Poirot interpuso aquí una pregunta:
—¿Dormía el señor con la ventana abierta o cerrada?
Miss Clegg reflexionó un instante.
—Con la ventana abierta, si no recuerdo mal —dijo luego.
—Ahora está cerrada. ¿Cómo se explica usted el hecho?
—No sé. Quizá sintió alguna corriente de aire y la cerró por eso.
Japp le dirigió todavía varias preguntas y a continuación le despidió. Luego habló por separado con los Parker. Mistress Parker lloraba; míster Parker optó por fanfarronear e insultarnos. Negó que fuera suyo el gemelo roto, pero su mujer lo había reconocido y naturalmente el hecho empeoró la situación; y como negó también haber entrado en la habitación de míster Protheroe, Japp estimó que había pruebas suficientes para proceder a su detención.
Dejando a Pollard en custodia de la propiedad, corrió al pueblo y pidió comunicación con el cuartel general de la policía.
Poirot y yo volvimos a la fonda.
—Está muy callado —dije a mi amigo—. ¿No le interesa el caso?
—Au contraire. Me interesa extraordinariamente. Pero me deja perplejo también.
—El motivo del crimen es poco claro —dije pensativo—, pero estoy seguro de que esos Parker son malas personas. No obstante la falta de motivo, que aparecerá más adelante, sin duda, todo está en contra suya de manera manifiesta.
—Japp ha pasado por alto un detalle a pesar de ser muy significativo.
Yo le miré lleno de curiosidad.
—Poirot, ¿qué es lo que se trae entre manos? —interrogué.
—¿Qué tenía en la manga el difunto?
—¡Un pañuelo!
—Precisamente, un pañuelo.
—Los marinos se lo colocan en la manga —observé pensativo.
—Excelente observación, Hastings, a pesar de que no es la que esperaba.
—¿Tiene algo más que decir?
—Sí, no dejo de pensar en el intenso olor a humo de cigarrillo.
—Pero yo no olí nada —respondí maravillado.
—Ni yo tampoco, cher ami.
Le miré con gravedad. Nunca sé si habla en broma o en serio, pero esta vez me pareció que no bromeaba.
La investigación se verificó dos días después. Entretanto, surgió a la luz una prueba más. Un vagabundo admitió que había saltado la tapia del jardín de Leigh House, donde dormía con frecuencia en la casilla de las herramientas, que quedaba siempre abierta: Este hombre declaró que a las doce de la noche oyó voces en una habitación del primer piso. Una pedía dinero, la otra se lo negaba de manera airada. Oculto tras de un arbusto vio a dos hombres pasar y repasar por delante de la iluminada ventana. Uno, lo conocía bien, era míster Protheroe; el otro le era desconocido, pero sus señas coincidían totalmente con las de míster Parker.
Estaba ahora claro que los Parker habían ido a Leigh House para hacer víctima de un chantaje a Protheroe y cuando más adelante se descubrió que su verdadero nombre era en realidad Wendover, ex teniente de la Armada y que estuvo relacionado en 1910 con la explosión del crucero Merrythought, el caso se aclaró rápidamente. Parker, que sabía el papel desempeñado por Wendover, le siguió los pasos y le pidió dinero a cambio de mantener la boca cerrada. Pero el otro se negó a dárselo. En el curso de la disputa, Wendover sacó el revólver, Parker se lo arrancó de la mano e hizo fuego, tratando luego de dar al crimen la apariencia de un suicidio.
* * *
Parker fue llevado a juicio reservándose la defensa. Nosotros habíamos asistido a los procedimientos del tribunal. Al salir Poirot meneó la cabeza.
—Así debe ser —murmuró—. Sí, así debe ser. No es posible demorarse.
Entró en Correos y escribió unas líneas que envió por mensajero especial. Yo no vi a quién iba dirigida la nota. Después volvimos a la fonda, donde nos hospedábamos desde aquel memorable fin de semana.
Poirot iba y venía sin cesar desde el fondo de la habitación a la ventana.
—Espero visita —me explicó—. ¿Me habré equivocado? No, no es posible. No, aquí está.
Y con no floja sorpresa por mi parte vi entrar a miss Clegg en la habitación. Me pareció menos serena que de costumbre y llegaba jadeando como si hubiera venido corriendo. Vi brillar el miedo en sus ojos cuando miró a Poirot.
—Siéntese, mademoiselle —le dijo amablemente mi amigo—. He adivinado, ¿verdad?
Ella pareció indecisa y prorrumpió en llanto por toda respuesta.
—¿Por qué hizo eso? ¿Por qué? —dijo suavemente Poirot.
—Porque le amaba mucho —repuso ella—. Yo le cuidé desde la infancia. ¡Oh, tenga piedad de mí!
—Haré por usted cuanto sea posible. Pero no podía permitir, compréndalo, que ahorcasen a un inocente por bribón y desagradable que pueda ser.
Miss Clegg se irguió y dijo en voz baja:
—Quizá yo tampoco lo hubiera permitido al final. Haga lo que juzgue conveniente.
Luego, poniéndose en pie, salió de la habitación.
—¿Le mató ella? —pregunté aturdido.
Poirot sonrió y movió la cabeza.
—Se suicidó él —replicó—, ¿Recuerda que llevaba el pañuelo en la manga derecha? Pues esto me reveló que era zurdo. Temiendo después de la borrascosa entrevista con míster Parker que se hiciera público su delito, se suicidó. Por lo mañana, al ir a llamarle como de costumbre, miss Clegg le halló muerto y como, según acaba de oír, le conocía desde niño, se llenó de cólera contra los forasteros que le habían empujado a tan vergonzosa muerte. Los consideraba como a sus asesinos y de pronto vio la posibilidad de hacerles sufrir por el hecho que habían inspirado. Únicamente ella sabía que Protheroe era zurdo. Pasó, pues, la pistola a su mano derecha, cerró y echó la falleba de la ventana, dejó caer al suelo el pedazo de gemelo que había encontrado en una de las habitaciones de la planta baja y salió, cerrando la puerta y llevándose la llave.
—Poirot—exclamé en una explosión de entusiasmo—. ¡Es usted soberbio! ¡Y todo esto sólo por medio de un simple pañuelo!
—Y por el humo del cigarrillo. Si la ventana hubiera estado cerrada y fumados todos aquellos cigarrillos la habitación hubiera estado impregnada del olor a tabaco. En vez de esto el aire era puro y así deduje en el acto que la ventana había estado abierta durante toda la noche y que únicamente se cerró por la mañana, lo que me brindó una serie de interesantes reflexiones. No acertaba a concebir, bajo ninguna clase de circunstancias, que el criminal deseara cerrar la ventana. Por el contrario, ganaba dejándola abierta para simular que el criminal se había escapado por ella, si la teoría del vagabundo dejaba de tener éxito. La declaración del vagabundo vino a confirmar mis sospechas, porque de estar la ventana cerrada, no hubiera oído la discusión.
—¡Espléndido! Y ahora, ¿quiere una taza de té?