Poirot le explicó su relación con el caso y ella movió tristemente la cabeza.
—¡Pobre Cronsh... y pobre Coco también! —exclamó al propio tiempo—. Nosotros, mi marido y yo, la queríamos mucho y su muerte nos parece lamentable y espantosa. ¿Qué es lo que desea saber? ¿Debo volver a recordar aquella triste noche?
—Crea, madame, que no abusaré de sus sentimientos. Sobre todo porque ya el inspector Japp me ha contado lo más imprescindible. Deseo ver, solamente, el vestido de máscara que llevó usted al baile.
Mistress Davidson pareció sorprenderse de la singular petición y Poirot continuó diciendo con acento tranquilizador:
—Comprenda, madame, que trabajo de acuerdo con el sistema de mi país. Nosotros tratamos siempre de «reconstruir» el crimen. Y como es probable que desee hacer una representation, esos vestidos tienen su importancia.
Pero mistress Davidson parecía dudar todavía de la palabra de Poirot.
—Ya he oído decir eso, naturalmente —dijo—, pero ignoraba que usted fuera tan amante del detalle. Voy a por el vestido en seguida.
Salió de la habitación para regresar casi en el acto con un exquisito vestido de raso verde y blanco. Poirot lo tomó de sus manos, lo examinó y se lo devolvió con un atento saludo.
—Merci, madame! Ya veo que ha tenido la desgracia de perder un pompón, aquí en el hombro.
—Sí, me lo arrancaron bailando. Lo recogí y se lo di al pobre lord Cronshaw para que me lo guardase.
—¿Sucedió eso después de la cena?
—Sí.
—Entonces, ¿muy poco antes de desarrollarse la tragedia, quizá?
Los pálidos ojos de mistress Davidson expresaron leve alarma y replicó vivamente:
—Oh, no, mucho antes. Inmediatamente después de cenar.
—Entiendo. Bien, esto es todo. No queremos molestarla más. Bonjour, madame.
—Bueno —dije cuando salíamos del edificio—. Ya está explicado el misterio del pompón verde.
—¡Hum!
—¡Oiga! ¿Qué quiere decir con eso?
—Se ha fijado, Hastings, en que he examinado el traje, ¿verdad?
—Sí.
—Eh bien, el pompón que faltaba no fue arrancado, como dijo esa señora, sino... cortado por unas tijeras, porque todas las hebras son iguales.
—¡Caramba! La cosa se complica...
—Por el contrario —repuso con aire plácido Poirot—, se simplifica cada vez más.
—¡Poirot! ¡Se me acaba la paciencia! —exclamé—. Su costumbre de encontrar todo tan sencillo es un agravante.
—Pero cuando me explico, diga, mon ami, ¿no es cierto que resulta muy simple?
—Sí, y eso es lo que más me irrita: que entonces se me figura que también yo hubiera podido adivinar fácilmente.
—Y lo adivinaría, Hastings, si se tomase el trabajo de poner en orden sus ideas. Sin un método...
—Sí, sí —me apresuré a decir, interrumpiéndole, porque conocía demasiado bien la elocuencia que desplegaba, cuando trataba de su tema favorito—. Dígame: ¿qué piensa hacer ahora? ¿Está dispuesto, de veras, a reconstruir el crimen?
—Nada de eso. El drama ha concluido. Únicamente me propongo añadirle... ¡una arlequinada!
* * *
Poirot señaló el martes siguiente como día a propósito para la misteriosa representación y he de confesar que sus preparativos me intrigaron de modo extraordinario. En un lado de la habitación se colocó una pantalla; al otro un pesado cortinaje. Luego vino un obrero con un aparato para la luz y finalmente un grupo de actores que desaparecieron en el dormitorio de Poirot, destinado provisionalmente a cuarto tocador. Japp se presentó poco después de las ocho. Venía de visible mal humor.
—La representación es tan melodramática como sus ideas —manifestó—. Pero, en fin, no tiene nada de malo y, como el mismo Poirot dice, nos ahorrará infinitas molestias y cavilaciones. Yo mismo sigo el rastro, he prometido dejarle hacer las cosas a su manera. ¡Ah! Ya están aquí esos señores.
Llegó primero Su Señoría acompañando a mistress Mallaby, a la que yo no conocía aún. Era una linda morena y parecía estar nerviosa. Les siguieron los Davidson. También vi a Cristóbal Davidson por vez primera. Era un guapo mozo, esbelto y moreno, que poseía los modales graciosos y desenvueltos del verdadero actor.
Poirot dispuso que tomasen todos asiento delante de la pantalla, que estaba iluminada por una luz brillante. Luego apagó las luces y la habitación quedó, a excepción de la pantalla, totalmente sumida en tinieblas.
—Señoras, caballeros, permítanme unas palabras de explicación. Por la pantalla van a pasar por turno seis figuras que son familiares a ustedes: Pierrot y su Pierrette; Polichinela el bufón, y la elegante Polichinela; la bella Colombina coqueta y seductora, y Arlequín, el invisible para los hombres.
Y tras estas palabras de introducción comenzó la comedia. Cada una de las figuras mencionadas por Poirot surgieron en la pantalla, permanecieron en ella un momento en pose y desaparecieron. Cuando se encendieron las luces sonó un suspiro general de alivio. Todos los presentes estaban nerviosos, temerosos, sabe Dios de qué. Si el criminal estaba en medio de nosotros y Poirot esperaba que confesase a la sola presencia de una figura familiar, la estratagema había ya fracasado evidentemente, puesto que no se produjo. Sin embargo, no se descompuso, sino que avanzó un paso, con el rostro animado.
—Ahora, señoras y señores —dijo—, díganme, uno por uno, qué es lo que acaban de ver. ¿Quiere empezar, milord?
Este caballero quedó perplejo.
—Perdón, no le comprendo —dijo.
—Dígame nada más qué es lo que ha visto.
—Ah, pues... he visto pasar por la pantalla a seis personas vestidas como los personajes de la vieja Comedia italiana, o sea, como la otra noche.
—No pensemos en la otra noche, milord —le advirtió Poirot—. Sólo quiero saber lo que ha visto. Madame, ¿está de acuerdo con lord Cronshaw?
Se dirigía a mistress Mallaby.
—Sí, naturalmente.
—¿Cree haber visto seis figuras que representan a los personajes de la Comedia italiana?
—Sí, señor.
—¿Y usted, monsieur Davidson?
—Sí.
—¿Y madame?
—Sí.
—¿Hastings? ¿Japp? ¿Sí? ¿Están ustedes de completo acuerdo?
Poirot nos miró uno a uno; tenía el rostro pálido y los ojos verdes tan claros como los de un gato.
—¡Pues debo decir que se equivocan todos ustedes! —exclamó—. Sus ojos mienten... como mintieron la otra noche en el baile de la Victoria. Ver las cosas con los propios ojos, como vulgarmente se dice, no es ver la verdad. Hay que ver con los ojos del entendimiento; hay que servirse de las pequeñas células grises. ¡Sepan, pues, que lo mismo esta noche que la noche del baile vieron sólo cinco figuras, no seis! ¡Miren ustedes!
Volvieron a apagarse las luces. Y una figura se dibujó en la pantalla: ¡Pierrot!
—¿Quién es? ¿Pierrot, no es eso? —preguntó Poirot con acento severo.
—Sí —gritamos todos, a la vez.
—¡Miren otra vez!
Con un rápido movimiento el actor se despojó del vestido suelto de Pierrot y en su lugar apareció, resplandeciente, ¡Arlequín!
—¡Maldito sea! ¡Maldito sea! —exclamó la voz de Davidson—. ¿Cómo lo ha adivinado?
A continuación sonó el ¡clic! de las esposas y la voz serena, oficial, de Japp, que decía:
—Le detengo, Cristóbal Davidson, por el asesinato del vizconde Cronshaw. Todo lo que pueda decir se utilizará como acusación en contra.
* * *
Un cuarto de hora después cenábamos. Poirot, con el rostro resplandeciente, se multiplicaba, hospitalario, respondía de buena gana a nuestras múltiples y continuas preguntas.
—Todo ha sido muy simple. Las circunstancias en que se halló el pompón verde sugería, al punto, que había sido arrancado del vestido de máscara del asesino. Yo alejé a Pierrette del pensamiento, ya que se necesita de una fuerza considerable para clavar un cuchillo de mesa en el pecho de un hombre, y me fijé en Pierrot. Pero éste había salido del baile dos horas antes de verificarse el crimen. De manera que si no regresó al baile para matar a lord Cronshaw pudo matarle antes de marchar. ¿Era esto posible? ¿Quién había visto a lord Cronshaw después de la hora de la cena? Sólo mistress Davidson cuyo testimonio, lo sospecho, fue falso, una mentira deliberada para explicar la desaparición del pompón, que, naturalmente, quitó de su traje de máscara para reemplazar el que su marido perdió. A Arlequín se le vio a la una y media en un palco. También ésta fue una representación. Yo pensé primero en míster Beltane como presunto culpable. Pero era imposible, dado lo complicado de su traje, que hubiera doblado los papeles de Arlequín y de Polichinela. Por otra parte, siendo míster Davidson un joven de la misma edad y estatura que la víctima, así como un actor profesional, la cosa no podía ser más simple.