Esto zanjó la cuestión. Huevos y jamón se dejaron a un lado y pocos minutos después avanzamos todos a buen paso en dirección a Leigh Hall, mientras Japp dirigía ansiosas preguntas al agente.
El nombre del difunto era Walter Protheroe; era hombre de edad madura y tenía algo de retraído. Llegó a Market Basing ocho años atrás y alquiló la casa, vieja mansión, casi derruida, estropeada, viviendo en un ala, atendido por el ama de llaves que había traído consigo.
Esta última se llamaba miss Clegg y era una mujer superior, a la que todo el pueblo consideraba. Míster Protheroe tenía huéspedes llegados al pueblo hacía muy poco: míster y mistress Parker, de Londres. En aquella mañana miss Clegg había llamado en vano a la puerta de la habitación de su amo y al reparar en que estaba cerrada se alarmó y llamó a la policía y al médico. El agente Pollard y el doctor Giles llegaron a un tiempo. Los esfuerzos unidos lograron echar abajo la puerta de roble del dormitorio.
Míster Protheroe apareció tendido en el suelo. Presentaba un tiro en la cabeza y tenía asida la pistola con la mano derecha. Era evidente que se trataba en realidad de un suicidio.
Sin embargo, al examinar el cadáver, el doctor Giles quedó visiblemente perplejo y finalmente se llevó al agente aparte y le comunicó el motivo de su perplejidad; Pollard pensó al punto en Japp y dejando al doctor en la casa corrió a la fonda para avisarnos de lo ocurrido.
* * *
Cuando concluía su relato llegamos a Leigh House, edificio inmenso, desolado, rodeado de un jardín descuidado y lleno de cizaña. Como la puerta estaba abierta pasamos al vestíbulo y de éste a una salita de recibo de la que salía ruido de voces. En la salita encontramos reunidas a cuatro personas: un hombre vestido ostentosamente, con un rostro movible y desagradable, que me inspiró súbita antipatía; una mujer de tipo parecido, aunque hermosa de una manera burda; otra mujer, vestida de negro y algo separada del resto, a la que tomé por el ama de llaves; y un caballero alto, vestido con traje de sport, de semblante despejado y franco, que parecía imponerse a la situación.
—El doctor Giles —dijo el agente—. El detective inspector Japp, de Scotland Yard, y dos amigos.
El doctor nos saludó y después hizo la presentación de míster y mistress Parker. Luego subimos tras él la escalera. En obediencia a una seña de Japp, Pollard se quedó en la salita como para guardar la casa. El doctor, que nos precedía, nos hizo recorrer un pasillo. Al final vimos abierta una puerta; de sus goznes colgaban aún varias astillas y el resto estaba por el suelo.
Entramos en aquella habitación. El cadáver seguía tendido en tierra. Míster Protheroe era hombre de edad mediana, de cabello gris en las sienes. Usaba barba. Japp se arrodilló junto a él.
—¿Por qué no lo dejaron tal y como estaba? —gruñó.
El doctor se encogió de hombros.
—Porque creímos que se trataba de un caso sencillo de suicidio.
—¡Hum! —exclamó Japp—. La bala ha entrado en la cabeza por detrás de la oreja izquierda.
—Precisamente —repuso el doctor—. Es imposible que se disparase él solo el tiro. Para ello hubiera tenido, primero ante todo, que rodearse la cabeza con el brazo.
—¿Sin embargo, encontraron la pistola en su mano? A propósito, ¿dónde está?
El doctor le indicó con un gesto la mesa vecina.
—Tampoco la asía —manifestó—. La tenía en la palma, pero no la empuñaba.
—Debieron ponerla en ella después —dijo Japp, que examinaba el arma—. Sólo hay un cartucho vacío. Sacaremos las huellas dactilares, pero no espero encontrar más que las suyas, doctor. ¿Hace mucho que ha fallecido míster Protheroe?
—No puedo precisar la hora con exactitud como esos médicos maravillosos de las novelas de detectives, inspector, pero debe hacer unas doce horas.
Poirot no se había movido. Se mantenía pegado a mí, viendo lo que hacía Japp y escuchando sus preguntas. De vez en cuando, sin embargo, olfateaba el aire delicadamente, como si se sintiera perplejo. Yo le imité sin descubrir nada de interés. El aire puro, no olía a nada. Con todo, Poirot lo olfateaba como si su nariz sensible percibiera algo que se escapaba a su inteligencia.
Al separarse Japp del cadáver, Poirot se arrodilló junto a él. La herida no pareció despertar su interés. Primero supuse que examinaba los dedos de la mano con que el difunto había empuñado la pistola, mas en seguida vi que era un pañuelo, metido en la manga de la chaqueta gris oscuro, lo que le llamaba la atención. Finalmente se puso de pie sin separar los ojos de aquella prenda.
Japp le llamó para que les ayudase a levantar la puerta. Yo aproveché la ocasión para arrodillarme y coger el pañuelo, que examiné minuciosamente. Era de blanco Cambray, de los más corrientes, pero no ostentaba manchas de sangre ni de ninguna especie, por lo que, decepcionado, volví a dejarlo donde estaba.
Los demás levantaron la puerta y buscaron en vano la llave.
—Esto zanja la cuestión —manifestó Japp—. La ventana está cerrada y atrancada. El asesino debió salir por la puerta que cerró con llave y se llevó ésta para que creyéramos que míster Protheroe se ha suicidado. Seguramente no creyó que la echaríamos en falta. ¿Está de acuerdo, monsieur Poirot?
—Sí, estoy de acuerdo; pero hubiera sido más sencillo y mejor, deslizar la llave por debajo de la puerta. De este modo hubiera parecido que se había caído de la cerradura.
—Ah, bien, no hay que confiar en que a todo el mundo se le ocurran ideas tan geniales como ésta. Si se hubiera dedicado a criminal, hubiera sido el terror de la sociedad. ¿Desea hacer alguna observación, monsieur Poirot?
Poirot parecía echar algo de menos, o si no era así me lo pareció. Después de echar una ojeada a su alrededor dijo en voz baja:
—Parece ser que este caballero fumaba mucho, señores.
Era cierto. Lo mismo el hogar que un cenicero colocado sobre la mesa estaban bastante repletos de colillas de cigarro.
—Debió fumar veinte cigarrillos lo menos anoche —dijo Japp. Así diciendo, se inclinó para examinar el del cenicero—. Son todos de la misma clase. Lo ha fumado la misma persona. El hecho no tiene nada de particular, monsieur Poirot.
—No he sugerido que lo tuviera —murmuró mi amigo.
—Ah, ¿qué es esto? —Japp cogió un pequeño objeto reluciente que estaba junto al cadáver—. Es un gemelo roto. ¿A quién pertenecerá? Doctor Giles, haga el favor de ir en busca del ama de llaves.
—¿Y qué hacemos de los Parker? Porque míster Parker tiene trabajo en Londres...
—No sé. Tendremos que pasarnos sin él. Aunque en vista del cariz que toman las cosas, le necesitamos aquí también. Envíeme al ama de llaves y no permita que los Parker le den a usted y a Pollard esquinazo. ¿Entraron aquí por la mañana?
El doctor reflexionó un breve momento antes de contestar categórico:
—No, se quedaron en el pasillo mientras entrábamos Pollard y yo. —¿Está bien seguro?
—Segurísimo.
El doctor marchó a cumplir su misión.
—Es un buen hombre —dijo Japp con aire de aprobación—. Estos médicos deportistas suelen ser personas excelentes. Bien, ¿quién le habrá pegado el tiro a ese pobre señor? Además de él había tres personas más en esta casa. No sospecho del ama de llaves, porque en el espacio de ocho años ha podido matarle, no una sino cien veces. Pero, ¿qué clase de pájaros serán esos Parker? Resultan una pareja poco simpática.
En este momento apareció miss Clegg. Era una mujer flaca, escurrida, de cabellos grises que llevaba partidos en la frente. Tenia unos modales muy naturales y tranquilos. De su persona emanaba, al propio tiempo, un aire de eficiencia tal, que inspiraba respeto. En respuesta a las preguntas del inspector, explicó que llevaba catorce años al servicio del difunto, que fue amo generoso y considerado. No conocía a míster ni a mistress Parker, a quienes había visto por primera vez tres días atrás. Era indudable, en su opinión, que nadie les había invitado, porque su visita pareció desagradar al señor. El gemelo roto que Japp le enseñó, no pertenecía a míster Protheroe, estaba segurísima de ello. Al interrogarle acerca de la pistola repuso que sabía que el señor poseía, en efecto, un arma de fuego que guardaba bajo llave. Ella la vio una vez, pero no se atrevió a afirmar que fuera la misma que le mostraban. No oyó el disparo la noche anterior. El hecho no tenía nada de extraordinario porque la casa era grande y destartalada y porque lo mismo su habitación que la reservada al matrimonio Parker se hallaba al otro lado de ella. Ignoraba a qué hora se retiró míster Protheroe a descansar. Cuando lo hizo ella, a las nueve y media, lo dejó levantado. No tenía por costumbre acostarse temprano. Por regla general leía o fumaba hasta una hora avanzada. Era un gran fumador.