buenos servidores:
—Su Señoría espera al señor.
Poirot le siguió pisando una escalera alfombrada. Aquel bien educado sirviente debía ser Parsons, no cabía duda, y sus modales no revelaban la menor emoción. Al llegar a lo alto de la escalera torció a la derecha y marchó seguido de Poirot por un pasillo. Desembocaron en una pequeña antesala en la que se abrían dos puertas. Parsons abrió la de la izquierda y anunció:
—Monsieur Poirot, milady.
La habitación, de dimensiones reducidas, estaba atestada de muebles y de bibelots. Una mujer, vestida de negro, se levantó de un sofá y salió vivamente a su encuentro.
—¿Cómo está usted?
Su mirada recorrió rápidamente la figura del detective.
—Bien, ¿y usted, milady? —exclamó éste, tras darle un vigoroso y fugaz apretón de manos.
—¡Creo en los hombres pequeños! Son inteligentes.
—Pues si mal no recuerdo, el inspector Miller es también de corta estatura —murmuró Poirot.
—¡Es un idiota presuntuoso! —dijo lady Astwell—. Siéntese aquí, a mi lado, si no tiene inconveniente.